100.000 satélites sobre nuestras cabezas: la nueva carrera que hace cotidiano el acceso al espacio

La revolución de los pequeños satélites permite una economía espacial en la que ya no solo las potencias o las grandes empresas pueden participar

Recreación de muchos satélites orbitando alrededor de la Tierra. Imagen de la Agencia Espacial EuropeaAgencia Espacial Europea

La primera carrera espacial comenzó como una competición bélica y de propaganda. Cuando en 1957 los estadounidenses escucharon la señal del Sputnik, supieron que los misiles rusos tenían sus ciudades a tiro. En 1969, debieron sentir alivio cuando Werner von Braun, el nazi que creó los primeros misiles de combate, les permitió ganar la carrera hasta la Luna con los poderosos cohetes ...

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La primera carrera espacial comenzó como una competición bélica y de propaganda. Cuando en 1957 los estadounidenses escucharon la señal del Sputnik, supieron que los misiles rusos tenían sus ciudades a tiro. En 1969, debieron sentir alivio cuando Werner von Braun, el nazi que creó los primeros misiles de combate, les permitió ganar la carrera hasta la Luna con los poderosos cohetes Saturn. Los réditos tecnológicos de aquel enfrentamiento son numerosos y ubicuos en la vida de las personas que están perdidas sin guía por satélite, pero aquel empujón inicial se disipó con la caída de la Unión Soviética. Tres décadas después, con la reanimación de la historia que algunos dieron entonces por acabada, ha comenzado una nueva carrera espacial en la que las grandes potencias vuelven a medir su prestigio y sus armas. Pero esta nueva carrera va a contar con más participantes, pequeñas empresas o estudiantes y profesores que hacen aportaciones relevantes desde casi cualquier lugar del mundo.

Hasta 2013, Vicente Díaz y Miguel Ángel Vázquez trabajaban haciendo paneles solares fotovoltaicos para producir electricidad en la Tierra. La entrada de las empresas chinas les dejó en la calle y les planteó un dilema. “Hubo compañeros que se pasaron al gas y al petróleo, pero viniendo de las renovables no era lo que más me apetecía”, cuenta Díaz sentado en la mesa de un hotel de Málaga. En aquellos años, estaba naciendo el nuevo espacio, una metamorfosis de la industria aeroespacial surgida de cambios tecnológicos que permitían construir satélites más pequeños y baratos, que se podían lanzar en cohetes asequibles y hacían posible participar en la renovada carrera espacial desde la Costa del Sol, a miles de kilómetros de Houston, Moscú o Pekín. Díaz y Vázquez fundaron DHV Technology, una empresa que fabrica paneles solares para generar energía en el espacio que ya alimentan a más de 260 satélites. Ellos son también los organizadores del Foro Internacional de Pequeños Satélites y Servicios (SSSIF, de sus siglas en inglés), que esta semana ha reunido a muchos protagonistas de esta nueva fase de la carrera espacial en Málaga.

“Cuando yo empecé, si querías trabajar en esto, tenías que irte a EE UU, pero ahora se puede hacer casi desde cualquier lado”, cuenta Jordi Puig-Suari, uno de los padres de los Cubesats, un tipo de satélites pequeños y baratos que definen esta nueva era de acceso al espacio más democrático. “Antes ser un rocket scientist [ingeniero espacial] era algo que intimidaba, hacían falta grandes compañías y grandes inversiones para lanzar un satélite. Ahora, se pueden construir satélites con elementos comerciales, que no tienen que durar tantos años y permiten que incluso los estudiantes puedan desarrollar y lanzar sus satélites”, explica el profesor de la universidad Cal Poly, en EE UU.

Juan Tomás Hernani, consejero delegado de Satlantis, especializada en tecnología de observación de la Tierra con pequeños satélites para vigilancia de fronteras o mitigación del cambio climático, hacía las cuentas de este nuevo mundo. Los satélites tradicionales son más grandes y necesitan una tecnología que vaya a estar vigente durante las décadas necesarias para recuperar una inversión descomunal. Ahora no hay que obsesionarse con tener una tecnología tan duradera, vale la que produzca los resultados necesarios durante pocos años, los suficientes para recuperar la inversión antes de que la tecnología quede obsoleta o el satélite deje de funcionar. En ese momento se puede sustituir por otro que incorpore nueva tecnología. Un satélite de observación de la Tierra como PAZ, del ministerio de Defensa español, pesa 1.400 kilos y cuesta 160 millones de euros. Los satélites de pequeño tamaño rondan los 100 kilos y cuestan menos de una décima parte. Puig-Suari destaca el valor de estos satélites para funciones de defensa. “Antes, podías tener un satélite muy caro que se podía desactivar con un ataque. Ahora, hay constelaciones de pequeños satélites que hacen las mismas funciones y son más difíciles de anular”, explica. Unos no sustituirán a los otros, pero los complementarán y permitirán que más empresas puedan hacer negocio en el espacio.

Fernando Aguado, profesor de la Universidad de Vigo y creador del primer satélite español desarrollado con el estándar CubeSat, menciona otras aplicaciones espaciales, “que nos mejoran la vida diaria de un montón de maneras de las que a veces la gente no es consciente”. La posibilidad de tomar continuamente imágenes de la Tierra, ha permitido mejorar el sistema de microcréditos con el que los campesinos se financian en países como Kenia o India. Al poder analizarse el tipo de explotación de un agricultor determinado, es posible evaluar con más facilidad y precisión el riesgo de un crédito y acelerar su concesión. Aguado destaca también la posibilidad que este nuevo espacio ofrece a alumnos como los suyos, “desde una universidad pública y no muy grande”, para poder desarrollar satélites y ponerlos en órbita. La inspiración que antes ofrecía la épica de llegar a la Luna proviene ahora de la posibilidad de ser protagonista en la exploración espacial, aunque sea en proyectos más humildes.

La órbita terrestre, donde proliferan los pequeños satélites como los que pretende lanzar Startical para mejorar el control del tráfico aéreo y permitir que los aviones viajen más pegados y con más eficiencia, es el ámbito del nuevo espacio, pero en Málaga se vio que la épica de explorar la frontera sigue siendo un acicate básico para la ingeniería espacial. Varios representantes de la NASA y la Agencia Espacial Europea explicaron sus planes para regresar a la Luna y montar colonias y, desde allí, preparar el asalto de Marte. En este esfuerzo, el apoyo estatal sigue siendo casi todo, aunque luego los estados contraten sus servicios a compañías privadas como Space X, de Elon Musk. “Nosotros nos concentramos en las cosas difíciles, en llevar astronautas allí, construir una base o hacer una estación espacial, y la industria privada nos puede vender servicios como la logística o las comunicaciones”, explica Carlos García Galán, de la NASA. Un ejemplo, sobre el que también se habló en Málaga, es ROXY, un proyecto liderado por Airbus para producir oxígeno a partir del regolito lunar, un paso imprescindible para vivir sobre nuestro satélite. Todo esto puede abaratar y acelerar el regreso a la Luna, esta vez para quedarse, aunque hay aspectos que son más complicados que hace seis décadas. “Ahora —dice Galán— no podríamos tolerar muertes como sucedió en el programa Apolo, por eso nos hemos tomado más tiempo para terminar los sistemas de Artemis II y III” en los que regresarán humanos a la Luna.

Andrés Martínez es uno de los encargados de explotar el potencial de los pequeños satélites a la exploración espacial para la NASA. Uno de los proyectos que ha liderado es Biosentinel, un satélite del tamaño de una caja de zapatos en el que se lanzan muestras de levadura de la cerveza (Saccharomyces cerevisiae) al espacio profundo para estudiar los efectos de la radiación para los seres vivos y aprender sobre los riesgos de viajar a la Luna o a Marte. En Málaga bromea sobre la buena suerte de que el primer lanzamiento de la compañía Astrobotic hubiese fracasado en su primer intento de llegar a la Luna. La misión forma parte del programa CLPS, con el que la NASA quiere abaratar el regreso a la Luna contratando compañías privadas para preparar el regreso a la Luna. “En el siguiente va a llevar un rover nuestro muy caro”, afirma Martínez, en referencia a VIPER, un robot que buscará hielo y otros recursos útiles en el polo sur de la Luna. Odiseo, que alunizó el jueves, es la primera misión del programa CLPS que alcanza el satélite con éxito.

La base lunar, en la que la NASA o la Agencia Espacial Europea aprenderán a vivir fuera de la Tierra, comenzará a construirse en la década de 2030. Lo que se aprenderá en esa década permitirá decir si realmente el sueño de llegar a Marte es factible. García Galán reconoce que ya no lo dan por hecho, porque las incógnitas son abundantes en el espacio. Cuando los primeros humanos regresen a la Luna, empezarán a probar sistemas para trabajar sin el apoyo desde la Tierra; las comunicaciones tendrán un retraso de 20 minutos, así que los astronautas que vayan a Marte estarán solos ante las emergencias. Y deberán aprender a afrontar problemas poco épicos, pero muy importantes, como el incordio de un polvo lunar cargado negativamente que se pega sin piedad en todas partes. Entretanto, los pequeños y grandes satélites seguirán transformando el mundo. Ahora hay más de 8.000 en órbita, pero se prevé que al final de la década se superen los 100.000. En la Tierra, la situación política internacional puede ralentizar un desarrollo del espacio en el que cada vez pesa más la iniciativa privada, pero también puede pasar lo contrario. Los años en los que la tecnología espacial se desarrolló con más rapidez fueron también aquellos en que la humanidad estuvo más cerca de destruirse.

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