¿Es el turismo espacial insultantemente obsceno?

Ni un dólar de los 200 millones que se dice que ha invertido el millonario Jared Isaacman en su viaje se ha quedado en el espacio

Jared Isaacman comunica con la Tierra durante su viaje espacial el pasado 17 de septiembre.HANDOUT (AFP)

El vuelo que realizaron hace unos días cuatro turistas espaciales, comandados por el millonario Jared Isaacman —esto sí que es un vuelo turístico de verdad, sobre todo comparado con los “saltos de pulga” de Jeff Bezos y Richard Branson— ha vuelto a poner sobre el tapete la legitimidad de semejantes aventuras. Si no desde un punto de vi...

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El vuelo que realizaron hace unos días cuatro turistas espaciales, comandados por el millonario Jared Isaacman —esto sí que es un vuelo turístico de verdad, sobre todo comparado con los “saltos de pulga” de Jeff Bezos y Richard Branson— ha vuelto a poner sobre el tapete la legitimidad de semejantes aventuras. Si no desde un punto de vista legal (todo el mundo tiene derecho a gastar su dinero como más le plazca), sí desde una perspectiva ética.

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Estos días se han multiplicado las opiniones de detractores de este tipo de actividades. Las más frecuentes, las que claman por el derroche de esos fondos que podrían contribuir a aliviar otras necesidades más perentorias. Es un argumento recurrente ya desde los primeros vuelos espaciales y, en especial, de las expediciones a la Luna. Por qué ese desperdicio de fondos fuera de la Tierra, habiendo tantas necesidades en nuestro planeta.

Todas esas opiniones, muy respetables, obvian un hecho innegable. Ni un dólar de los 200 millones que se dice que ha invertido Isaacman en su viaje se ha quedado en el espacio. Como no se quedó en la Luna, hace medio siglo. Todo ese dinero se ha invertido en la Tierra, en ensamblar equipos de técnicos y especialistas que lo han hecho posible, en fábricas que han construido cohetes y cápsulas (que, por cierto, también se recuperan), en universidades que han aportado las bases teóricas de los viajes y en miles y miles de profesionales, de mayor o menor cualificación, que han intervenido en esta aventura. La industria espacial estimula y absorbe ingentes cantidades de talento.

En cierta ocasión, se dice que alguien preguntó al ingeniero aeronáutico Wernher von Braun: “¿Para qué nos va a servir ir a la Luna?”. “A usted, señor, no lo sé, pero a mí me permite vivir bastante bien”, respondió. Si ignoramos la ironía de la respuesta, el argumento era muy válido: 400.0000 personas –muchísimos, técnicos de primer nivel- intervinieron en el programa Apolo. Semejante concentración de conocimiento debería considerarse parte intangible del tesoro nacional de cualquier país y quizás sea lo que diferencia a los países punteros de los que prefieren ir a remolque.

¿Pero es el turismo espacial una actividad obscenamente extravagante? Quizás valdría la pena echar la vista atrás e intentar sacar lecciones de la historia.

En los años 20, acabada la primera guerra mundial, docenas de jóvenes pilotos licenciados y sin empleo, encontraron un medio de vida en los “circos volantes” que recorrieron el medio oeste americano (y también varios países europeos). Arañaban cinco dólares de aquí y de allá ofreciendo bautismos del aire a lugareños que nunca habían visto un avión. Y también idearon números más arriesgados: Estrellar su aparato contra un granero, jugar al tenis sobre las alas, colgar de un trapecio o pasar de un avión a otro en pleno vuelo. Arriesgados números de circo sin más trascendencia que entretener –y atemorizar- al respetable.

Antes de cruzar el Atlántico en solitario y convertirse en una leyenda, Charles Lindbergh había sido uno de aquellos pilotos trotamundos

Los circos volantes desaparecieron cuando el Gobierno federal emitió normativas muy estrictas para garantizar la seguridad de los vuelos. Para entonces, aquella moda había evolucionado dando lugar a los servicios de correo aéreo; después, las líneas de transporte de pasajeros de corto recorrido. Y también logros que parecían imposibles. Antes de cruzar el Atlántico en solitario y convertirse en una leyenda, Charles Lindbergh había sido uno de aquellos pilotos trotamundos.

A finales de los años veinte, la aparición de aviones de fuselaje metálico con capacidad para una docena de pasajeros hizo que el transporte aéreo se convirtiera en una empresa potencialmente rentable. Aparecieron las primeras aerolíneas, al principio en manos privadas, pero algunas serían financiadas y absorbidas por los propios estados. Pan Am adquirió relevancia al ofrecer conexiones entre Estados Unidos y Sudamérica; otras como Imperial Airways llegaron a establecer el trayecto más largo que unía Londres con Brisbane via Delhi y Bangkok. Aunque al principio los clientes eran sobre todo personal administrativo de las colonias, en pocos años, el número de pasajeros transportados se contabilizaba no en centenares sino en cientos de miles.

Salir de la Tierra siempre será caro. Pero es difícil imaginar cuál puede ser su desarrollo futuro

Probablemente el turismo espacial nunca alcanzará semejante popularidad. Salir de la Tierra siempre será caro. Pero es difícil imaginar cuál puede ser su desarrollo futuro. Elon Musk quiere colonizar Marte y convertir así al hombre en una especie multiplanetaria; un sueño todavía muy lejano. Más factible parece una evolución de las cápsulas especiales para adaptarlas a viajes de largo recorrido. Los antípodas estarían así a 45 minutos de vuelo. Por supuesto, tampoco sería un billete barato, pero ¿alguien recuerda lo que costaba un viaje trasatlántico en los Clippers de Pan Am de los años treinta, con la cena servida en vajilla de porcelana y cubiertos de plata? Comparémoslo con el precio del mismo viaje hoy en una aerolínea de bajo coste (aunque, es cierto que la clase turista actual no suele incluir cenas a bordo de tres platos y postre)

Entretanto, el debate está centrado en qué trato fiscal debería aplicarse a los millonarios encaprichados en dar un paseo por el espacio. ¿Deberían gravarse con unos impuestos casi confiscatorios, como corresponde a tales excentricidades? La primera intención es que sí; pero muchas voces se oponen: es un error poner dificultades al desarrollo de una industria ahora en pañales, pero que puede cambiar el mundo. Tiempo habrá para ello cuando –y si- tomar un cohete hasta Australia se convierte en algo tan común como utilizar el puente aéreo.

Rafael Clemente es ingeniero industrial y fue el fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona (actual CosmoCaixa). Es autor de ‘Un pequeño paso para [un] hombre’ (Libros Cúpula).

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