¿Es necesaria una mayor cultura biológica en nuestras sociedades?

No es raro que el aislamiento en entornos urbanos haya conducido a un ensimismamiento excesivo en lo humano en detrimento del resto del mundo vivo

Vista de un edificio que se asoma por encima de la boina de contaminación que cubre los alrededores de la ciudad bosnia de Sarajevo, una de las que más posee más contaminación del aire en el mundo, con un índice de calidad del aire (ICA) de 164.EFE

En las entrevistas a los científicos nunca falta una pregunta, que no les hace mucha ilusión, pero que tiene el mérito de que cualquier ciudadano la suscribiría: “¿Y esto para qué sirve?”. Las disciplinas en que subdividimos tradicionalmente a la ciencia nos ayudan a comprender diferentes facetas de la realidad. Por ejemplo, la física nos permite entender los fenómenos naturales. Sobrevolando todas las parcelas de conocimiento, la filosofía nos ayuda a pensar y argumentar, y el resto de las humanidades a comprender la condición humana y sus manifestaciones, individual y colectivamente. Pero ¿y...

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En las entrevistas a los científicos nunca falta una pregunta, que no les hace mucha ilusión, pero que tiene el mérito de que cualquier ciudadano la suscribiría: “¿Y esto para qué sirve?”. Las disciplinas en que subdividimos tradicionalmente a la ciencia nos ayudan a comprender diferentes facetas de la realidad. Por ejemplo, la física nos permite entender los fenómenos naturales. Sobrevolando todas las parcelas de conocimiento, la filosofía nos ayuda a pensar y argumentar, y el resto de las humanidades a comprender la condición humana y sus manifestaciones, individual y colectivamente. Pero ¿y la biología? ¿De qué puede servir a un emprendedor, un policía, o un comercial recordar que nuestra especie es una de los varios millones que se estima existen actualmente en el planeta ―de todos los tamaños, formas y estrategias vitales imaginables, que luchan, como nosotros, para sobrevivir, dispersarse y trasladar los genes de sus antepasados a sus descendientes? ¿Qué aporta a nuestra existencia saber que ahí afuera hay un inmenso mundo vivo entrelazado por miríadas de interacciones?

En primer lugar, hay razones de índole práctica. Hay una inmensidad de conocimientos biológicos que vienen haciéndonos la vida más fácil desde los inicios de nuestra especie. Mirar con detenimiento a otras especies ha inspirado avances tecnológicos como el helicóptero o determinadas superficies con adherencia extrema debida a estructuras minúsculas. Hay conocimientos que se han ido abriendo paso en la sociedad, por su evidente peso, como la importancia del microbioma que habita en nuestros cuerpos, o por su incontrovertida veracidad, como que el yogur más que caducar, lo que hace es acidificarse más. Otros conocimientos, en cambio, se han impuesto a la fuerza para ayudarnos a afrontar crisis como la presente pandemia. Es el caso de las vacunas, cuyos tipos, acción y efectos además de otros temas relacionados ―las zoonosis, la PCR, la inmunidad de rebaño― hemos conocido en poco tiempo a un nivel de detalle impensable en épocas normales. Hay aplicaciones de enorme utilidad en la biología que, sin embargo, tardan en ser aceptadas en nuestro imaginario colectivo. Por ejemplo, en todo lo que se refiere a los organismos modificados genéticamente ―y en general a toda la biotecnología― un conocimiento ciudadano más preciso nos ayudaría a adoptar posturas más fundadas. Dicen los estudiosos de la educación que las tomas de decisiones de los ciudadanos no solo deben estar influidas por valores, también por conocimientos. Cuidar nuestro entorno vital ―no solo el individual, sino el de toda nuestra especie, esto es, el planeta― parecería una actitud pragmática y sin embargo darnos cuenta de nuestra negligencia ambiental está requiriendo décadas. Una cultura biológica ciudadana adquirida desde la infancia está ya, de hecho, ayudando a que muchos jóvenes afronten los retos de sostenibilidad y medio ambiente mucho más seriamente que hace solo dos décadas. Ser conscientes de la abrumadora cantidad de beneficios que el mundo vivo nos proporciona cada día puede ser un buen estímulo para apreciar la utilidad de la biología para el ciudadano. Y puesto que hablamos de utilidad, ponerle precio a los beneficios que nos proporciona puede ser elocuente para quienes piensan que la economía es lo más importante. El valor anual de los llamados servicios ecosistémicos superaría la suma de los PIB de todas las naciones según los cálculos del economista Robert Constanza, en 1997.

¿De qué puede servir a un emprendedor, un policía, o un comercial recordar que nuestra especie es una de los varios millones que se estima existen actualmente en el planeta?

Pero también hay razones más bien filosóficas para defender que la biología forme parte de nuestra cultura de forma más integral. Tener interiorizada una historia realista de la especie humana por comparación con la que hemos aprendido de relatos religiosos durante varios milenios fue un buen punto de partida. Más allá de esto, reflexionar sobre lo que hay en el mundo vivo al margen de nuestra especie nos ayuda a huir de las interpretaciones claras, simples y erróneas de la realidad, a las que se refería el periodista norteamericano Henry Mencken. Buscar una explicación simple es una tentación demasiado grande para nuestros perezosos cerebros, como explicaba el Nobel Daniel Kahneman en su libro Pensar rápido, pensar despacio. Todo es diversidad en el mundo vivo porque cualquier cambio que acontece en un lugar y momento de la evolución es susceptible de quedarse si ayuda a sobrevivir y dejar descendientes; y ello hace que existan pocas leyes biológicas universales, aunque muchas regularidades. La escasez de verdades absolutas puede servir de lección para las sociedades que a menudo manejan modelos simples y cerrados o perciben la realidad en blanco y negro.

Y, en fin, hay muchas otras lecciones inspiradoras de la biología que pueden tener un efecto en nuestras vidas. El darwinismo más genérico ―el de los pequeños cambios que, acumulados, conducen a grandes transformaciones a las que aludía Richard Dawkins en su libro Escalando el Monte Improbable― puede ser una metáfora de los cambios en los individuos y sociedades humanas. Caer en la cuenta de que posturas que creemos ideológicas tienen una fuerte base biológica es pedagógico; por ejemplo, que el temor a los cambios puede tener que ver con el que estos implican un peligro potencial para los animales. Entender que no todo es educación en la personalidad del individuo ―la tabula rasa que permaneció durante décadas como un dogma en la psicología― sino que nuestra genética nos condiciona también, evitaría angustias. Comprender el sentido adaptativo de que existan individuos de comportamientos muy dispares dentro de cada especie es esclarecedor. Interiorizar que mientras que nuestro pensamiento asociativo, simbólico y causal es potente, nos es difícil en cambio pensar estadísticamente, nos ayudaría a tomar mejores decisiones, por ejemplo, ante los improbabilísimos efectos adversos de las vacunas. Saber algo más de la determinación del sexo, el conocido sistema cromosómico X/Y, nos ayudaría a aceptar la normalidad de las identidades de género intermedias o alternativas. Como resume el médico y genetista Siddhartha Mukherjee en su libro El Gen. Una historia personal, el género es el resultado de una cascada de procesos genéticos y de desarrollo en cuya cima está un gen (SRY), pero cuyo resultado final depende de modificadores, integradores, instigadores e intérpretes que actúan después. Comprender el sentido evolutivo y el motor de las enfermedades infecciosas te acerca a la realidad. Entender por qué nuestra especie necesita socializar o por qué envejecemos o, simplemente, ser conscientes de que somos primates, nos da pistas para mirar con una perspectiva más amplia nuestros comportamientos (y los de los demás), nos ayuda a comprenderlos, y eso es siempre un buen principio.

El devenir de las sociedades desde la revolución industrial ha llevado aparejado un éxodo gradual desde los entornos rurales a los urbanos o, lo que es lo mismo, desde ambientes en los que el conocimiento empírico del medio natural es imprescindible para sobrevivir, hasta las ciudades

¿Cuáles pueden ser las causas del posible déficit de cultura biológica ciudadana al que se refiere este artículo? El devenir de las sociedades desde la revolución industrial ha llevado aparejado un éxodo gradual desde los entornos rurales a los urbanos o, lo que es lo mismo, desde ambientes en los que el conocimiento empírico del medio natural es imprescindible para sobrevivir, hasta las ciudades, concebidas como islas exclusivas donde nuestra especie se aísla y minimiza el contacto con otras. Por eso, no es raro que el aislamiento en entornos urbanos haya conducido a un ensimismamiento excesivo en lo humano en detrimento del resto del mundo vivo. Tampoco extraña que haya tendencias opuestas, centrífugas, que llevan a algunos urbanitas a desplazarse en sentido contrario en busca de una vida en entornos naturales donde unas prioridades y valores vitales reajustados pueden mejorar la calidad de vida. El avance impresionante del conocimiento en biología logrado en el siglo XX, tanto en sus mismas claves ―por ejemplo, la estructura del ADN y el código genético― como en aplicaciones médicas ―los antibióticos o las terapias génicas―, debería haber contribuido más a abrir las puertas de la cultura ciudadana a la biología. Si no lo ha hecho ya, el que diversos factores pueden ayudar a reducir tal déficit —como el crecimiento de la apreciación del medio natural que va asociado al deterioro ambiental del planeta, el avance de los conocimientos científicos y, por qué no, pandemias como la que tenemos encima— hace pensar que el espacio de la biología en la cultura aumentará en el futuro.

Gonzalo Nieto Feliner es biólogo, profesor de investigación del CSIC y exdirector del Real Jardín Botánico.

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