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Eleeciones Chile
Tribuna
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Un lenguaje común para las derechas

La subsidiariedad puede ser el lenguaje en el que se encuentren las distintas derechas en su diversidad. Es un principio lo suficientemente robusto para orientar y lo suficientemente flexible para adaptarse

José Antonio Kast se convertirá en presidente este domingo y lo hará como el mandatario más votado en la historia de Chile. Es decir, el Gobierno de emergencia comenzará con un gran respaldo, al menos para enfrentar las tareas que Kast ha propuesto como prioritarias: seguridad, inmigración y crecimiento económico.

Republicanos no puede gobernar en solitario, no le alcanza la gente. Kast necesita a la UDI, a RN, probablemente a Evópoli y, si toma en serio la propuesta de Eduardo Frei, necesita tender puentes aún más amplios. Aunque hay convergencias entre todos ellos respecto a las prioridades, la convivencia no se dará espontánea ni fácilmente, menos cuando haya que enfrentar problemas que están fuera del ámbito de la emergencia. ¿Cómo se comunican fuerzas que no necesariamente comparten un vocabulario programático?

Ese lenguaje articulador podría ser la subsidiariedad. Para que sea posible, debemos descartar la caricatura que rodea este principio: no se trata simplemente de responder con soluciones de mercado a los problemas públicos, de dejar hacer. Por el contrario, es un criterio de discernimiento, una manera de entender la sociedad y tomar decisiones en función de esa comprensión. Su punto de partida es reconocer que la sociedad se estructura y organiza a través de diversas formas asociativas. Algunas de ellas son espontáneas y otras requieren de organización más consciente —como un partido político, una empresa, una asociación de funcionarios. A través de ellas, no solo se organiza la sociedad y se solucionan problemas; es a través de nuestra participación en esas comunidades que encontramos sentido en la vida social. Es por eso que tienen una dignidad propia que merece ser protegida y contar con condiciones propicias para su despliegue. En ese esquema, el Estado debe secundar, acompañar, auxiliar, habilitar y suplir cuando la sociedad civil no puede. La pregunta, en rigor, no es qué hace el Estado, sino cómo se articula la sociedad civil para organizar la vida en común, desde sus manifestaciones fundamentales, como la familia, hasta formas más abstractas como el mercado.

Este principio no entrega respuestas definitivas. La lógica de la subsidiariedad es la de una política de la prudencia por sobre el dogma: la capacidad de discernir lo correcto para el caso concreto, sin imponer un programa abstracto sobre la realidad. Por eso, es compatible con múltiples formas de Estado, no con un modelo único. La subsidiariedad ofrece un criterio orientador, no una receta: fortalecer a la sociedad civil, habilitar a las personas, que el Estado actúe donde otros no pueden —pero con el objetivo de restablecer la autonomía, no de perpetuar la dependencia. La dignidad humana opera como piso de la actuación del Estado, pero también como techo. Nada impide, por cierto, que esa actuación sea permanente cuando el vacío también lo es, sobre todo cuando se requiere suplir algo que atiene directamente la dignidad humana.

Este principio tiene un largo acervo filosófico. La Doctrina Social de la Iglesia lo sistematizó, aunque sus orígenes —como retrata el excelente libro El Estado subsidiario de Chantal Delsol (IES, 2021)— han sido parte de las discusiones más importantes de la filosofía política. Tiene la ventaja, también, de estar presente en la identidad de Republicanos y de la UDI, partidos que lo tienen en su ideario fundacional y debieran rescatarlo para su acción política. Además, es compatible con las corrientes que conviven en RN y la sensibilidad que buscaba representar Evópoli. La subsidiariedad, en su versión no caricaturizada, es también el lenguaje de la democracia cristiana europea y de sectores socialcristianos. Si el gobierno de Kast quiere tender puentes —como sugiere la oferta de Frei—, este vocabulario habilita conversaciones que otros lenguajes clausurarían, como el de la guerra cultural.

Pero la subsidiariedad no solo articula a la derecha tradicional. Puede conectar con el votante de Parisi, ese electorado que todavía no terminamos de entender pero que tiene una crítica fuerte a las élites políticas y económicas. Una aproximación subsidiaria no promete asistencialismo —que ese electorado parece rechazar—, pero tampoco abandono. Promete un Estado que habilita, que acompaña, que no se mete donde no lo llaman pero que aparece cuando se lo necesita; no suena a amenaza de abandono ni a indiferencia. El individuo tiene derecho a su acción.

Kast necesita construir una coalición. Y una coalición necesita más que objetivos orientados a resolver las urgencias: necesita un lenguaje que ofrezca respuestas —prudentes, no dogmáticas— para el Chile que viene después de la emergencia. La subsidiariedad puede ser el lenguaje en el que se encuentren las distintas derechas en su diversidad. No porque sea una fórmula mágica, sino porque es un principio lo suficientemente robusto para orientar y lo suficientemente flexible para adaptarse. Si las derechas chilenas logran articularse en torno a él, tendrán algo más que un mandato de emergencia: tendrán un horizonte que, eventualmente, permita que todas convivan con cierta armonía.

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