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Ausencia de ilusión en Chile

La bronca y el miedo son los grandes protagonistas de estas elecciones presidenciales mientras pasan a un segundo plano los proyectos colectivos

Cuatro años después de que Gabriel Boric llegara al Gobierno representando a una nueva generación política de izquierda que apenas una década antes irrumpió formando parte de un movimiento estudiantil que cuestionaba la política de acuerdos de la Concertación, exigía fin al lucro, educación gratuita y de calidad, y una nueva Constitución, Chile enfrenta un proceso eleccionario donde las inquietudes en juego son radicalmente distintas.

A fines de 2021, cuando Boric resultó electo, el país venía saliendo de un estallido social de proporciones y, pandemia mediante, se hallaba inmerso en un proceso constituyente. De los 155 convencionales elegidos para confeccionar una nueva Constitución, apenas 33 eran de derecha. Los principales temas de conversación pública eran los derechos sociales (pensiones, educación, salud, vivienda), las exigencias ecológicas, los derechos de las mujeres, de las minorías, de los indígenas y otras diversidades culturales. De todo eso no queda nada. Hoy el debate se halla concentrado en torno a la seguridad y el crecimiento económico. Cómo controlar la delincuencia, el crimen organizado y la migración, a la que se vincula directamente con los dos fenómenos anteriores, siempre a partir de medidas punitivas. Y en lo que respecta a potenciar la productividad, hemos pasado del reto de la innovación y la pregunta por cómo aprovechar mejor nuestros recursos humanos y naturales en estos tiempos de revolución tecnológica, a despreciar toda participación del Estado y postular sin contrapesos la desregulación como receta para salir del pantano.

El rechazo rotundo a la propuesta constitucional de la primera Convención -hubo una segunda liderada por los republicanos de José Antonio Kast igualmente despreciada, pero de esa no se acuerda nadie- le puso una lápida, hasta nuevo aviso, a la discusión sobre el tipo de comunidad a la que debíamos aspirar. Sus desmesuras desprestigiaron el debate, aunque convengamos que en todo Occidente las propuestas progresistas pasan por un pésimo momento. Perdieron su tracción, diría un politólogo; su encanto, un publicista; su filiación social, un sociólogo; su credibilidad, un ciudadano cualquiera.

Desde comienzos del siglo XX hasta nuestros días, en Chile han sido elegidos de manera democrática solo dos presidentes estrictamente de derecha: Jorge Alessandri (1958-1964) y Sebastián Piñera (2018-2022, 2010-2014). Ambos empresarios y en el caso de Piñera una rara avis en su sector porque no apoyó la dictadura pinochetista, como sí hizo todo el resto. El centro –representado esencialmente por la Democracia Cristiana–, salvo avanzada la Unidad Popular, siempre se alió más cómodamente con la izquierda que con la derecha. Así sucedió antes y durante todo el periodo concertacionista. Hoy ese partido, por décadas el más grande de Chile, apenas existe. Todas las encuestas del último tiempo coinciden en una clarísima derechización del electorado. La suma de los candidatos que representan a ese sector (Kast, Kaiser y Matthei, los tres de ascendencia alemana) prácticamente duplica las preferencias por Jeannette Jara, la candidata de la coalición de partidos de izquierda. Todos ellos fueron partidarios de Augusto Pinochet, y solo Evelyn Matthei condena las violaciones a los derechos humanos en la dictadura, aunque su intento por conquistar el voto duro la ha llevado a matizarlas. Los otros dos han manifestado incluso su voluntad de indultar a torturadores como Miguel Krassnoff Martchenko, que suma condenas por casi 1100 años de cárcel por sus crímenes de lesa humanidad.

Es tan exagerado y atemporal sostener que estos postulantes de derecha amenazan con desmantelar la institucionalidad democrática como creer que Jara, por militar en el Partido Comunista, desea la dictadura del proletariado. Los candidatos de derecha, sin embargo, compiten por quién promete medidas más duras en contra de los migrantes y de los delincuentes, como si fueran los mismos y, en lugar de personas, se tratara de escorias. El nivel de deshumanización en los discursos es altísimo y por momentos las ganas de mostrar determinación se confunden con la crueldad. No solo ofertan cerrar fronteras, minarlas, militarizarlas, sino también salir de cacería. Sus propuestas, lejos de aspirar a domeñar los peores instintos para darles conducción, optan por amplificarlos, como si entender los temores y las rabias consistiera en ponerlas en escena de manera bestial. Han detonado una competencia por demostrar quién es más duro, más impío, más drástico. De debatir sobre cómo mejorar la educación pasamos a cómo fortalecer la represión; de los liceos a las cárceles; de los esfuerzos por incluir a la promesa de marginar; de querer comprender a la pasión por condenar. La cultura, la intelectualidad, el arte, no han tenido espacio en estas campañas. Es cierto que no se vive de poesía, pero es muy triste hacerlo sin ella.

Veremos qué sucede el domingo. Lo más probable es que veamos el cierre de un ciclo político. Los partidos en torno a los cuales ha orbitado nuestra historia reciente terminarán de perder su centralidad. Cuesta ver proyectos aglutinantes. Son muy pocos los entusiasmados a favor de alguna de las opciones. Abundan los que votarán contra algo y escasean quienes lo harán a favor. Los más, contra el fantasma del comunismo, la continuidad, la inseguridad, la incertidumbre y el desorden, otros contra la amenaza autoritaria. La bronca y el miedo son los grandes protagonistas de estas elecciones. No los proyectos colectivos. También la desilusión.

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