No hay desarrollo sin redistribución: el gasto fiscal como pilar social en Chile
Sin una redistribución efectiva, el desarrollo se vuelve un espejismo: una promesa que brilla en las cifras macroeconómicas, pero se desvanece en la vida cotidiana

En América Latina, las paradojas son casi parte del paisaje regional. Es una región rica en recursos, talento humano y energía creativa, pero es también la más desigual del planeta. Dos personas concentran tanta riqueza como 334 millones de latinoamericanos; paralelamente, millones de familias sobreviven en la precariedad, empujadas por un modelo económico que genera crecimiento, pero no justicia.
Chile no escapa a esta paradoja. Es una de las economías más estables de la región y, a la vez, una de las más desiguales de la OCDE: el 1% más rico concentra una parte desproporcionada del ingreso nacional. Esta brecha no es una anomalía o un comportamiento esperable del mercado, sino que es el resultado de decisiones políticas que responden a un sistema fiscal regresivo, de exenciones que benefician al capital y una estructura tributaria que grava más al consumo que a la riqueza.
Recientemente, desde Rumbo Colectivo hemos publicado el informe Así recauda Latinoamérica: reflexiones sobre justicia fiscal y redistribución desde América Latina y el Caribe, donde sostenemos que la desigualdad en la región no es un accidente, sino una arquitectura cuidadosamente planificada y sostenida políticamente. Los Estados latinoamericanos han sido moldeados para recaudar y redistribuir poco, dejando al gasto público la misión imposible de compensar un modelo estructuralmente injusto.
Chile, en particular, ha logrado avances notables en cobertura de servicios públicos —educación, salud, seguridad social—, pero sigue mostrando un déficit en progresividad fiscal. En otras palabras, el Estado chileno sí invierte, pero no recauda lo suficiente para ampliar aún más su capacidad social. Más de la mitad de los ingresos públicos provienen de impuestos al consumo (IVA) o de los ingresos (impuestos a la renta), lo que implica que los hogares de menores ingresos aportan, proporcionalmente, mucho más que los millonarios de nuestro país.
Surge entonces, una pregunta que atraviesa nuestro escenario político y nuestra reflexión como fundación: ¿puede un país avanzar sin redistribuir? La respuesta, a la luz de la evidencia regional y nacional, es un rotundo no. Ningún modelo de desarrollo puede sostenerse sobre la desigualdad permanente.
En este contexto electoral, el debate chileno ha vuelto a girar en torno al gasto público, en especial con las recientes declaraciones del candidato presidencial José Antonio Kast. Su equipo económico ha anunciado un ajuste fiscal de US$21.000 millones en cuatro años, luego de una fase inicial de recorte de US$6.000 millones en 18 meses. Según declaraciones, “no se tocará ningún gasto social” y los recortes se harán por “malos gastos” o “ineficiencias”, pero tal como alerta el exministro Mario Marcel, más del 85% del presupuesto público ya está legalmente comprometido. Reducirlo sin eliminar o recortar derechos sociales es prácticamente imposible.
La relevancia de este tipo de declaraciones respecto de la noción de justicia fiscal que tenemos como sociedad reduce los derechos sociales y garantías estatales sólo a números. La idea de que el aparato gubernamental y público pueda disminuir su alcance y trabajo sin consecuencias sociales es un error conceptual desde la matriz: no hay que confundir gasto con despilfarro. En Chile, el gasto fiscal financia desde las pensiones universales hasta los hospitales, las universidades estatales y los subsidios habitacionales. Es el sostén silencioso del pacto democrático en el que nos orgullecemos vivir.
Los ajustes masivos sin una lógica redistributiva no son reformas técnicas o en pos de potenciar la correcta utilización de los recursos, son decisiones políticas con impactos humanos directos. Cuando se reduce el gasto en nombre de la eficiencia, sin una lógica redistributiva, aumenta el riesgo de retroceder en bienestar social y cohesión, como hemos visualizado en nuestro país vecino, Argentina, en donde los que terminaron pagando son los mismos de siempre: trabajadores, estudiantes, pensionados y pequeñas empresas.
La propuesta de Kast confía en que el sector privado llenará el vacío que deje el Estado, generando inversión y crecimiento. Pero el economista Guillermo Larraín advierte que el paquete de recorte equivale a retirar cerca de 2,6% del PIB en un corto periodo, lo que podría desacelerar la economía y elevar el desempleo. En un país con alta desigualdad y bajo crecimiento, agregando el complejo escenario global actual, es una apuesta no solo riesgosa sino irresponsable.
La historia latinoamericana ofrece lecciones nítidas. En las últimas décadas, los países que avanzaron en justicia fiscal son los que ampliaron su base tributaria, gravaron las rentas altas y coordinaron esfuerzos regionales contra los paraísos fiscales. Allí donde la política fiscal se entendió como una política de derechos, la democracia ganó estabilidad y legitimidad.
Para Chile, mirar al sur no significa copiar recetas, sino aprender de quienes han comprendido que la justicia fiscal es el corazón de la democracia. En un momento en que se vuelve a glorificar el recorte y se desconfía del Estado, conviene recordar una verdad elemental: no hay desarrollo sin redistribución. El gasto público no es un obstáculo para el crecimiento, es su condición.
Sin una redistribución efectiva, el desarrollo se vuelve un espejismo: una promesa que brilla en las cifras macroeconómicas, pero se desvanece en la vida cotidiana.
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