Volver a la inocencia
Definitivamente, no es llegar y aceptar una denuncia como si fuese la verdad: es posible que lo sea, pero hay que demostrarlo
Desde hace más de un mes y medio, el Gobierno del presidente Gabriel Boric se debate desesperadamente en medio de una crisis. Y se entiende: a mediados de octubre, el subsecretario del interior y hombre fuerte de la seguridad pública, Manuel Monsalve, renunció a su cargo debido a una denuncia por violación por parte de una de sus subordinadas. Un escándalo de proporciones y con todas sus letras, como suele ocurrir en este tipo de casos que involucran a autoridades de alto rango (pensemos solamente en el bullado caso del presidenciable Dominique Strauss-Kahn en Nueva York, en mayo de 2011, cuyo involucramiento en una posible violación le costó su carrera política).
No es interesante detenerse en la cronología de los hechos escabrosos que han marcado el caso Monsalve. Tampoco enseña mucho (salvo para las escuelas de periodismo y las agencias especializadas en gestión de crisis) enumerar la larga lista de errores de comunicación política en la que incurrieron desde el presidente Boric hasta varios de sus ministros. En este escándalo hay una hebra que es muy importante tomar en serio, ya que está contribuyendo a alimentar a los actores más interesados por desatar una guerra cultural contra el progresismo en general, y el mundo woke en particular: llamaré a esta hebra el “principio de creencia previa”.
Lo que este escándalo consagró -a lo menos por un tiempo- fue el imperativo de creer a cualquier precio la denuncia de una mujer cuando lo que está siendo denunciado es una violación. Las razones sobraban, al operar como residuos (la expresión proviene de la literatura sobre movimientos sociales) de la exitosa movilización feminista en Chile de 2018. Esa movilización fue tan potente que fue en este país del mundo en donde se inventó un repertorio de acción colectiva –”El violador eres tú”, promovido por el colectivo de Las Tesis. De allí proviene esa ola de reformas de protocolos de conducta en empresas, gobiernos y universidades para impedir que la dominación masculina se traduzca en violencia sexual y patriarcal.
Es entonces en este contexto que cabe entender el caso Monsalve.
Pues bien, hace un puñado de días, el abogado del presidente Gabriel Boric hizo pública la denuncia de una mujer por una forma de abuso en la que habría incurrido el mandatario hace 10 años atrás. Rápidamente, el caso adoptó visos de escándalo por las formas legales que fueron utilizadas: lo relevante y sorprendente es que, en un puñado de días, se produjo un convencimiento colectivo de que la denuncia carecía de fundamentos.
Era el inicio del fin de una muletilla: “amiga, yo te creo”.
Por si fuera poco, por estos días se supo que un destacado jurista, Carlos Carmona (quien fue director jurídico del ministerio Secretaría General de la Presidencia en los 90, miembro del Tribunal Constitucional y un destacado profesor de derecho de la Universidad de Chile), fue contratado por ese ministerio como consultor externo para elaborar un informe en derecho. Las reacciones no se hicieron esperar: la asociación de funcionarios de la cartera y una diputada (Emilia Schneider) cuya única especialidad es la denuncia de este tipo de situaciones hicieron ver (y sentir) el malestar que esta contratación producía en algunos sectores del oficialismo.
Todos estos casos plantean varias preguntas y no pocas lecciones.
En primer lugar, el movimiento feminista fue muy exitoso en instalar, tanto en la conversación social como en el campo legal, la importancia de que la justicia tome conciencia de los prejuicios que operan al momento de emitir fallos: es en este sentido que hay que entender y tomar muy en serio los dichos de la diputada frenteamplista Lorena Fries (“La justicia sin perspectiva de género no es justicia”). En este punto, la diputada tiene toda la razón, y bien podría quedarse corta en su argumentación, ya que conocemos -desde los artículos seminales de Kimberle W. Crenshaw de 1989 y 1991- cómo los jueces pueden impartir justicia de modo sesgado, ignorando la intersección de dos o más principios de dominación que hacen, por ejemplo de una violación una experiencia única e intolerable para una mujer que, además es negra.
En segundo lugar, y sin contradicción, hemos tenido que atravesar por todo este tipo de situaciones no solo para que la experiencia de las mujeres violentadas por delitos sexuales sea tomada en cuenta, sino también para volver al principio de la presunción de inocencia. Definitivamente, no es llegar y aceptar una denuncia como si fuese la verdad: es posible que lo sea, pero hay que demostrarlo.
En tercer lugar, personas que fueron sancionadas por acoso o abuso sexual, ¿tienen el derecho de redimirse? Si el castigo fue administrativo o legal y se cumplió, ¿hasta qué punto es aceptable que la sanción se prolongue como sanción política, que es precisamente lo que busca la diputada Schneider?
Me parece que en estas materias hay límites que no se pueden sobrepasar… a menos de abogar por formas de muerte en vida.
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