Nelly Richard: “A cinco años de la revuelta, no veo a la izquierda chilena tan dispuesta a revisar críticamente lo acontecido”
Figura referencial de la crítica cultural chilena, la teórica y ensayista lanza ‘Tiempos y modos. Política, crítica y estética’, una colección de ensayos escritos entre 2020 y 2023
En la popular Wikipedia figura como “teórica cultural, crítica, ensayista y académica francesa residente en Chile”, pero Nelly Richard pide expresamente que esta entrevista deje en claro que ni francesa ni franco-chilena: que es chilena, sin más.
Nacida y criada en Francia, estudió Literatura en la Sorbona entre 1967 y 1970, tras lo cual viajó a Chile, donde fijaría su residencia definitiva. Escrutadora del rol del arte bajo la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) y después, la fundadora y directora de la Revista de Crítica Cultural (1990-2008) ha ocupado por décadas un lugar distintivo en el paisaje intelectual y artístico chileno, autora como es de una veintena de libros que dan cuenta de intereses que se abren también a la política, a la memoria y al género. El último se llama Tiempos y modos. Política, crítica y estética (Paidós, 2024).
En una serie de ensayos escritos entre enero de 2020 y noviembre de 2023 habla de colapsos, de cuerpos, de imaginarios. También del pueblo, esa categoría cuya desaparición del léxico político a partir del ‘gana la gente’ del expresidente democristiano Patricio Aylwin (1990-1994) venía Richard denunciando desde hacía largo cuando llegó el estallido social –”la revuelta”–, que a su vez está en el corazón de su último volumen: para refrendar su dimensión emancipatoria, faltaría más, pero sin “renunciar a una cierta autonomía reflexiva que me permitiera formular significados más inciertos (más llenos de suspensiones, dudas e interrogaciones) que los transmitidos eufóricamente por las redes sociales”.
La entrevistada, como el entrevistador, tiene consigo un ejemplar de Tiempos y modos. Cerca de este, junto a un computador, hay un set de libros de consulta aparentemente habitual en estos días (entre ellos Sin miedo, de Judith Butler; ¿La rebeldía se volvió de derecha?, de Pablo Stefanoni, y Melancolía de izquierda, de Enzo Traverso). Todo transcurre en medio de la serenidad que provee el escritorio de su casa en el muncipio de La Reina, en el sector oriente de Santiago de Chile.
Pregunta. ¿Cuál es la “lengua de la crítica” con la que se identifica?
Respuesta. Mi nombre se asocia a la crítica cultural, básicamente por la revista que fundamos en 1990. En ese tiempo, la revista pretendía armar un campo de debate teórico, con críticos e intelectuales, en torno a posdictadura y transición, izquierda, archivos de la memoria, feminismo, pensamiento crítico latinoamericano, arte, literatura, mercado, instituciones, universidad, etc. Y lo de la crítica cultural tiene que ver con un deslizarse entre las disciplinas y un abordar, desde el ensayismo crítico, tanto problemáticas sociales como configuraciones estéticas.
Insisto en lo del ensayismo y del ensayo, porque es el género en el que me reconozco. Y cuando digo ensayo, hablo también de una libertad para jugar con las interpretaciones y, en ese sentido, zafar también de la producción de un conocimiento indexado, tal como rige en las universidades. El ensayismo, que es muy latinoamericano, supone un espacio más fluctuante, más subjetivo, para también desplazarse entre lo político y las poéticas.
P. En los 90 le colgaron la etiqueta de posmoderna. ¿La reivindica?
R. No me reconozco en esa etiqueta. Cuando Fredric Jameson define el posmodernismo como una dominante epocal asociada a un tipo de capitalismo cultural y a un mundo de la imagen, ahí hay un momento teórico clave, pero me parece que lo posmoderno devino una etiqueta banalizadora, muy superflua.
Trabajé 10 años en la Universidad Arcis y aquellos maestros hombres, figuras muy importantes y decisivas de la universidad, que venían de un marxismo que yo llamaría clásico, más ortodoxo, tendían a desacreditar como ‘posmoderna’ cualquier tipo de experimentación en el arte visual, en la literatura, en el pensamiento crítico. ‘Posmoderno’ era una forma de decir ‘despolitizado’.
P. Ciertas ideas posmodernas –que la verdad es una cuestión de perspectiva, por ejemplo–, parecen marcar teorías como la del feminismo queer, al que usted se ha aproximado.
R. Si bien escribí hace unos años un libro sobre teoría queer [Abismos temporales, 2018], mucho antes de que la categoría empezara a circular empecé a escribir sobre travestismo, trabajé sobre el cuerpo homosexual en [la obra de Carlos] Lepe y sobre el cuerpo travesti en la obra de [Juan] Dávila, y después escribí el primer texto sobre las Yeguas del Apocalipsis. Desde un feminismo no esencialista, que reivindico, me interesé en el travestismo como una metáfora de esta ondulación de géneros, lo que hoy se diría no binario. Mi aproximación al feminismo fue siempre no biologicista, en contra del determinismo o del naturalismo sexual -de la mujer como mujer-, sino la problemática de género en relación con ciertas codificaciones de poder.
P. “Ministra, ¿qué es una mujer?”, le preguntaron a viva voz a Irene Montero en la conmemoración del 8-M español, en 2023. ¿Le parece una pregunta pertinente?
R. Por eso digo que hay distintos feminismos. Hay feminismos más esencialistas, más identitarios, donde el ser mujer es un anclaje que sigue siendo relevante. Hay un feminismo deconstructivo, que habla de ‘esencialismo estratégico’: para una movilización como la del mayo feminista de 2018 en Chile, habla de ‘nosotras, las mujeres’; habla de una identidad colectiva, y entonces se usa, pese a saber que la mujer no existe como tal. Está la diferencia entre masculino y femenino, pero cada categoría está atravesada por múltiples diferencias.
Ahí entran distintas cruces de definiciones. Está lo femenino, está la sexualidad, está el género como construcción cultural, y todo eso se va cruzando de distintas maneras. Desde el patriarcado, para decirlo en simple, se trata de esencializar lo femenino, haciéndolo calzar con la mujer. Ahora, a ratos entonces tiene sentido decir ‘yo, mujer’, y por eso es muy importante el ‘esencialismo estratégico’, y ya no decir ‘yo, mujer’, sino ‘nosotras, las mujeres’ como una categoría política, como un vector de confluencia, pero sabiendo que dentro de cada mujer existen múltiples diferencias. Cuando hablo de un feminismo deconstructivo, hablo de una no fijación de las categorías de hombre, ni de mujer, ni de lo masculino-femenino como una sola diferencia y oposición binarias.
P. Decir que una mujer es un ser humano que produce gametos femeninos, ¿es una definición muy estrecha?
R. No estoy diciendo que eso no sea interesante, pero no es lo que yo trabajo: mi abordaje al feminismo es otro. El feminismo deconstructivo –o feminismo posestructuralista, como lo llaman los gringos–, trabaja más sobre las construcciones de discurso en torno a cómo se arman la feminidad y la masculinidad; impugna teóricamente el feminismo ‘primario’ del determinismo sexual.
P. En uno de sus ensayos del libro compara la acción “performática” del feminismo con la violencia “guerrera”, masculina, de la Primera Línea...
R. Es una lectura posible. En la puesta en escena de los cuerpos, o lo que llaman ahora performatividad o performance, me parece que lo del colectivo Las Tesis es interesante, y se puede armar ahí un contrapunto con la Primera Línea. Si bien había mujeres feministas en la Primera Línea [durante el estallido social], diríamos que ahí hay una coreografía del cuerpo a cuerpo, del enfrentamiento, algo más bien masculino, Las Tesis denuncian la represión policial, subvierten el himno de Carabineros, hacen un trabajo paródico-crítico, y a la vez arman un guion colectivizador. Hay una estrategia de signos, que en general es algo que me interesa más que el enfrentamiento aniquilador o destructor de la violencia física.
P. ¿Cómo quiso abordar el estallido social en el libro?
R. En el libro trabajo la revuelta en dos dimensiones: una, como el acontecimiento político-social que fue, que irrumpió de modo completamente explosivo, desencajando enteramente una normalidad político-institucional y social, pero también las narrativas que se fueron construyendo en torno a la revuelta y que la hicieron una figura icónica de la insurrección popular. Y hubo un discurso, en una cierta izquierda que podríamos llamar radical, que le dio a la revuelta el carácter de una insurrección popular que iba a acabar con el neoliberalismo.
P. ¿A eso se refiere cuando habla de la “narrativa glorificadora” de la revuelta?
R. Sí, porque el neoliberalismo no es solamente una doctrina económica o un conjunto de técnicas de gobernanza, sino una fábrica de subjetividades cruzadas por el consumo. Entonces, suponer que una revuelta o cualquier corte abrupto y explosivo pueden terminar de un minuto a otro con todas las cadenas de opresión y explotación, me parece ingenuo. Lo otro que circuló en cierto discurso filosófico fue la tesis de la ‘potencia destituyente’, en que el pueblo ingobernable en las calles habría estado en condiciones de desmantelar todas las maquinarias de poder, y, bueno, no ocurrió así: no sólo los poderes no fueron destituidos, sino que fueron restituidos mediante un cierre autoritario por un rechazo absolutamente drástico [en el plebiscito constitucional de 2022].
Mi otro desajuste de comprensión con cierto discurso dominante en torno a la revuelta tiene que ver con la radicalización de una oposición adentro-afuera: afuera, la calle como el territorio liberado por los cuerpos insurrectos, donde se ansía una verdad de lo popular como lo heroico y combatiente, versus el adentro, que serían la mediación de la política institucional, con sus pactos, sus negociaciones, un territorio contaminado por lógicas de acomodo. Esa dicotomía entre un adentro y un afuera no me convence, porque además no me convencen nunca las oposiciones dicotómicas que no dejan salida.
P. ¿Qué peso tuvo lo subjetivo en esa experiencia colectiva?
R. Si bien la revuelta se expresa en multitudes autoconvocadas, sin dirigencia política reconocible, portando demandas por salud, trabajo, fin a las AFP [ Aseguradoras de Fondos de Pensiones], etc., en un minuto todo esto converge en una especie de significante flotante, que es la asamblea constituyente. Entonces, creo que no eran tanto demandas individuales como demandas colectivas que reivindicaban derechos sociales. Son sujetos amarrados por el neoliberalismo, y a la vez también son sujetos cautivos, digamos, de la estética publicitaria y de la lógica de consumo.
P. ¿No dificulta la comprensión del fenómeno considerar a quienes participan de él exclusivamente como gente amarrada, como víctimas?
R. Bueno, hasta que deciden desamarrarse. Ahora, desde un pensamiento de izquierda, la pregunta sería qué hacer con la revuelta. Porque las revueltas conjugan emociones, pulsiones y pasiones desde el deseo de un mundo más digno. Pero, después del arrebato pulsional y pasional, del grito en la calle, del cuerpo indignado, ¿qué sigue? Recordemos que la firma del acuerdo del 15 de noviembre [de 2019, “por la paz y una nueva constitución”] dividió a la izquierda. A mí me parecía que el proceso constitucional permitía ensamblar la calle con el campo de estructuración de los conflictos, que es la política institucional. Y si bien la izquierda tiene razón en que no estaban las organizaciones sociales y que aparecía como un acuerdo básicamente cupular, ¿cómo habría sido lo otro? ¿En qué unidad de tiempo podrían haberse coordinado asambleas de asambleas?
P. Camino al plebiscito de 2022, usted valoró el proceso constituyente, aunque tomó nota de la “sobreafirmación de lo propio”, del identitarismo de ciertos grupos. ¿Qué le inquietó?
R. Creo que el acuerdo parlamentario y la presión ciudadana hicieron posible un híbrido que era bastante interesante e innovador. ¿Por qué falló? Las causas son múltiples, y achacarle eso a la propaganda del Rechazo y a su eficacia me parece demasiado primario, aun si, por supuesto, los poderes hegemónicos iban a dar una batalla a muerte, más encima tratándose de la Constitución de Pinochet.
Hubo, por ejemplo, una fracción de los constituyentes que pretendieron trasladar desde la calle el ethos de la revuelta, y también estaba la dificultad para que las demandas de reconocimiento de identidad, de lo particular identitario, lograran converger en algún tipo de transversalidad para fabricar un marco de entendimiento más o menos común que diera legitimidad a una propuesta.
Son múltiples las razones y hay que revisarlas, porque el fracaso fue estrepitoso, el mayor que ha sufrido la izquierda en los últimos 50 años. Y a cinco años de la revuelta, no veo a la izquierda tan dispuesta a revisar críticamente lo acontecido, siendo que para mí lo acontecido tras el Rechazo tiene dimensiones de catástrofe.
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