Rozalén alza la voz del compromiso

La cantautora desvela en la Residencia de Estudiantes su visión de la memoria histórica

María Rozalén, durante su actuación, acompañada de una intérprete de signos.KIKE PARA

El día que María Rozalén conoció la historia de su tío abuelo Justo, el único soldado de la Quinta de Biberón de su pueblo que no regresó del frente, sintió un escalofrío correteándole por el espinazo. Y supo que semejante suceso, una de las miles de heridas aún sin cerrar de aquellos años de plomo y odio fratricida, le acabaría susurrando una canción. “He llegado a pensar que me la terminó escribiendo él mismo. Nunca había creído en los espíritus, pero esta vez sentí cosas muy fue...

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El día que María Rozalén conoció la historia de su tío abuelo Justo, el único soldado de la Quinta de Biberón de su pueblo que no regresó del frente, sintió un escalofrío correteándole por el espinazo. Y supo que semejante suceso, una de las miles de heridas aún sin cerrar de aquellos años de plomo y odio fratricida, le acabaría susurrando una canción. “He llegado a pensar que me la terminó escribiendo él mismo. Nunca había creído en los espíritus, pero esta vez sentí cosas muy fuertes”, se sincera la cantautora albaceteña, una de las voces más celebradas y autorizadas de su generación, antes de adelantar anoche su nuevo repertorio en la Residencia de Estudiantes. Todo encajaba entre aquellas paredes que también han sido testigos de muchas páginas relevantes en nuestro devenir del último siglo.

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Justo se ha convertido en una de las piezas de Cuando el río suena…, el tercer álbum de Rozalén, que llegará a las tiendas y los cacharros digitales este viernes. “Me gusta titular mis discos con refranes porque encarnan la sabiduría popular, y en este caso nada mejor para hacer referencia a las habladurías y los tabúes”, se sincera esta mujer de 31 años. Orgullosa de reivindicar sus raíces en Letur, un pueblito en la sierra del Segura, y de aventar secretos familiares que solo se transmitían entre murmullos y al amparo de la clandestinidad. Historias como la de Amor prohibido, que se refiere a los mismísimos progenitores de la cantante. “Sí, mi padre era cura de vocación”, corrobora ella, por si alguien se pierde en los preciosos versos que le confió al poeta Felipe Benítez Reyes. La letra se erige así en metáfora universal sobre los amores difíciles, esos que a cualquiera le han acelerado el corazón sin necesidad de haber lucido sotana.

Aún más sorprendente puede resultar El hijo de la abuela, donde se relata la peripecia de Miguel, un vasco deportado por sus ideales independentistas y al que la policía llegó a vincular con ETA. “Mi abuela le abrió la puerta y le ofreció su casa, una cama y un lugar en la mesa. Acogió a alguien sin prejuicios y ahora es como si tuviéramos familia en Euskadi…”, resume la artista.

Rozalén es consciente de que puede herir susceptibilidades, que a algunos de sus hasta ahora incondicionales quizás les incomoden estos relatos. “En primer lugar, espero que mi familia me siga queriendo…”, exclama medio en broma, pero por si acaso. Y luego admite: “Quería hablar de cosas que no fueran solo amor y desamor. Es un disco en el que me posiciono cuando lo fácil sería acomodarme. En este país siempre tenemos miedo al rechazo, a que te encasillen. Y yo he querido reivindicar la memoria histórica desde el respeto, de manera firme pero nada radical”.

Rozalén desgranó su nuevo cancionero a la caída de la noche y se erigió, allí donde cantó por última vez su adorada Chavela Vargas, en la voz del compromiso. El que le hizo seguir la pista de su tío abuelo Justo. El que le permitió acabar encontrándolo, en compañía de su abuela de 86 años, en una fosa común de Arganda del Rey. “En Psicología aprendí que las fases del duelo no se cierran en el caso de los desaparecidos. Por eso las heridas se tienen que remover. Para que se curen”, concluyó.

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