Opinión

El hundimiento de la casa Pujol

El ‘expresident’ garantizó el control del territorio apache catalán, pero no le faltaron complicidades en las alturas para que imperara el silencio

Jordi Pujol sale de su despacho tras finalizar el registro.Albert Garcia

Por primera vez un juez, José de la Mata, coloca a Marta Ferrusola en el centro del entramado de negocios (por decirlo en forma púdica) de la familia Pujol. Se confirma así una trama construida sobre los vínculos de sangre, como corresponde a un país del que la casa pairal fue pal de paller, y sobre la ilusión de que el dinero sería el pegamento para soldar la unidad familiar que la huida del padre hacia la política podría haber puesto en peligro.

Rodeado de policías y, no precisamente como escolta, en plena operación registro de su casa, Jordi Pujol balbuceó tres pala...

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Por primera vez un juez, José de la Mata, coloca a Marta Ferrusola en el centro del entramado de negocios (por decirlo en forma púdica) de la familia Pujol. Se confirma así una trama construida sobre los vínculos de sangre, como corresponde a un país del que la casa pairal fue pal de paller, y sobre la ilusión de que el dinero sería el pegamento para soldar la unidad familiar que la huida del padre hacia la política podría haber puesto en peligro.

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Rodeado de policías y, no precisamente como escolta, en plena operación registro de su casa, Jordi Pujol balbuceó tres palabras: “Lo siento mucho”. Podría ser el epílogo de una tragicomedia sobre el poder. ¿Qué es lo que siente? ¿Haber convivido esquizofrénicamente entre el rol de predicador, empeñado en conformar la moral patriótica y la sórdida realidad de los tejemanejes políticos, económicos y familiares? ¿Qué es lo que lamenta? ¿Haberse creído impune cegado por una concepción patrimonial del país? ¿Vivir en la fantasía que la misión que se autoatribuyó le daba impunidad? ¿Una extraña dependencia psicológica que convirtió a su familia en el sumidero de su reputación? Jordi Pujol quiso reunir en su persona los tres componentes ideológicos de la derecha francesa, definidos por René Remond en 1954: el legitimista, el orleanista y el bonapartista. Del legitimista, el organicismo identitario; del orleanista, el culto al dinero; y del bonapartista, la hiperpresidencia. Y uno contaminó al otro, hasta la explosión final.

Estos días resuenan como eco no tan lejano, las palabras de Marta Ferrusola cuando Pasqual Maragall entró como presidente en el Palacio de la Generalitat: “Nos han echado de casa”. Así se entiende mucho mejor el impudor, el exhibicionismo, la impunidad con la que operaba un personaje como Jordi Pujol Ferrusola, que ya en manos de la justicia ha seguido haciendo de las suyas. Y su impunidad se asentaba, sin duda, en la complicidad indirecta de una parte de la sociedad que negaba lo que era evidente, lo que se mostraba con signos fáciles de detectar, fruto de un narcisismo infantil. Las instituciones del país como una finca particular. Es nuestra casa, todo nos está permitido. Esta ha sido la gran perversión del pujolismo que adquiere su visibilidad simbólica cuando el juez pone a la madre en el centro del dibujo.

Cataluña tiene un gran sentido de la censura de la memoria. Olvida con mucha facilidad las malas noticias, las cosas que duelen. El caso Pujol se da social y culturalmente por amortizado. La política está pasando de puntillas sobre las noticias de estos días, es el pasado, volver sobre él solo servirá para abrir nuevas brechas. Y, sin embargo, las advertencias de ayer son básicas para la construcción del mañana. Hay que entender cómo fue posible que se diera este largo dominio de dos décadas sobre la sociedad, construido sobre el hábito, el clientelismo y la razón patriótica, bases tradicionales de la servidumbre voluntaria, para que no vuelva a repetirse. La gente dolida, que la hay y mucha, porque creyó, ciegamente y sin sacar ventaja personal, en Pujol prefiere creer que nunca pasó. Y, sin embargo, el caso de la familia Pujol y la corrupción convergente no deja de lastrar al proceso independentista, aunque bien es verdad que tiene la virtud higiénica de cuestionar el mito del país perfecto, el “No somos un país cualquiera”, como le gustaba decir al expresidente, que es la pretensión de todo nacionalismo. Es un aviso: la independencia no es garantía de virtud ni de pulcritud institucional, todas las naciones están hechas de la misma pasta: humanos. Es decir, no hay que bajar nunca la guardia democrática. Y esta empieza por la crítica.

Pero el caso Pujol no se agota en Cataluña. Sorprende el poco interés que hay en el mundillo catalán en hurgar en la relación de los manejos económicos del pujolismo con el resto de España. Hay indicios sobrados para pensar que no era sólo una trama de un grupo más o menos cerrado de amigos y conocidos catalanes, sino que por aquellas puertas entraron negocios de todas partes. Y que mientras Pujol garantizaba el control del territorio apache catalán, no le faltaron complicidades en las alturas para que imperara el silencio. De esto casi todo está por saber. Veremos hasta dónde alcanzará la justicia. Este marrón Cataluña no tiene porqué comérselo sola.

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