El cautivo no es Cervantes: es Amenábar
Por algún misterioso prejuicio, los productores tienden a preferir historias más o menos fabuladas, a menudo sentimentalizadas hasta el delirio, cuando el mayor de los relatos puede estar en la subyugante historia real
Lo peor que sucede para mí con El cautivo es que se estropea la expectativa creíble y atractiva de la primera mitad de la película con el desarrollo casi exclusivamente erótico-amoroso de la trama homosexual de la segunda. No es un elemento secundario sino que es el lugar en el que todo...
Lo peor que sucede para mí con El cautivo es que se estropea la expectativa creíble y atractiva de la primera mitad de la película con el desarrollo casi exclusivamente erótico-amoroso de la trama homosexual de la segunda. No es un elemento secundario sino que es el lugar en el que todo desemboca: la historia que cuenta Amenábar es la de un adulto maduro y tullido (pero encarnado por un joven casi efébico, y buen actor) que descubre en su cautiverio en Argel una homosexualidad reprimida que estalla en la relación con el amo de la cárcel (y gobernador de Argel) en la que está preso. Sus dotes de cuentacuentos improvisado ante una audiencia semiinfantilizada atraen al bajá —guapo de morirse, por cierto— y allí te ves a Cervantes liándose con impostada artificiosidad en el hamam con su señor y entreteniéndole con sus cuentos (inspirados en relatos reales de Cervantes, como buena parte de la subtrama de la película adapta la historia del cautivo de la primera mitad del Quijote: todos hemos creído en una vaga inspiración autobiográfica de ese episodio).
Los aciertos son múltiples en relación con la vida de Cervantes pero Amenábar —director, guionista y coproductor de la película— ha usado una etapa de la vida del escritor en ciernes para contar una historia de amor homosexual frustrado, aunque frustrado por una causa noble y un tanto ridícula. Dice el cautivo para explicar el desgarrador abandono de su señor que quiere “ser leído en su tierra”, y por eso corta el amor con el bajá, con la riqueza y la libertad incluso, y acepta ser rescatado de la cárcel de Argel, especialmente bien recreada y muy fiel al relato de Antonio de Sosa (es decir, un creíble Miguel Rellán, al que solo faltó un mero obrigado para que se supiese que era portugués). Dicho de otro modo, todo gira en torno a la homosexualidad liberada en Argel y en torno a la aptitud para entretener al personal de un soldado que lleva sus buenos cinco o seis años dedicado a guerrear sin tasa, escribir algunos versos y con largas convalecencias por las heridas recibidas.
Todo gira en torno a la homosexualidad liberada en Argel y en torno a la aptitud para entretener al personal de un soldado que lleva sus buenos cinco o seis años dedicado a guerrear sin tasa
Es verdad que el director de una película dispone de la absoluta libertad de imaginar cómo pudo ser la vida de un personaje histórico y hacerlo seleccionando lo que secunde sus propósitos. ¿Que es una pena que en ningún momento se recuerde que Cervantes acordó el rescate de su hermano —capturado con él— antes que el suyo y que no se explote tampoco la carta que escribe a la mano derecha del rey, Mateo Vázquez, exigiéndole que emprenda una campaña contra Argel para liberarlos a todos, porque sería bien, bien fácil? Es verdad que es una pena, pero esa sería mi película, y no la de Amenábar.
Donde yo encuentro el mayor daño colateral es en la renuncia a explorar lo que sí sabemos con altas dosis de seguridad y lo que hace admirable a la figura humana de Cervantes en lugar de exprimir al límite la fantasía de un Cervantes homosexual. No es cosa solo de Amenábar, cuyo Unamuno ya adolecía de este mismo sesgo (no el homosexual, por Dios bendito, sino el de forzar la fantasía). Una carencia tradicional de la cultura cinematográfica española ha sido el desdén o el veto a tratar figuras del pasado que podrían protagonizar historias apasionantes, creíbles, veraces y cinematográficamente absorbentes contando la verdad histórica probada, los hechos reales, la fabulosa cantidad de historias que harían las delicias del público porque son aventuras subyugantes. Lo es la de Cervantes sin tener que fabular una homosexualidad altísimamente improbable, como lo es la de tantos grandes nombres de quienes sabemos una maravillosa cantidad de cosas públicas y privadas que son las que dotarían de una potencia narrativa y cinematográfica brutal a sus historias de vida, o a fragmentos de sus vidas.
En lugar de eso, por algún misterioso pudor o prejuicio sobre las expectativas del público, los productores tienden a preferir historias más o menos fabuladas, a menudo sentimentalizadas hasta el delirio, como este El cautivo, cuando el mayor de los relatos puede estar en la subyugante historia real. Y desde luego, la de Cervantes —la que sabemos probada y real, o muy fiablemente fidedigna— es más apasionante que la fabulación hueca y un tanto relamida de una sexualidad gay. Meterse en el corazón de un hombre que se ganó la autoridad de sus colegas e incluso del Bajá y volvió a España para denunciar la inacción criminal de Felipe II, y siguió denunciando el uso sexual de los adolescentes cristianos cautivos en Argel y se desesperó de la derrota de la Armada contra Inglaterra en 1588… e incluso así logró concebir inconcebiblemente una cosa tan disparatada como el Quijote. ¿No es mucho más hondo, complejo, apasionante intentar averiguar eso que fantasear con una homosexualidad sacada de la chistera?.
Jordi Gracia es autor de la biografía ‘Miguel de Cervantes. La conquista de la ironía’ (Taurus, 2016).