Fer Rivas: “La masculinidad asesina al niño que no renuncia a su deseo”
Después de hacer carrera en el mundo de las artes escénicas, la escritora trans debuta como novelista con ‘Yo era un chico’
Hay obras literarias de las que solo podemos hablar arriesgándonos a la imprecisión. Yo era un chico (Sexto Piso / Angle Editorial) no es exactamente un libro de duelo por la muerte del padre, ni tampoco una memoir de una juventud a contrapelo de los dictados heterocéntricos. No es exactamente una revisión de lo vivido desde una perspectiva de clase, ni tampoco le haríamos justicia etiquetándola como una novela sobre transición de género. Sentenciar que es todo lo anterior a la vez también le...
Hay obras literarias de las que solo podemos hablar arriesgándonos a la imprecisión. Yo era un chico (Sexto Piso / Angle Editorial) no es exactamente un libro de duelo por la muerte del padre, ni tampoco una memoir de una juventud a contrapelo de los dictados heterocéntricos. No es exactamente una revisión de lo vivido desde una perspectiva de clase, ni tampoco le haríamos justicia etiquetándola como una novela sobre transición de género. Sentenciar que es todo lo anterior a la vez también le queda corto, si lo que realmente queremos es capturar la esencia de un libro que nos lleva por los caminos confusos de la adolescencia con una brújula malograda por las dudas y las heridas. Hablamos de todo ello con su autora, la directora y dramaturga Fer Rivas (Barcelona, 1994).
Pregunta. Después de hacer carrera en el mundo de las artes escénicas, debuta como novelista con Yo era un chico. ¿Cómo ha sido el salto de una disciplina a la otra?
Respuesta. Para mí en realidad una disciplina no está separada de la otra; la voluntad de escribir historias está presente tanto cuando preparo un texto escénico como cuando escribo narrativa. Cuando empecé a trabajar Yo era un chico en realidad no sabía que acabaría teniendo forma de novela. Estamos hablando de la época que empecé a hacer terapia y a destapar el duelo por la muerte del padre.
P. No es necesario apelar a la dimensión terapéutica del arte; pero sospecho que un proceso de terapia y uno de escritura, sobre todo si hablamos de libros confesionales, tienen muchos puntos en común ¿Diría que es así?
R. A mí la terminología terapéutica tampoco me gusta ni me interesa la autoayuda. Pero sí que creo que hay cosas que exploro en el libro, como la búsqueda de identidad a través de la figura del padre, a las que no habría llegado sin un acompañamiento previo. Para enfrontarme al pasado y para volver a sitios que me eran incómodos, hasta para articular mi vida, ir a terapia fue muy útil. Supuso un espacio seguro para confrontar la figura del padre, también para hacerla más compleja y darme permiso para verbalizar ciertas cosas.
P. La versión del padre presente en Yo era un chico está llena de grises. No era un padre explícitamente violento, ni explícitamente agresivo. Era, como dice, una figura compleja.
R. Para mí hay una serie de violencias que quizás no son explícitas, pero sí tienen consecuencias. Más allá de la violencia física y verbal, hay muchas otras formas de minarte la autoestima y no permitirte ser quien quieres ser. Lo que no quería, sin embargo, era reducir el padre a una única dimensión, ni caricaturizarlo como un hombre diabólico y manipulador. Para hacer un retrato fiel necesitaba entender de donde venía, cuál era mi pasado y sus orígenes, qué relato familiar llevaba sobre los hombros. Fue a medida que lo fui reconstruyendo que realmente me permití hacer el duelo de su muerte.
P. ¿Qué cree que pensaría él, en vida, de Yo era un chico?
R. Creo que no sería una lectura cómoda para él. A pesar de ello, no renuncio a pensar que mi padre habría encontrado posibilidades de redención. Mi hermano siempre defiende que, si mi padre aún estuviera vivo, habría modificado muchos comportamientos; en ese sentido, la novela le podría haber ayudado a replantearse ciertas conductas que me hicieron daño. Pero a la vez, el maltrato psicológico que él practicaba pedía opacidad y una intimidad que protegía con celosía. Eso de “todo lo que pasa en casa se queda en casa”; publicar este libro es justamente ir en contra de todo esto. Ir en contra de la narrativa que había a su alrededor, de la visión que la familia tenía de él. Y hacer evidente una cosa de la que siempre nos habíamos avergonzado y que siempre habíamos escondido: que en casa éramos pobres.
P. Una educación en una escuela concertada de la parte alta de Barcelona era parte de esta vergüenza de clase.
R. Nos apuntó, a mi hermano y a mí, con la intención que pudiéramos optar a mejores trabajos. Pero después te das cuenta de que el centro donde recibes la educación, si no tienes acceso a un sistema de capital de amistades adecuado, no servirá para acceder a ciertas esferas. Da igual lo que inviertas en ropa o el coche que elijas. En ese sentido, mi padre era muy de aparador, de gastarse dinero que no teníamos. La acumulación de trabajos que asumía para tener cierto poder adquisitivo y cierta fantasía de ascensión social derivaba en otra de sus carencias, la de padre ausente.
P. Parte de la homofobia que hay en entornos de clase trabajadora tiene que ver con un sentido de protección mal entendido. Es decir, una asunción de que vivir fuera de la norma implica unos riesgos que, desde una extracción baja, serán demasiado difíciles de gestionar.
R. Totalmente de acuerdo. Para el imaginario de mis padres, que su hijo fuera homosexual y que tuviera un buen futuro eran dos ideas irreconciliables. Eso es pura violencia de clase.
P. ¿Esta violencia de clase es un poco de donde mana todo? Es la visión que ofrece cuando habla de la fábrica de Seat de Zona Franca, donde trabajaba su abuelo.
R. El hecho que alrededor de la fábrica de coches construyeran todo un barrio, que segregaran a los trabajadores fuera de la ciudad, que los explotaran en unos horarios imposibles, que la empresa fuera propietaria de la escuela y de las viviendas; era una situación de vigilancia perpetua, tanto por parte de la empresa como del régimen franquista. Si discrepabas perdías el trabajo, perdías toda tu vida. Es una situación que genera violencia. Una violencia que después se traduce familiarmente, pasa de padres a hijos. La complejidad en la figura de mi padre está muy atravesada por la extracción social, y por el hecho de que en mi casa no se nos transmitiera ningún tipo de conciencia de clase. Sin esta conciencia, acabas gobernado por la vergüenza y la culpa, que son dos lacras que te hacen imposible la construcción de una identidad.
P. ¿Cómo diría que ha afectado esta transmisión generacional de la violencia a su voluntad, o no, para hacer de la crianza uno de sus proyectos vitales?
R. Este es un tema que me da grima, hasta el punto de que no quiero ser madre. Más allá del hecho de que, dentro de mi disidencia, no puedo serlo de manera biológica, y que las alternativas para llegar me parecen problemáticas, la razón principal es cómo me ha condicionado mi experiencia en el hogar familiar. Con mi hermano, que es cisgénero y heterosexual, hablamos a menudo. A él, que no cierra la puerta a la paternidad, también le quita el sueño la posibilidad de reproducir, en un contexto de crianza, este patrón familiar que arrastramos con nosotros.
P. Hablemos de disidencia: como escritora trans, ¿por qué elige específicamente una voz masculina para narrar esta historia?
R. Yo era un chico lo escribí cuando todavía me identificaba como hombre. En algún punto del proceso de edición me planteé cambiarlo todo a primera persona del femenino; es una conversación que tuve con mi editora en catalán, Rosa Rey. Después de reflexionar mucho, y como al final la novela recoge mi renuncia a formar parte de un género que en tantos y tantos espacios solo consigue expresarse de manera hostil, me parecía coherente narrarlo todo desde este mismo género. Por otro lado, quería romper con la tendencia de explicar las vidas trans desde la identidad única y desde la noción de haber nacido en el cuerpo equivocado. Paul B. Preciado siempre dice que las identidades no son únicas, sino acumulativas. Somos capas que se acumulan unas encima de las otras, y de las cuales no nos tenemos que avergonzar.
P. Su transición de género fue en paralelo al proceso de edición del libro. ¿De qué manera traspasó al texto todo aquello que estaba experimentando?
R. Es cuando aparecen y empiezo a jugar con las figuras del ciervo y la cierva. Además de la imagen que transmiten, de animales muy puros, cuanto más investigaba sobre los ciervos más me daba cuenta de hasta qué punto la construcción de género tiene un peso capital tanto en machos como en hembras. Es una metáfora con la que he ido jugando a lo largo de todo el libro; en el capítulo de los vestuarios, por ejemplo. En aquel pasaje me fue muy bien la analogía animal para añadir una capa para explicar cómo se construye la violencia entre hombres, que no deja de ser una violencia autoinfligida.
P. Es muy interesante el hecho de que los vestuarios, en su novela, están construidos como espacios de ambivalencia donde conviven el terror y la lujuria.
R. Es que para mí uno de los grandes temas del libro es el deseo. Para las personas disidentes, el deseo a menudo se estructura alrededor del castigo, del asco, del miedo a las represalias por el hecho de desear lo que deseas. En el proceso de descubrimiento que es la adolescencia, cuando te das cuenta de que no deseas lo mismo que el resto, la expresión de este deseo es torpe, desproporcionada por el hecho de haber reprimido y contenido aquello que anhelabas. El vestuario de hombres es un espacio donde construimos la masculinidad en relación con el cuerpo, y donde una mirada puede poner en entredicho tu virilidad. No hay que ser una persona disidente para experimentar el vestuario como un espacio adverso; es un lugar que evidencia cómo de violenta y cómo es de frágil la masculinidad.
P. La manera como explora la contención del deseo hace de Yo era un chico un libro con el que es muy fácil conectar, incluso desde una visión y experiencia normativas.
R. Porque el deseo es el origen de todo. Incluso en su versión más paradójica: pienso en muchas amigas feministas que no quieren tener machirulos cerca, pero a la vez se excitan con la expresión más tóxica y hegemónica de la masculinidad; dentro del colectivo de hombres homosexuales eso también pasa mucho. Y de la pornografía ya ni hablemos: es una industria que estructura y establece el canon de aquello que nos está permitido desear. En las webs de porno, tanto heterosexuales como homosexuales, todo está categorizado y compartimentado para dirigir tu deseo.
P. El libro se abre con una cita del escritor Ocean Vuong: “Yo era un chico, y esto quería decir que era un asesino de mi infancia”.
R. Creo que esta frase sintetiza muy bien todo el libro. Para que un hombre llegue a ser adulto, lo que hace la masculinidad es asesinar a ese niño que es inteligente emocionalmente, ese niño que no renuncia a su deseo. Yo era un chico es claramente un coming of age, es el paso de la niñez a la adultez en un contexto determinado, y con una identidad determinada. Es una historia que quería explicar tal como lo he hecho: sin usar ningún tipo de subterfugio, ni de mecanismo, ni de herramienta para esconder la vulnerabilidad.
Este artículo se publicó el 12 de febrero en Quadern, el suplemento cultural en catalán de EL PAÍS.
Yo era un chico
Traducción de Cristina Lizarbe Ruiz
Sexto Piso, 2025
236 páginas. 18,90 euros
Jo era un noi
Angle Editorial, 2025
272 páginas. 18,90 euros