Muerte en el Coliseo: mito y realidad de los gladiadores
La expectación ante el estreno de ‘Gladiator 2′ y numerosas novedades editoriales confirman la fascinación contemporánea por las matanzas en los anfiteatros de la antigua Roma
Los datos que han llegado hasta nosotros sobre el poeta romano Marco Valerio Marcial son muy escasos: nació en Bílbilis (cerca de Calatayud), vivió en Roma y regresó a su ciudad natal, donde murió en torno al año 103. Sabemos también, gracias al Libro de los espectáculos que forma parte de sus Epigramas, que asistió en el año 80 de nuestra era a uno de los momentos más memorables y brutales del Imperio romano: la inauguración bajo el emperador Tito del Anfiteatro Flavi...
Los datos que han llegado hasta nosotros sobre el poeta romano Marco Valerio Marcial son muy escasos: nació en Bílbilis (cerca de Calatayud), vivió en Roma y regresó a su ciudad natal, donde murió en torno al año 103. Sabemos también, gracias al Libro de los espectáculos que forma parte de sus Epigramas, que asistió en el año 80 de nuestra era a uno de los momentos más memorables y brutales del Imperio romano: la inauguración bajo el emperador Tito del Anfiteatro Flavio, lo que hoy conocemos como Coliseo de Roma, “el monumento más famoso e inmediatamente reconocible que se ha conservado del mundo clásico”, escriben Keith Hopkins y Mary Beard en El Coliseo (Crítica, 2024, traducción de Silvia Furió). Los juegos se prolongaron durante 100 días en un edificio con capacidad para 45.000 espectadores.
Marcial narra las luchas entre animales —un rinoceronte contra un oso, un toro contra un elefante—, describe una batalla naval, naumaquia, “con sus barcos y las olas semejantes a las de los mares” —aunque no explica cómo se llenaba el Coliseo de agua— y relata un combate entre los famosos gladiadores Prisco y Vero —la única descripción contemporánea que existe de una lucha— con un final bastante insólito, ya que los dos fueron declarados vencedores después de un enfrentamiento seguramente salvaje. “Al prolongar el combate Prisco, al prolongarlo Vero y estar el Marte de ambos igualado por largo tiempo, insistentemente se pidió para estos varones a voces la retirada, pero César mismo obedeció a su propia ley —la ley era combatir sin escudos hasta levantar el dedo—” (Epigramas, Biblioteca Clásica Gredos nº 236, edición de A. Ramírez de Verger y J. Fernández Valverde). No se refiere al pulgar, hacia abajo o hacia arriba, del emperador, sino a que el gladiador, para reconocer su derrota, debía levantar un dedo.
Básicamente, aparecen en Marcial todos los elementos que articulan la nueva película de Ridley Scott, Gladiator 2. Este viernes se estrena en España esta segunda parte de Gladiator, que se convirtió en un éxito descomunal hace 24 años y que es utilizada por los entrenadores de fútbol para mostrar la importancia de la cohesión de un equipo en el campo. El discurso más famoso de la película, pronunciado por Russell Crowe, resuena en la eternidad de la historia del cine: “Me llamo Máximo Décimo Meridio. Comandante de los Ejércitos del Norte, General de las Legiones Fénix, fiel servidor del verdadero Emperador Marco Aurelio. Padre de un hijo asesinado, esposo de una esposa asesinada y juro que me vengaré, en esta vida o en la otra”.
Leer a Marcial provoca una extraña sensación de cercanía. El mundo romano es un país muy lejano, sin duda, por mucho que los hombres no podamos parar de pensar en la antigua Roma, pero, a la vez, resulta extrañamente próximo. No solo por el descaro con el que Marcial se queja de que un amigo ya no lo mande regalos por las Saturnales, una clara muestra de consumismo antes de la era de las compras masivas como forma de ocio —”El plato que me enviabas el día de Saturno se lo has enviado, Sextiliano, a tu fulana”—; por su humor directo, grosero y eficaz —soltar carcajadas con cosas escritas hace dos mil años tiene su mérito— o por su reivindicación del derecho a reírse incluso de los poderosos —le dice al emperador en la presentación de su libro: “No avergüenza al general ser blanco de pullas”—. Sino, también, porque sus descripciones de lo que ocurre en el Coliseo no resultan tan remotas.
Los grandes partidos de fútbol y los conciertos masivos reúnen en la actualidad a personas de todo el planeta en torno a un mismo espectáculo. Ocurría lo mismo hace 20 siglos en la antigua Roma, una ciudad multicultural con casi un millón de habitantes —ninguna otra urbe logró alcanzar esa población hasta Londres en el siglo XIX—, en la que confluían pueblos, lenguas y religiones del inmenso Imperio. Escribió Marcial: “¿Qué pueblo hay tan apartado, cuál tan bárbaro, César, del que no haya un espectador en tu ciudad? Vino desde el Hemo de Orfeo el campesino de Ródope, vino también el sármata que se alimenta de la sangre de su caballo, y quien bebe las aguas nacientes del Nilo desvelado y a quien hiere la ola de la última Tetis. Se apresuró el árabe, se apresuraron los sabeos y los cilicios se mojaron aquí con sus propios chaparrones. Vinieron los sigambros con el pelo recogido en un moño y los etíopes con el pelo recogido de otro modo. Suenan las voces de diferentes pueblos, pero solo hay una cuando se dice que eres el padre verdadero de la patria”. Todos aquellos que adoran el Imperio romano y, a la vez, rechazan la multiculturalidad que define la sociedad actual deberían leer un poco más a los clásicos.
No asistimos ya a matanzas de gladiadores en la arena —aunque sí lo hacemos con animales—, ni contemplamos cómo condenados a muerte son echados a las fieras —pese a que todavía existan las ejecuciones públicas en más países de los que queremos pensar, incluyendo Arabia Saudí, la monarquía absoluta que venera alguno de nuestros más insignes deportistas—. Pero eso no significa que no disfrutemos con la contemplación en vivo de la violencia —el boxeo, los toros, los rodeos o un partido de fútbol que se calienta mucho—. En cualquier caso, como prueba el éxito de Gladiator y la expectación despertada por Gladiator 2, de todas las historias de la antigua Roma lo que ocurre en la arena sigue poblando como ningún otro hecho de la Antigüedad la imaginación contemporánea.
La película de Ridley Scott ha venido acompañada por varias novedades editoriales: el citado libro de Beard y Hopkins, cuya primera edición en inglés data de 2005; el estupendo y muy didáctico Gladiadores. Valor ante la muerte (Desperta Ferro), de los españoles Fernando Lillo Redonet y María Engracia Muñoz-Santos; o Populus. Vivir y morir en el humo, el lujo y el estrépito de la antigua Roma (Pasado y presente, traducción de Marc Figueras), del prolífico historiador y divulgador Guy De la Bédoyère, siempre sólido y entretenido. Son libros que se suman a una amplia bibliografía con títulos como Gladiadores. El gran espectáculo de Roma (Ariel), del investigador español Alfonso Mañas; Animales in Harena (Confluencias), de la citada Muñoz-Santos; Los olvidados de Roma (Ariel, traducción de Jorge Paredes), del gran Robert C. Knapp, o Sexo y poder en Roma (Paidós, traducción de María José Furio), del fallecido erudito francés Paul Veyne. En la pantalla se han multiplicado las series que los retratan —la última, Those About to Die (Los que van a morir), digna de ser arrojada a las fieras—, aunque pocas obras sobreviven de una forma tan contundente como Espartaco (1960), de Stanley Kubrick, una magistral parábola sobre la libertad y la solidaridad, escrita por Dalton Trumbo, protagonizada por el gladiador tracio que encabezó la mayor revuelta de esclavos que conoció Roma. Y naturalmente está Astérix y los cabreos monumentales de César, que acaban casi siempre enviando a alguien a los leones.
El libro de Hopkins —ya fallecido— y Mary Beard —la más reconocida, respetada y querida experta contemporánea en la antigua Roma— arranca con una historia que demuestra hasta qué punto los sangrientos juegos romanos están más cerca de nosotros de lo que pensamos. “Desde 1928 hasta 2000, en las medallas que se entregaron en algunos Juegos Olímpicos aparecía parte de la característica arquería, símbolo de clasicismo y del precedente antiguo de los juegos modernos”, escriben. Solo con los Juegos de Sidney en 2000 estalló el asunto y la imagen fue substituida en 2004 en los Juegos de Atenas. E presidente en Australia del Consejo Mundial de Griegos en el Extranjero, Costa Vertzagias, calificó la presencia de este símbolo en las medallas de Sidney en el año 2000 de ser el “colmo de la ignorancia” y subrayó que “el Coliseo romano fue un lugar de salvajismo, donde hombres y animales eran asesinados de forma cruel, lo contrario del mensaje olímpico que nos trae un espíritu pacifista”. Pero aquellos arcos perfectamente reconocibles simbolizan un interés de dos mil años por los gladiadores y el sangriento espectáculo en la arena.
“Nos fascinan los juegos porque resumen la imagen popular de los romanos: más grandes que la vida, más excesivos, más crueles. Los romanos nos ayudan a vernos a nosotros mismos, pero de una forma exagerada”, explica por correo electrónico Mary Beard, autora de otros libros importantes sobre la antigua Roma como S.P.Q.R. (Crítica). “También nos permiten disfrutar de un sentimiento de superioridad moral. He oído a profesores preguntando a sus alumnos durante una visita al Coliseo ‘¿haríamos algo así ahora?’. Los chavales, por supuesto, responden que no. Siempre tengo ganas de acercarme y explicarles que a lo mejor sí hacemos cosas parecidas. Los combates de boxeo no son a muerte, pero sabemos que los boxeadores suelen ser jóvenes desfavorecidos que acaban con el cerebro dañado por las peleas. De todos modos, siempre he creído que nos gustan los gladiadores tanto o más que los romanos: no hay más que ver cuántos recuerdos de gladiadores se venden, cuántas series o películas se hacen”.
Fernando Lillo Redonet, catedrático de Latín, ensayista y novelista, y María Engracia Muñoz-Santos, doctora en Arqueología Clásica por la Universidad de Valencia y divulgadora, se pronuncian en un sentido parecido en una respuesta conjunta por correo electrónico: “Desgraciadamente al ser humano le fascina la contemplación de la violencia o el sufrimiento ajeno. Es conveniente no juzgar la Antigüedad con ojos de hoy, sino en su propio contexto. Los combates gladiatorios no eran una carnicería, sino un espectáculo reglado en el que el público quería disfrutar de la técnica de los combatientes y deseaba apoyar a sus luchadores favoritos. Había sangre sí, pero no era lo más importante y desde luego en los enfrentamientos no se cortaban cabezas ni se seccionaban brazos y piernas. En cuanto a las ejecuciones de los condenados a las bestias, los romanos no tenían ningún problema con ello, puesto que no había aprecio alguno por el condenado, que debía sufrir su justo castigo. Cada época debe juzgarse en su propio contexto, aunque sea tentador intentar dilucidar si los romanos eran más o menos bárbaros que nosotros”.
Detrás de todo ese teatro del horror, de esos juegos que se prolongaban durante meses, de los imponentes edificios que definían la geografía urbana, de las bestias salvajes que se traían desde todos los rincones del imperio —capturar y transportar hasta Roma un rinoceronte o un elefante cuando no existían dardos tranquilizantes no debía ser una labor sencilla—, se escondía el valor más importante para las élites romanas: el poder y el control del pueblo. Fue Juvenal, contemporáneo de Marcial, quien acuñó en Sátiras la célebre expresión “panem et circenses”, “pan y circo”, para resumir el estado de un pueblo narcotizado por los espectáculos.
“Debemos considerar que el Coliseo y otros anfiteatros eran un teatro político”, señala Mary Beard. “Representaban un microcosmos del Estado romano. La gente se sentaba vestida de etiqueta (toga) y siguiendo un estricto orden jerárquico: los senadores en las primeras filas, las mujeres y los esclavos al fondo. El emperador estaba en su palco. Había que sentarse en el lugar que correspondía a su rango. En la arena, los combatientes eran los desposeídos, los extranjeros, los condenados y los excluidos. Era un símbolo del orden romano: contemplar el sufrimiento de los ‘no romanos’. Era un microcosmos del mundo”.
La información sobre los gladiadores y los juegos romanos en general es inmensa, tanto arqueológica como literaria. Se han encontrado armas, armaduras, mosaicos, pinturas, existen testimonios con el de Marcial, por no hablar de la cantidad ingente de anfiteatros que se han conservado en todo el mundo. Hasta se descubrió un cementerio para gladiadores en Éfeso (actual Turquía) que permitió desterrar muchos tópicos: gracias a los esqueletos se supo que los gladiadores recibían cuidados médicos y que estaban muy bien alimentados. También se sabe que algunos gladiadores eran esclavos, pero otros ejercían este oficio de manera voluntaria. Y está documentada la existencia de gladiadoras. Sin embargo, como ocurre siempre que algo salta a la cultura popular, llega un momento en el que resulta casi imposible separar la realidad de la imaginación. Los culpables, de todos modos, no son ni Stanley Kubrick, ni Ridley Scott, ni los romanos disfrutando de las fieras comiéndose a los cristianos en las diferentes versiones de Quo Vadis. Nada ha moldeado tanto nuestra imagen de los gladiadores como el pintor y escultor decimonónico francés Jean-Léon Gérôme (1824 - 1904).
Así trata de separar los hechos de la leyenda el experto Alfonso Mañas, autor del ensayo de más de 400 páginas Gladiadores. El gran espectáculo de Roma: “Los que van a morir te saludan’ sí aparece en las fuentes romanas, concretamente Suetonio escribe que, durante la naumaquia dada por Claudio en el lago Fucino, los condenados a muerte (llamados morituri) que debían luchar hasta la muerte sobre los barcos saludaron al emperador gritando ‘Have imperator, morituri te salutant’ (‘Ave emperador, los morituri te saludan’). Como vemos, el título César no se mencionó, sino el de emperador, quienes pronunciaron el saludo no fueron gladiadores, sino condenados a muerte, y el episodio ocurrió en un lago, no en un anfiteatro. Esa fue la única vez que se usó ese saludo. En 1859, Gérôme pintó un cuadro sobre gladiadores al que tituló Ave caesar, morituri te salutant, alterando el saludo original y poniéndolo en boca de gladiadores, y desde entonces ese saludo inventado quedó asociado a los gladiadores”.
Sobre los pulgares explica: “Empecemos por el pulgar hacia abajo. Al condenar a muerte al gladiador vencido, las fuentes hablan de “pollice verso” (pulgar vuelto), sin especificar hacia dónde está vuelto. Probablemente hacia la garganta de quien hacía el gesto, pues era por degollación como ejecutaban al vencido. Pero el pintor Gérôme creyó que era ‘vuelto hacia el suelo’, y pintó ese gesto en otro de sus cuadros, que tituló Pollice verso (1872), popularizando ese gesto. El origen del pulgar hacia arriba es aún más absurdo: para indultar al gladiador vencido los espectadores agitaban un pañuelo, pero cuando empiezan a hacerse películas de gladiadores decidieron que el indulto se pidiese con el gesto del pulgar hacia arriba, en analogía al del pulgar hacia abajo famoso entonces por el cuadro de Gérôme”.
Otro aspecto que provoca dudas entre los expertos es la magnitud de las matanzas de cristianos en los anfiteatros y, concretamente, en el Coliseo de Roma, que recibe a los visitantes con una inmensa cruz. La damnatio ad bestias era una pena habitual, que formaba parte de los espectáculos matinales que se ofrecían antes de los combates, que eran vespertinos. Consistía en hacer que los desdichados condenados fuesen despedazados por animales salvajes. También se producían crucifixiones: “Cruciarri ven(atio) et vela”, “crucifixiones y venatio y toldos”, reza una inscripción en Pompeya para animar a asistir, a la sombra, a un espectáculo de gladiadores, ofreciendo la matanza de prisioneros como equivalente a los actuales teloneros.
“No existe ningún documento que demuestre que un cristiano fuera martirizado en el Coliseo”, explica Mary Beard. “Estoy segura de que algunos lo fueron, pero no podemos precisar nombres ni fechas, a diferencia de otros mártires conocidos ejecutados en el norte de África o en Lyon. Pero lo más importante es que la arena llegó a simbolizar el martirio y, en última instancia, el triunfo de los cristianos porque encarna su valentía frente a la persecución”. Fernando Lillo Redonet y María Engracia Muñoz-Santos señalan por su parte: “Es cierto que las novelas del siglo XIX y algunos cuadros de esa época contribuyeron a imaginar a unos cristianos constantemente perseguidos, arrojados a los leones en los albores de la Iglesia. Pero en este caso, como en tantos otros de la Antigüedad, hemos pasado del extremo de magnificar la cifra de mártires de los primeros siglos a minimizarla o casi negarla. Ciertamente es difícil establecerla, puesto que muchos cristianos pertenecían a las clases más bajas de la sociedad y por tanto no habría recuerdo de ellos, al seguir la misma suerte anónima que la del resto de los condenados ad bestias por otras causas”.
Cada detalle de estos juegos, que desaparecieron con el final del Imperio romano, ha sido estudiado a fondo. Pero, a estas alturas, nadie se atrevería a hacer una película de gladiadores sin pulgares, sin saludos, sin miembros cercenados, sin combates salvajes: es muy difícil, ante unos hechos convertidos en leyenda, no imprimir la leyenda, y resistirse a la fascinación de los combates en la arena.
Lista de lecturas
El Coliseo
Mary Beard y Keith Hopkins
Traducción de Silvia Furió
Crítica, 2024
224 páginas. 21,90 euros
Epigramas
Marco Valerio Marcial
Traducción de Alberto Marina Castillo
Akal, 2019
656 páginas. 25 euros
Gladiadores. Valor ante la muerte
Fernando Lillo y María Engracia Muñoz-Santos
Desperta Ferro, 2024
140 páginas. 27,96 euros
Populus. Vivir y morir en el humo, el lujo y el estrépito de la antigua Roma
Guy De la Bédoyère
Traducción de Marc Figueras
Pasado y Presente, 2024
488 páginas. 33 euros
Gladiadores. El gran espectáculo de Roma
Alfonso Mañas
Ariel, 2018
584 páginas. 25,90 euros
Animales in harena
María Engracia Muñoz-Santos
Confluencias, 2017
158 páginas. 18 euros
Los olvidados de Roma
Robert C. Knapp
Traducción de Jorge Paredes
Ático de los Libros, 2023
432 páginas. 26 euros
Sexo y poder en Roma
Paul Veyne
Traducción de María José Furió
Paidós, 2010
176 páginas. 15 euros