La nueva narrativa irlandesa: revoltosa y centrada en el yo
Los éxitos de Maggie O’Farrell y Sally Rooney se cuentan entre lo más impactante de lo ocurrido en la última década en lo que a literatura europea anglosajona se refiere. ¿Tiene la nueva tradición ‘irish’ algo en común con la experimentación formal del pasado?
Dice Maggie O’Farrell (Coleraine, Irlanda del Norte, 52 años) que, si tuviera que llevarse un libro a una isla desierta, un único libro, éste sería, sin duda, el Ulises de James Joyce. Publicado en 1922, vilipendiado y, sobre todo, amado y enaltecido desde entonces —su valor formal es tal que llegó a hacer pensar en el fin de la novela: para Ortega y Gasset su aparición dejaba claro que la novela había tocado techo, que hab...
Dice Maggie O’Farrell (Coleraine, Irlanda del Norte, 52 años) que, si tuviera que llevarse un libro a una isla desierta, un único libro, éste sería, sin duda, el Ulises de James Joyce. Publicado en 1922, vilipendiado y, sobre todo, amado y enaltecido desde entonces —su valor formal es tal que llegó a hacer pensar en el fin de la novela: para Ortega y Gasset su aparición dejaba claro que la novela había tocado techo, que había que abandonarla para crecer—, el Ulises de Joyce, como expuso brillantemente Sally Rooney (Castlebar, 33 años) en una conferencia impartida con motivo de su centenario, hace dos años, en el Abbey Theatre de Dublín, es tan mayúsculo que hasta en su malinterpretación es capaz de crear. ¿Qué crea exactamente? Posibilidades, caminos, literalmente, según Rooney, formas de estar en el mundo, o entenderlo. Alumbra. Su aparición marcó, en cualquier caso, tan profundamente a la literatura irlandesa que, a su alrededor, todo lo que importaba, desde Flann O’Brien hasta Samuel Beckett, pasó, en ese principio de otro siglo, el XX, por la ruptura, el absurdo, una experimentación formal deliciosamente desproporcionada, al margen de todo tipo de margen.
Hoy, ese yo interior —mutable, inatrapable, supremo— que hizo de la forma, artefacto —el flujo de conciencia como juego, inevitable laberinto, perdición feliz—, se ha transformado en un yo colectivo. Para Luis Solano, editor de Libros del Asteroide, y por lo tanto, de O’Farrell —que, recuerda, creció en Escocia, aunque inevitablemente debe de estar tocada por la tradición irlandesa—, y de Caroline O’Donoghue (Cork), autora de un superventas recién llegado a España titulado El factor Rachel, la literatura irlandesa tiene hoy más en común con el resto del mundo que la inglesa o la norteamericana, y esa es la razón de su papel central. Solano subraya en ese sentido “que los dos autores favoritos para el Booker este año fueron Paul Murray y Paul Lynch, dos autores irlandeses”. “Es una literatura del yo, que, aunque muy anclada en la realidad, refleja muy bien experiencias universales, porque su localismo no es tan invasivo como el norteamericano, centrado más en lo woke, y el británico, tan aislado por el Brexit”, dice el editor. Lo nuevo que hay en ellos, sin embargo, lleva una década gestándose. Porque cuando estalló la crisis, en 2013, Irlanda ocupó, de repente, editorialmente, otro lugar.
Si nos remontamos al canon inglés del siglo XIX hasta hoy, los grandes nombres son, en su mayoría, de origen irlandés. Yeats, Wilde, Beckett, Joyce, Shaw, Flann O’Brien
La creación de pequeños sellos, propiedad de editores que habían trabajado hasta el momento para editoriales inglesas —y que habían sido despedidos y habían vuelto a Irlanda donde habían creado sus propios sellos—, como contó la articulista Justine Jordan en 2015, relanzó el talento de la isla. Nadie tenía nada que perder. Se apostaba por aquello por lo que nadie había apostado antes, o no así. Y lo que empezó siendo un modo de subsistir, se convirtió en tendencia cuando Tracy Bohan, una agente de la agencia Wylie, vendió la primera novela de Sally Rooney, por entonces una desconocida de 26 años, a 12 países. Rooney había publicado un ensayo que hizo pensar a Bohan que había algo ahí. Para entonces, ya había debutado en la revista cantera que tiene en común con Colin Barrett y otros nuevos autores irlandeses, The Stinging Fly, escaparate y a la vez exigente pista de despegue de todo joven autor irlandés que se precie, en especial, después del éxito de Rooney. Aunque lleva en marcha desde 1998, no fue hasta que tuvo aspecto de libro, en 2005, que empezó a considerarse parte de aquello que podía llegar a cambiar las cosas. El lugar donde esos editores deseosos de encontrar algo distinto buscaban.
“La verdad es que tanto en la tradición oral como en la literatura, los irlandeses han sido siempre reconocidos por ser grandes contadores de historias, y brillantes en encontrar nuevas maneras de contarlas. Si nos remontamos al canon inglés del siglo XIX hasta hoy, los grandes nombres son, en su mayoría, de origen irlandés. Yeats, Wilde, Beckett, Joyce, Shaw, Flann O’Brien. De hecho: ¿qué sería del canon inglés sin los autores irlandeses?”, se preguntan Albert Puigdueta y Roberta Gerhard, editores en España de Rooney —que está a punto de publicar una nueva novela, Intermezzo, otro experimento formal, en la línea “del flujo de conciencia de Joyce y Woolf”, dicen sus editores—, Emilie Pine, y Michael Magee, cada uno, a su manera, representante de los distintos caminos que ha tomado la literatura irlandesa hoy. Hay un retrato social —”con autores como Magee, que están logrando hablar del conflicto norirlandés, un tabú hasta hace poco”, apunta Puigdueta—, y un retrato generacional, que, en el caso de Rooney, “parte de una tradición inglesa clásica que inauguró Jane Austen. Austen hablaba de la complejidad de las relaciones amorosas y de las expectativas sociales en el siglo XIX, y mostraba las contradicciones, las vanidades y los defectos de cada uno de sus personajes. Rooney hace exactamente lo mismo en sus novelas, pero con las preocupaciones y el espíritu de nuestro tiempo”, añade Gerhard.
La lista de nombres que importan, y que ya han aterrizado en España, es interminable —Claire Keegan, Audrey Magee, Donal Ryan, Jessica Andrews, Eimear McBride, la ganadora del Booker en 2018 Anna Burns, Lisa McInerney, Tana French, Kevin Barry—, y crece por momentos. ¿Lo hacía antes de este siglo XXI, cuando apenas John Banville y Colm Tóibín, eran tan conocidos en el resto del mundo? Basta echar un vistazo a la cantidad de nombres antes citados para responder. La forma, en todos los casos, es importante, no tanto por la tradición de la que vienen —esa frondosa, espectacular, polifonía que O’Farrell se llevaría a una isla desierta—, como por la batalla que cada uno libra en un mundo en el que distinguirse es, quizá más que nunca, la única opción para no caer instantáneamente en el olvido. Algo que a la literatura irlandesa, hoy centrada en el yo, pero siempre revoltosamente nueva, y a la vez, en algún tipo de margen, el margen que ocupa aquel que no está en el centro, al que no se ha tenido nunca como protagonista y puede, por lo tanto, inventar, ser libre, encontrar su lugar, se le ha dado bien desde el principio. Y ahora, al parecer, mejor que nunca.
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