‘La carta de Joan Anderson’, de Neal Cassady: el hipnotizante pistoletazo de salida de la Generación Beat
Un escrito de apenas 18 páginas mecanografiadas del icono del movimiento contracultural de los cincuenta fue el revulsivo que lanzó a Jack Kerouac a su aventura literaria
No son más de 140 páginas, pero llevan dentro una bomba literaria que te tumba en la lona sin más y a la primera. El librito reproduce la carta real de 18 páginas mecanografiadas a un solo espacio (reproducidas en facsímil) que un Neal Cassady de 24 años “y sin blanca”, ni dinero siquiera para sellos, escribe a su íntimo amigo Jack Kerouac en diciembre de 1950. Son un total de 16...
No son más de 140 páginas, pero llevan dentro una bomba literaria que te tumba en la lona sin más y a la primera. El librito reproduce la carta real de 18 páginas mecanografiadas a un solo espacio (reproducidas en facsímil) que un Neal Cassady de 24 años “y sin blanca”, ni dinero siquiera para sellos, escribe a su íntimo amigo Jack Kerouac en diciembre de 1950. Son un total de 16.000 palabras, 50 páginas impresas, que sirvieron para que Kerouac se sacase de encima el decoro y la respetabilidad literaria e identificase la voz que iba a plasmar en su libro En el camino. La empezó a escribir inmediatamente después de recibirla, y terminó y revisó el libro en casa del propio Cassady a finales del año siguiente.
No lo ocultó Kerouac. Un año antes de morir en 1969, tan joven como el propio Cassady, en torno a los 40, ambos saturados de alcohol, drogas y caos vital, explicó que la lectura de esa carta le hizo entender de veras qué debía hacer con su escritura e imitar el “estilo espontáneo” del “escrito más grandioso que había visto” en su vida, es decir, la carta de Neal Cassady. Vale, podía ir hasta las trancas de alcohol o de LSD, pero decía la verdad: sin el ejemplo indómito de esa carta sobre una novia de Cassady, Joan Anderson, a Kerouac no se le hubiese ocurrido escribir como escribió En la carretera. Aunque no es exacto esto tampoco: casi nadie supo hasta 50 años más tarde qué había escrito Kerouac en los más de 30 metros de rollo de papel que se fabricó para no tener que ir añadiendo folios a la máquina de escribir porque no hubo editor alguno que se atreviese a publicar el original.
Hoy sí sabemos lo que ponía allí porque existen por fin las dos ediciones, la corregida, rebajada, tamizada y pulimentada, y la versión original escrita en borrador a matacaballo, sin dormir y digamos que con estimulantes en apenas unas semanas y donde todos los personajes salían con sus nombres —Allen Ginsberg, William Burroughs, Neal Cassady…—, y también las mujeres, novias y amantes de todos ellos (a menudo compartidas). La edición adaptada a la corrección política (eso sí era corrección política) de la pudibunda y embustera sociedad estadounidense del macartismo salió en 1957, pero el éxito fulminante del libro destrozó la ya maltrecha vida de Kerouac y acentuó su natural propensión a la autodestrucción masiva. Qué sería de la dichosa autoficción si ese texto hubiese aparecido como estuvo concebido, sin disimular los nombres, sin rebajar la agresividad ni las adicciones, sin atenuar la homosexualidad y la bisexualidad, sin limar la propensión a la impudicia y la obscenidad.
“A la mierda todo, estoy harto de sandeces”, es la primera frase de un discurso torrencial y libérrimo destinado a contarle a su amigo un episodio brutal de una vida ya de por sí brutal en torno a una mujer
¿Y qué hay propiamente en lo que los dos amigos llamaron siempre ‘La carta de Joan Anderson’, una más entre la infinidad de cartas que el grafómano Cassady mandó a lo largo de su vida a Kerouac y a muchos de sus amigos? “A la mierda todo, estoy harto de sandeces” es la primera frase de un discurso torrencial y libérrimo destinado a contarle a su amigo un episodio brutal de una vida ya de por sí brutal en torno a una mujer que parece que es el amor de su vida, pero luego un poco menos y al cabo de un rato nada más que una chiflada de la que se enamoró. Escribe un muchacho criado por su padre borracho, crecido en un correccional, habitual consumidor de todo tipo de drogas y frecuentador tenaz de todo tipo de presidios con un grueso historial de delincuencia y enfrentamientos con la policía, sin estudios ni de bachillerato, adicto a los billares y al juego, alcohólico práctico y auténtico cabrón (“cabrón total, no solo a medias”, dice) pero con una pasión por los libros incombustible y enganchado a las novelas de Thomas Wolfe.
“Se echó a llorar lentamente, intensamente lloró, sus largas pestañas no podían contener el lamento de sus ojos”. ¿Se está burlando de la desesperación de la muchacha? Se está burlando. Según ella, “yo era demasiado bueno para ella y ella no era lo bastante buena para mí”. Todo es tan ridículo que Cassady no tiene más remedio que ponerse a gritar por escrito y zarandear a Kerouac, “está bien, Jack, crítico baboso, deja de leer. La última frase, para que te enteres y para ponerlo todo en su sitio, de modo que puedas señalar inteligentemente con el dedo y reír como un tontaina francés —más vale que tengas orgasmos al leer esto, o berrees como un niño— es el meollo de todo el asunto”. Y el meollo del asunto es esa falsedad “ridícula, estúpidamente inmadura, perdidamente romántica e intelectualmente ciega”, y de paso la causa de que “te escriba la presente”. Yo al menos no puedo contener la risa con su mohín dramático.
La carta es un paso más en la ruta hacia la novela de Kerouac hasta llevar al desbocamiento de cualquier miramiento o aprensión, y es eso lo que la hace auténticamente fascinante. No tanto por la historia misma de una muchacha embarazada que se envenena para intentar suicidarse sin que su amante se alarme en exceso (tarda no sé cuántos días en ir a verla al hospital y, cuando parece que van a vivir juntos, él desaparece en otra interminable borrachera con amigos), sino por la forma de contarlo: con un estilo que busca no tenerlo, con una inmediatez rabiosa, con interpelaciones (¡metaliterarias!) frecuentes al destinatario Kerouac, con juegos de palabras, calas radicales autobiográficas y digresiones duras como las rejas o las grandes resacas: hipnotizante.
La carta de Joan Anderson. El Santo Grial de la Generación Beat
Traducción de Antonio-Prometeo Moya Valle
Anagrama, 2024
152 páginas. 18,90 euros
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