Lo femenino universal y las diosas del mar
Nuestra época ha desacralizado la naturaleza, la ha convertido en mecanismo inerte, indiferente, explotable. ‘La medida del mundo’, de Lola Josa, reinterpreta la mística hebrea para encontrar nuevos significados
Nuestra época ha enterrado el mito de la diosa. Hubo un tiempo en que el carácter divino era inmanente a la creación y la Tierra su epifanía. Desde entonces, el cuerpo entero del planeta corre peligro. Hemos desacralizado la naturaleza, la hemos convertido en mecanismo inerte, indiferente, explotable. El mito moderno ha excavado en la brecha entre la mente y la materia hasta hacerla insalvable, erradicando el principio femenino como expresión de la santidad y unidad de la vida. Lo femenino, no nos engañemos, no pertenece a la mujer, ni al hombre, ni al hermafrodita. No es cuestión de géneros. ...
Nuestra época ha enterrado el mito de la diosa. Hubo un tiempo en que el carácter divino era inmanente a la creación y la Tierra su epifanía. Desde entonces, el cuerpo entero del planeta corre peligro. Hemos desacralizado la naturaleza, la hemos convertido en mecanismo inerte, indiferente, explotable. El mito moderno ha excavado en la brecha entre la mente y la materia hasta hacerla insalvable, erradicando el principio femenino como expresión de la santidad y unidad de la vida. Lo femenino, no nos engañemos, no pertenece a la mujer, ni al hombre, ni al hermafrodita. No es cuestión de géneros. Lo femenino es un bien universal. De hecho, si no existiera, no habría universo, ni naturaleza, ni lo masculino. Apropiarse de lo femenino, ejercerlo, es una necesidad de nuestro tiempo y de nuestra civilización. La sexualidad ha de feminizarse, también nuestra relación con el entorno natural, nuestra política y nuestra filosofía. La diosa, que antiguamente representaba la espontaneidad, el instinto, el sentimiento y la intuición, se ha petrificado. Hoy la naturaleza es materia inerte y mecánica. La empezaron a enterrar Zeus y Yahvé, aunque el certificado de defunción lo firmó Descartes. Pero la diosa nunca desapareció del todo, continuó existiendo de forma oculta, se hizo clandestina. Algunos libros lo confirman. La medida del mundo de Lola Josa (Athenaica) pertenece a la familia de Naturaleza sagrada de Karen Armstrong (Crítica) y de El mito de la diosa de Anne Baring y Jules Cashford (Siruela). Al ser de manifiestos contrarios a la doctrina oficial, su influencia es indirecta, implícita y discreta. El universo sólo puede entenderse como totalidad. El equilibrio armonioso y la reciprocidad, aspectos indisociables de la naturaleza humana, hacen posible esa unidad. Las especies no compiten, colaboran, se entregan unas a otras.
Todas las diosas madres, como la vida, nacieron del mar. La Nammu sumeria, la Isis egipcia, la Afrodita griega, la María (que significa mar en latín) cristiana. Ellas son océanos, aberturas a través de la cuales la energía inagotable del cosmos se vierte sobre la civilización y la cultura, sobre los sueños y la imaginación (mística o científica). La imagen de la diosa suscita la idea de un universo orgánico (como el que concibió Timeo, el astrónomo del que nos habla Platón). Un universo sagrado y vivo, del que ella es núcleo y fuerza motriz. Todo está entrelazado, abrazado, por una red cósmica, pues todo participa de la femenina fuente. Son mitos antiguos que perviven hoy. La gran diosa neolítica, madre de la vida, la muerte y la regeneración. La cierva, cuya cornamenta crece veloz, el can que guarda sus misterios, la osa, el animal sagrado más antiguo, que sostiene con notable dulzura a su osezno. Hay una diosa beocia con laberinto y pájaros acuáticos, una diosa del trigo y del maíz, guardiana de los ritos de siembra y cosecha, una diosa guardiana de las aguas inferiores, con forma de serpiente, y de las superiores, diosa pájaro, señora de los ríos y manantiales, hay una diosa hindú de las cumbres eternamente nevadas.
El eterno femenino nos impulsa hacia lo alto, dice Goethe en su Fausto. Es el hilo de oro en el laberinto del tiempo. Lo divino femenino ha tomado muchas formas, el libro de Lola Josa, que baraja motivos de la mística hebrea, se centra en una: Miryam-María, la profetisa y chamana, hermana de Moisés, y la humilde galilea María de Nazaret, hija de Joaquín y Ana, y única mujer nombrada en el Corán (la más grande de todas las mujeres). En el siglo V, en el concilio de Éfeso celebrado en la ciudad de Artemisa, María es declarada Theotokos, madre de Dios. Siete siglos después las primeras catedrales se levantan en su nombre. Ella es la mediadora que permite alcanzar lo inalcanzable. Dante lo sabe. La madre venerada, no adorada, pues no es una diosa. O podríamos decir que es una diosa singular. Es la madre de Dios y el único de los seres sin mácula. Es hija de su hijo. La más humilde y la más alta de las criaturas. Su figura ennoblece a la humanidad entera. En su vientre se ha encendido la eterna paz. Por ella desciende Dios al mundo. Por eso es el agua, la madre de todas las formas, y la más alta sabiduría.
La medida del mundo es un libro simbólico y poético. Hay que saborearlo despacio. Una cifra, como el Zahir, un código que el lector paciente puede aventurarse a descifrar. Mi lectura es la de alguien que no conoce a fondo los misterios de la Qabbaláh, pero que sabe congeniar con esa vieja costumbre de recitar palabras sagradas (común en el mundo védico), que hace aparecer ideas y perfila vislumbres. El abrazo de las letras y los números es el núcleo de la mística hebrea. Hermenéutica y precisión. La música del verbo y el silencio del número. Entre líneas, en los pliegues, brota el pensamiento. La imaginación vuela al ritmo de la voz.
“Dios lloró y anegó lo creado. Se le quebraba el corazón por una criatura desatada, inclinada a dar cobijo al mal”. El arca de Noé fue la letra, la palabra (“arca”, en hebreo, también significa “palabra”). Pasado el diluvio, la escindida criatura pudo religarse de nuevo gracias a su naturaleza lingüística. Las palabras son leídas, paseadas, interrogadas. Despiertan al alma dormida. No estamos lejos de Derrida. Otra arca, otra palabra, permitió a Moisés sobrevivir en las aguas del Nilo. El infinito (Ein Sof) se da en el tiempo mediante las letras, que son cifra y medida de las cosas. La creación nunca es de la nada. Surge del tejido alfanumérico. Todas las artes aspiran a ese encuentro, a esa comunión. El sonido eterno suscita significados inesperados, que despojan al ser atado provisionalmente a la identidad que aparentemente lo sostiene.
Los evangelios son la helenización del mito bíblico hebreo. San Juan inicia el suyo hablando del logos: “En el principio fue la palabra. La palabra era Dios y todo se hizo con ella”. Una obra creativa regida por el equilibrio entre el rigor y la compasión. En el evangelio apócrifo de María Magdalena incorpora el noûs. “Allí donde está el noûs, hay un tesoro”. No se habla de psique o de pneuma, sino de “ese palacio que hay en el interior del corazón”. Un motivo oriental, que evoca el ātman de las upaniṣad. Ese noûs, además, está vacío (como la conciencia original o puruṣa). Es el arquetipo del recibir, de llenarse de contenido ajeno. Esa vacuidad es lo más oculto de Dios, de ahí que el amor místico se identifique no con el sentimiento sino con la desnudez.
Lo femenino respira entre las aguas, en el centro del tiempo, entre las infinitas posibilidades del ser. El ser no es un sujeto, mayúsculo. El ser es un verbo. El misterio Miryam-María habita en la sonoridad. El sonido es germen, alumbramiento. Se concibe por el oído. Se sabe de oídas. El saber de leídas es incierto, frágil, tembloroso. Miryam, antecedente de María, es la maga, la profetisa que, con sus bailes y su tambor, celebra la gracias. El milagro de las aguas que permite a su pueblo escapar del faraón. Canta a Yahvé, “que se cubrió de gloria arrojando el mar sobre los carros y los caballos”. En el origen, el poder mágico pertenecía a las mujeres, como se ha comprobado en los santuarios del paleolítico, entre los pigmeos y en los indios de la Tierra de Fuego. Lola Josa, que nos asombró recientemente con su lectura, en clave cabalística, del Cántico espiritual de fray Juan de la Cruz (Lumen, 2021), busca ahora lo femenino en la Biblia, su continuidad y sus metamorfosis, “con la intención de liberar posibilidades de nueva significación”. La Biblia no sólo es una colección de libros, sino una biblioteca y una fuente de significados. “Un génesis de infinitud que espera a ser leído para quedar a salvo en las ilimitadas facultades cognitivas de los lectores”. Cada letra del alfabeto hebreo es un número, cada número una letra. Una lengua sin vocales. Para que la vivifique el aliento del hablante. Como dice el principio libro: “La palabra fue creada para abrazar. Cualquier otro destino que se le imponga desdice la humanidad”. El primer paso es el último paso.
La medida del mundo
Athenaica, 2022
144 páginas, 16 euros.
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