Política latinoamericana: de enemigos a adversarios
El entusiasmo por las elecciones en Chile y en Colombia obliga a pensar en la posibilidad de que los intelectuales que apoyen o rechacen esas propuestas se despojen del lenguaje adánico que celebra o rechaza sin matices la llegada de un nuevo Gobierno
La actualidad latinoamericana me hace pensar muchas veces en una preciosa novela de Eduardo Liendo: Si yo fuera Pedro Infante. El recuerdo de sus páginas se resume en la imagen de un hombre que vive angustiosas noticias: la mujer que ama vive en Chile y allí los militares acaban de dar un golpe de Estado.
El personaje intuye una gran tragedia y en su insomnio comienza a recordar la vida del cantante y actor Pedro Infante. Un ejercicio de la memoria en la que palpita el único recurso...
La actualidad latinoamericana me hace pensar muchas veces en una preciosa novela de Eduardo Liendo: Si yo fuera Pedro Infante. El recuerdo de sus páginas se resume en la imagen de un hombre que vive angustiosas noticias: la mujer que ama vive en Chile y allí los militares acaban de dar un golpe de Estado.
El personaje intuye una gran tragedia y en su insomnio comienza a recordar la vida del cantante y actor Pedro Infante. Un ejercicio de la memoria en la que palpita el único recurso con que su imaginación puede sobrevivir a esa noche de incertidumbre: la idea de que él, transformado en un heroico charro de película, viaja a Santiago y restablece el reino de la paz en ese lugar donde Pinochet se apresta a desarrollar una terrible celebración de la sangre.
Es lógico el entusiasmo que despierta esta novela publicada en 1989 y que ha circulado ampliamente en Venezuela y México. En su limpia escritura, en su tierna evocación de la música popular, Si yo fuera Pedro Infante toca desde lo imaginario la reconfortante idea de que una figura justiciera puede salvar el mundo de personas acosadas por la locura del poder totalitario.
Comprensible que Liendo escribiese una historia como esta, cuando recordamos que en los años sesenta eligió el duro camino de incorporarse a las guerrillas, decisión que le costó varios años de cárcel y exilio. Lo destacable es que, en los tiempos chavistas, cuando ese pasado insurgente podía representarle muchos réditos, ofreció una inmensa lección ética al afirmar: “Empezamos a enfrentar un Gobierno democrático recién electo como el de Betancourt, con las diferencias que podíamos tener, pero que indudablemente había sido electo recientemente. Fue un error grave…”.
En democracia los atajos sirven para cambiar actores, pero también consolidan en el poder a grupos delictivos
Queda así subrayada la diferenciación tan clara que este narrador establece entre la emocionalidad de las ficciones y el sosiego de las opiniones ciudadanas; hecho que me lleva a interrogarme sobre el papel de la intelectualidad en los acontecimientos políticos actuales.
El entusiasmo reciente por las elecciones libres en Chile y en Colombia, en los que las mayorías han optado por opciones de izquierda, me obliga a pensar en la posibilidad de que los intelectuales que apoyen o rechacen esas propuestas se despojen al fin de los impulsos épicos, de los frenesís heroicos, del lenguaje adánico que celebra o rechaza sin matices la llegada de un nuevo Gobierno. La democracia tiene plazos, tiene instituciones, tiene evaluaciones constantes y alternancias (por ejemplo, el reciente rechazo al nuevo texto constitucional chileno). En democracia no debería haber asaltos fulgurantes al palacio gubernamental, enemigos a los que “freír en aceite”; tampoco deberían existir batallas, mucho menos Mesías salvadores.
Las calles de Latinoamérica siguen siendo crueles, exaltadas; quizá es momento de que el lenguaje con que se las piensa adquiera la modestia de quien exige graduales avances en el fortalecimiento de las instituciones; en el establecimiento de una nítida igualdad de oportunidades; en la disminución de la pobreza.
El optimismo milenarista y la desaforada emocionalidad al pensar lo político son el caldo idóneo para la continua decepción en la que viven las muy imperfectas pero necesarias democracias latinoamericanas.
Allí están procesos dramáticos como los de Nicaragua y Venezuela, rodeados en sus inicios de un gran entusiasmo nacional o internacional. Ninguna buena causa, ningún proyecto inclusivo y liberador puede nacer del caudillismo, del discurso del odio, del sectarismo. En democracia los atajos sirven para cambiar actores, pero también para consolidar en el poder a grupos delictivos que convierten a los países y a sus habitantes en rehenes.
Los apoyos intelectuales a dictaduras como las de Ortega y Maduro han perdido fuerza en estos tiempos. Quiero leer ese desgaste como una señal positiva, una evidencia de que, desde cualquier lugar del espectro político, la idea central que guía a unos cuantos intelectuales es la de las civilizadas divergencias entre demócratas.
Es hora de que en Latinoamérica hablen los resultados. Esperamos que Chile y Colombia encuentren su camino de paz y desarrollo. Como ejemplo a evitar tenemos el desolador paisaje chavista: más de siete millones de personas abandonaron el país; las devaluaciones eliminaron 14 ceros al bolívar; la pobreza alcanzó al 94,5% de la población; centenares de medios de comunicación fueron cerrados; ocurrieron también miles de episodios de censura digital, y las torturas, ejecuciones y arrestos siguen siendo práctica habitual contra opositores.
Allí hay un resultado que también derivó del encantamiento de algunos intelectuales en el año 98 por la adrenalina, las emociones intensas, el heroísmo decimonónico, las figuras fuertes.
Quizá es tiempo de que el entusiasmo de la intelectualidad latinoamericana por la política contribuya a transformar la palabra enemigo por la palabra adversario.
También es tiempo de volver a leer a Eduardo Liendo, y de escuchar siempre a Pedro Infante.
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