‘La amante de Wittgenstein’, sola en el museo
La protagonista de David Markson, atrapada en el fin del mundo, conduce al lector por la cultura al igual que Virgilio por el infierno
Kate cree que es el último ser vivo sobre el planeta y decide pasar ese trance en distintos museos. El Metropolitan de Nueva York, el Louvre de París, la ...
Kate cree que es el último ser vivo sobre el planeta y decide pasar ese trance en distintos museos. El Metropolitan de Nueva York, el Louvre de París, la National Gallery de Londres. También ha dejado su rastro en el Ermitage de San Petersburgo, o en los Uffizi de Florencia. En más de una galería estampó su firma en el espejo del baño.
Kate reproduce su vida en círculos y por eso la narración no avanza; tan sólo va añadiendo capas del pasado que completan su biografía en la locura. Para ella, naturaleza y cultura, playa y ciudad, son estancias de su laberinto mental que conviven, en igualdad de condiciones, con los cuadros de Van Gogh, los Pensamientos de Pascal, la autoridad de Bertrand Russell sobre Wittgenstein. A veces, tiende a pensar que a esa naturaleza y esa cultura les sucede lo mismo que al béisbol: eran mejores cuando la “hierba era de verdad”.
Kate es la protagonista de La amante de Wittgenstein, novela de David Markson en la que se siente el aliento de Marguerite Yourcenar. Novela que impacta en narraciones posteriores de David Foster Wallace, Donna Tartt o Carlos Fonseca. Siempre modo y nunca moda, uso y no abuso, para Markson el arte, más que un tema, es el hilo que cose la historia, la geografía y el sentido mismo de esta aventura.
En contra de lo que suele ser costumbre en la narrativa sobre arte, Markson no le concede el protagonismo a artistas, galeristas, coleccionistas o directores, sino a una espectadora. Una mujer desquiciada por consumir las piezas de esos museos en los que pasa el apocalipsis, llevando hasta las últimas consecuencias la ruptura de la frontera entre el arte y su público. Mientras quema los marcos de los cuadros para cocinar o darse calor, Kate descubre que el museo no es solo un contenedor de obras, sino también manicomio y refugio. La isla capaz de acoger el naufragio definitivo de la humanidad y el teatro propicio para escenificar el último monólogo sobre la vida en la Tierra.
Reacio a la extendida superstición sobre el poder curativo del arte, el autor nos describe su influjo perturbador
Reacio a la extendida superstición sobre el poder curativo del arte, Markson nos describe su influjo perturbador. Concretamente, su incidencia corrosiva en esta mujer que “ocupa” sus insignes palacios, poniéndolos a disposición de sus caprichos o sometiéndolos a sus necesidades más básicas.
Por medio de su largo y vengativo soliloquio, Kate nos conduce por la cultura como Virgilio nos guía por el infierno. Y enloquece viendo pinturas como Don Quijote enloquece leyendo novelas de caballería. Solo que la suya es una epopeya enclaustrada, mientras que el personaje de Cervantes cabalga a cielo abierto, enfrentando unos molinos de viento que, para la amante de Wittgenstein, no son más que las piras humeantes de una cultura a punto de apagarse.
En el largo poema que es, también, este libro, toda la historia de la humanidad se precipita sobre el presente; todos los espacios sobre el museo; todo arte previo sobre la locura de su heroína. Y así giramos en la noria infinita de un monólogo con timbres homéricos, en el que resaltan las evocaciones de Helena de Troya o las meditaciones sobre el lugar de las mujeres en la Ilíada. Una letanía deslumbrante a la altura de James Joyce o Thomas Bernhard, y en la que pasamos de Brahms a Velázquez, de Homero a Rilke, de Eurípides a Gertrude Stein, de Maria Callas a Medea.
Estos hitos se convierten en puntos cardinales de la cartografía inabarcable de esta mujer que ha quedado atrapada en el fin del mundo, apabullada por un arte que ya no está conectado con la vida, sino con la supervivencia.
Que el delirio final del ser humano tenga lugar en un museo nos ofrece algunas pistas sobre el destino de la cultura en ese almacén de las compasiones que Kate distingue como un mausoleo repleto de pobres diablos. Da igual que hablemos de Safo tirándose al Egeo, A. E. Housman impidiendo a los filósofos usar su baño, niños tirando bolas de nieve en los cuadros de Brueghel, sor Juana Inés de la Cruz contagiada por una pandemia o John Ruskin viendo serpientes por todos lados. Para Kate, son criaturas infantiles que, a la mínima que las sacamos de sus habilidades artísticas o su mitología, caen con estrépito en el ridículo o algo peor.
En esta vida sin testigos, la protagonista puede interpretar un cuadro inexistente de Van Gogh, o detenerse en la coincidencia de que Vivaldi y Odiseo fueran pelirrojos, o empecinarse con una novela sobre el béisbol, o tomarse “una pausa para hacer de vientre”, o regresar espantada, una y otra vez, a la muerte de un hijo.
Kate busca consuelo en la música y fantasea con una tradición cultural que puede hacerte compañía, pero no salvarte; puede enloquecerte, mas no redimirte.
La amante de Wittgenstein es un texto fundamental sobre el lugar del arte en la novela que pone muy alto el listón a la catarata de libros posteriores que han abordado, muchas veces de manera epidérmica, este asunto. Cabe leerlo, además, como un compendio de las obsesiones de Markson, que podría haberlo subtitulado con los nombres de otras obras suyas: Esto no es una novela, La soledad del lector, Punto de fuga. También es un canon de la llamada cultural universal densamente poblado, con naturalidad, por mujeres.
Un libro sobre la gente que va a los museos, y sobre lo que podría llegar a hacer en ellos si tuviera la libertad de Kate o estuviera allí tan sola como ella. En esa tensión entre su soledad y su libertad, queda servida esta brillante parábola sobre una cultura dispuesta a arder y hacer arder sus templos.
La amante de Wittgenstein
Autor: David Markson.
Traducción: Mariano Peyrou.
Editorial: Sexto Piso, 2022.
Formato: tapa blanda (262 páginas, 21,90 euros).
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.