Otros horizontes
La soledad romántica de los paisajes de la pintura americana expuesta en el Thyssen es el escenario de un exterminio
Salgo del Museo Thyssen una mañana de este enero de la pandemia interminable como si volviera no de una exposición de pintura, sino de todo un continente, con el espíritu exaltado, con una amplitud mayor de respiración en los pulmones, como si hubiera respirado de verdad el aire de esos horizontes abiertos, como si hubiera compartido la vida urgente y la celebración del mundo real en toda su vulgaridad y toda su belleza que parece un rasgo decisivo de las artes hechas en Estados Unidos, desd...
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Salgo del Museo Thyssen una mañana de este enero de la pandemia interminable como si volviera no de una exposición de pintura, sino de todo un continente, con el espíritu exaltado, con una amplitud mayor de respiración en los pulmones, como si hubiera respirado de verdad el aire de esos horizontes abiertos, como si hubiera compartido la vida urgente y la celebración del mundo real en toda su vulgaridad y toda su belleza que parece un rasgo decisivo de las artes hechas en Estados Unidos, desde la pintura hasta la música, desde el cine hasta la novela y a la poesía. Salgo del museo como si volviera de un viaje, y eso me hace darme cuenta de hasta qué punto nos ha afectado este tiempo de angustia y encierro que empezó hace ya casi dos años y ya no imaginamos que pueda terminar.
El arte americano que empezó a coleccionar con tanta perspicacia el barón Thyssen en una época en la que nadie le prestaba la menor atención se despliega ahora en el museo con una variedad embriagadora, con una desenvoltura expositiva en la que se mezclan, en la misma sala, periodos, artistas y estilos muy distintos. Pero por debajo de esa riqueza tan diversa hay una consistencia que se bifurca tal vez en dos corrientes principales, a veces separadas y otras mezclándose entre sí, la del mundo natural y la de la tumultuosa aventura humana, la de los horizontes despejados, los bosques, el poderío del mar, y la de la vida en las ciudades, la del espectáculo de lo cotidiano, lo común, lo plebeyo, lo angustioso, lo enérgico. Lo que distingue al arte americano es una capacidad de abarcar la amplitud y la complicación del mundo con una indiscriminada generosidad, como la que dilata los versos de Walt Whitman o la ficción sobrehumana de Moby-Dick, o las sinfonías mayores de Charles Ives, en las que cabe toda la chatarra sonora y la bullanga de las bandas de música y la solemnidad de los himnos de la liturgia luterana.
La originalidad de la poesía americana emana de la dicción del habla común enaltecida por el empuje caudaloso de los versículos de la Biblia. La pintura hereda el sentido romántico del paisajismo europeo ensanchándolo para dar cuenta de una naturaleza de una escala que borra o vuelve trivial la presencia humana. El gran shock del recién llegado de Europa no ha variado mucho desde principios del siglo XIX, o incluso desde mucho antes, desde que Henry Hudson remontaba por primera vez en 1609 la anchura oceánica de la desembocadura de un río que sin duda era mayor y más misterioso porque para él no tenía nombre. En esa época, la mayor parte de Europa ya estaba desforestada. Los bosques americanos eran tan inmensos, sus árboles tan altos, que los navegantes olían su aroma de vegetación y tierra fértil desde el mar. Toda una escuela de pintura, iniciada por Thomas Cole y perfeccionada por Frederic Church y sus discípulos de la escuela del Hudson, se atreve a medirse con las dimensiones y la feracidad de esos paisajes que llegan a un punto de delirio cromático con el cambio de las hojas y las neblinas doradas de los días de otoño. Yo he visto con mis propios ojos esos colores, ese río que se tiñe con los rojos y los amarillos y ocres de las hojas caídas que arrastra, esas colinas de bosques que se pierden en una lejanía azulada de montañas. Viéndolos de nuevo en la pintura me rindo a la añoranza. Me he alejado en bicicleta de la ciudad por un sendero a la orilla del río y al cabo de solo media hora me he encontrado en una orilla pedregosa que en los días de bruma en que se borraban los horizontes cercanos me permitían una sensación de soledad patagónica. Los cargueros que se deslizaban río arriba hacían sonar sirenas como de buques fantasmas.
El paisaje, igual en mi recuerdo que en estos cuadros que ahora veo en Madrid, era en gran medida una ficción. La pintura suprime tanto como muestra. El río primigenio que pintaba Frederic Church hacia los años setenta del siglo XIX estaba ya contaminado por los vertidos industriales de las fábricas de sus orillas. La neblina rojiza de las puestas de sol la ennegrecía el humo de las chimeneas de carbón. Los bosques estaban siendo talados. Los paisajes que asombraban a los viajeros europeos no eran los del Génesis, sino del Apocalipsis. Los bosques que parecían vírgenes habían alcanzado aquel espesor no porque nadie hubiera habitado nunca en ellos, sino porque sus pobladores habían desaparecido. La soledad romántica de los paisajes de la pintura americana es el escenario póstumo de un gran exterminio. En un cuadro de George Catlin de 1871 se ven las cataratas formidables de San Antonio en el río Misisipi desde un punto de vista elevado para dar mejor la impresión de la amplitud del espacio: abajo, diminutas, hay dos figuras, un hombre y una mujer indios, seguidos por un perro. En el momento en que el cuadro se pintó, incluso esa presencia humana mínima era ya un recuerdo de otra época. Las epidemias, el acoso, la guerra, la política de expulsión y exterminio están inscritos como cicatrices invisibles en la belleza de un paisaje que parece intocado.
El reverso de esa poética abismal de la ausencia y el vacío es la presencia acuciante, la afirmación ferviente de lo humano, lo singular e irreductible y lo arrasadoramente colectivo, el anonimato y la multiplicación de la ciudad y de las imágenes comerciales y el coraje del artista solitario, vulnerable y no vencido: es la soledad mística de Mark Rothko y la furia de Jackson Pollock, el ascetismo riguroso de la pintura abstracta y la fascinación del arte pop por las imágenes de la publicidad y la cultura de masas, la complacencia irónica y el desgarro, las criaturas expresionistas de Willem de Kooning y las joviales muchachas de viñeta de cómic de Roy Lichtenstein.
Pero habría que hablar también de los rótulos callejeros de Stuart Davies, de los misteriosos cofres de residuos de Joseph Cornell, de las acuarelas invernales de Andrew Wyeth, de los retratos de Raphael Soyer, de la delicada maestría panfletaria de Ben Shahn, de esa mujer sola en una habitación de hotel de Edward Hopper que no se sabe si acaba de llegar o está a punto de irse… Iba a salir ya y volvía sobre mis pasos. No quería irme de la exposición para que no se me volviera a estrechar la mirada.
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