Póngame un Ministerio de Cerebros
‘Y todo eso’, distopía sobre el control de la estupidez que Rose Macaulay escribió en 1918, confirma la existencia de una literatura ambiciosa y divertidísima escrita por mujeres
El año 1931, Gabriele Tergit, intrépida periodista berlinesa amante del absurdo, publicó una novela deliciosa y divertidísima, una sátira sobre lo ridículo de la industria cultural, titulada Käsebier conquista Berlín. El tal Käsebier es un cantautor rubio, gordo y nada talentoso al que los periodistas, por un desvío del destino, convierten en una estrella. La cosa da comienzo cuando alguien publica un artículo sobre él para llenar una página a última hora y gracias al efecto bola de nieve a...
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El año 1931, Gabriele Tergit, intrépida periodista berlinesa amante del absurdo, publicó una novela deliciosa y divertidísima, una sátira sobre lo ridículo de la industria cultural, titulada Käsebier conquista Berlín. El tal Käsebier es un cantautor rubio, gordo y nada talentoso al que los periodistas, por un desvío del destino, convierten en una estrella. La cosa da comienzo cuando alguien publica un artículo sobre él para llenar una página a última hora y gracias al efecto bola de nieve acaba casi dominando el mundo, porque, he aquí el poder de la prensa, que todo puede teledirigirlo cuando quiere, ¿y qué ocurre cuando la prensa deja de pensar y se deja llevar? Que, como dice el título, Käsebier conquista Berlín, y el mundo. La novela, eminente y brillantemente cómica, ha sido, como cualquier posible clásico instantáneo raro firmado en el pasado por una mujer, doblemente invisibilizada. Y al hacerlo, se ha fundamentado la creencia de que la literatura escrita por mujeres jamás, ni de lejos, ha sido tan ambiciosa, ni tan divertida, como, pongamos, la de un James Joyce, un Samuel Beckett o un William Gaddis. Pero ahí están Marguerite Young, Ann Quin y Mary Robison. La ambición, y la pasión por el absurdo, de Young, sin ir más lejos, no tenía límites. Es autora de la novela más larga que se ha escrito jamás —sin distinción hombre mujer—, un mundo bizarro y extraño de 3.449 páginas, que empieza siendo un viaje de una niñera en autobús de una punta a otra de Estados Unidos.
Rose Macaulay (1881-1958), esplendoroso punto ciego de la literatura inglesa de principios del siglo XX, amiga íntima a la vez de Virginia Woolf, Ivy Compton-Burnett y E. M. Forster, merece una categoría aparte, en tanto que incansable viajera y, como hace evidente la novela que nos ocupa, la velocísima y curiosísima Y todo eso, valiente dibujante de otros mundos posibles. Aunque su merecida fama no le llegó hasta que prácticamente estuvo en la tumba —murió en 1958, y la novela que la hizo famosa se había publicado apenas dos años antes—, sin ella la literatura político especulativa no habría sido la misma. Pues, mucho antes de que George Orwell capturase el macabro espíritu de su presente (1948) en una aparente distopía, su 1984, y también antes de que Aldous Huxley se inventase Un mundo feliz, Macaulay trazó las bases de la sátira político futurista sin necesidad de viajar a ningún futuro, o haciéndolo a un futuro tan cercano que no es más que presente pospuesto, eso que ella llama el “territorio inexplorado”, “la vida” en Inglaterra “después de la guerra”. Publicada en 1918, y escrita, por tanto, durante la Primera Guerra Mundial, Y todo eso —un guiño a la legislación para el control de alimentos de la época y a todo lo no especificado— imagina un mundo en el que, tras el fin de una ridícula guerra, se ha creado un Ministerio de Cerebros que controla el grado de estupidez del ser humano —y emite certificados a válidos y no válidos— para evitar el absurdo de que pueda haber otra.
Se sabe que Aldous Huxley, buen amigo de Macaulay, la visitaba con frecuencia en la época en la que ella escribía Y todo eso, y leyéndola es inevitable concebirla como el germen salvajemente chispeante del clásico de Huxley que, no olvidemos, se reimprime con frecuencia, al contrario que la obra de la periodista —Macaulay, como la mencionada Tergit, o la también rabiosamente divertida Stella Gibbons, no supo estar en el mundo sin contarlo—, que se acaba de reeditar por primera vez en el Reino Unido un siglo y un par de años después de que se publicara. ¿De qué forma iba cualquier lector que no hubiese vivido aquel presente convulso a saber de ella, como sí sabía de la obra de, pongamos, Louisa May Alcott? ¿Y no estaba esa desaparición, esa omisión, diciéndole al mundo que las autoras solo escribían un tipo de novela? Ajena al que podría ser su legado, en la novela Macaulay se divierte y dispara contra todo, y lo hace desde la cabeza de un personaje, Kitty Grammont, que es, a su vez, semilla de la inigualable Laurie, otra versión de sí misma, protagonista de su obra cumbre, la descacharrante Las torres de Trebisonda. Grammont aborrece el Ministerio de Cerebros, pero trabaja para él, y está pensando en dejarlo porque no puede soportar ver al ministro —del que está perdidamente enamorada— sin poder tenerlo. La razón por la que no puede tenerlo es porque sus cerebros son incompatibles, burocráticamente hablando. Dedica, Macaulay, la novela “a los funcionarios que he conocido”, a los que retrata con cariño, desde el absurdo que permite desactivar la bomba de lo que relata. Porque Macaulay incluso anticipa algo tan terrible como el Congreso sobre Eugenesia que tuvo lugar en Estados Unidos en 1921, reunión en la que participó el hijo del mismísimo Charles Darwin, y en la que se abogó precisamente por un control no solo de la estupidez, sino de todo aquello que enturbiase la supuesta grandeza de ciertos seres humanos, algo que caló hondo al otro lado del charco dando forma a parte del ideario nazi. Sí, ha existido siempre una literatura poderosamente ambiciosa, y a la vez, escandalosamente divertida escrita por mujeres. Y aunque hemos tardado en descubrirlo, lo hemos hecho. Así que bienvenida, por fin, Rose Macaulay.
Y todo eso. Una comedia profética
Autora: Rose Macaulay.
Traducción: Ana Belén Fletes Varela.
Editorial: Minúscula, 2021.
Formato: tapa blanda (240 páginas. 19 euros).
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