De qué escribimos cuando escribimos de deporte
Desde 1896 hasta la actualidad, la gran tradición del periodismo deportivo ha reflejado el trufado de emociones, épica y asombro del que están hechos los Juegos Olímpicos. Tokio no será una excepción
Nada en el ámbito del deporte supera a los Juegos Olímpicos en mística y magnitud, un fenomenal racimo de competiciones que en dos semanas se consume a bocados. Es un delirio que atrapa la voluntad de los atletas y la imaginación de los aficionados, y en la misma medida estimula pasiones bastante más prosaicas: ambición, codicia, corrupción y dividendos políticos. Satinados por una pátina de solemnidad y épica, que sirve por igual para cantar la gloria del campeón y el drama del fracaso, los Juegos son un mundo en sí m...
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Nada en el ámbito del deporte supera a los Juegos Olímpicos en mística y magnitud, un fenomenal racimo de competiciones que en dos semanas se consume a bocados. Es un delirio que atrapa la voluntad de los atletas y la imaginación de los aficionados, y en la misma medida estimula pasiones bastante más prosaicas: ambición, codicia, corrupción y dividendos políticos. Satinados por una pátina de solemnidad y épica, que sirve por igual para cantar la gloria del campeón y el drama del fracaso, los Juegos son un mundo en sí mismo, perfectamente milimetrado por el Comité Olímpico Internacional (COI), pero inestable por naturaleza; un coloso difícil de controlar, con un misterioso afán por establecer narrativas que en la mayoría de los casos trascienden al deporte.
Tan profunda es la huella que han dejado en nuestra memoria los grandes campeones como los acontecimientos que han definido la mayoría de las ediciones olímpicas, adscritas a convulsiones que han marcado su desarrollo y el del mundo en general. No es posible evitar el desencuentro entre la glorificación de la disputa deportiva que pretenden los Juegos y la realidad que los preside. La asociación entre competición y contexto es tan larga como el recorrido de los Juegos, desde 1896 hasta nuestros días. Basta señalar la apoteosis nazi en 1936, el despegue económico japonés en 1964, la masacre de la plaza de las Tres Culturas y el Black Power en 1968, el asesinato de los deportistas israelíes en 1972; los sucesivos boicoteos en 1976, 1980 y 1984, previos al derrumbe de la URSS —en 1992, sus atletas acudieron a Barcelona sin bandera nacional, con el logo de CEI (Comunidad de Estados Independientes)—, o la consagración de China como potencia cabecera del siglo XXI en los Juegos de Pekín 2008.
Cada uno de estos sucesos marcó en su momento la temperatura del mundo, con la misma exactitud que en la memoria permanece el rastro de sus grandes campeones: Jesse Owens, Abebe Bikila, Bob Beamon, Mark Spitz, Nadia Comaneci, Sebastian Coe, Carl Lewis, Usain Bolt y Michael Phelps. Con sus hazañas se ha construido el edificio mítico que el deporte reclama, pero sus proezas se entienden mejor cuando se asocian al contexto en el que se produjeron. Por brillantes que sean sus estadísticas, se quedan cortas para explicarlos. Son circunstancias de todo tipo —personales, políticas, sociales, económicas, comerciales o tecnológicas— las que ayudan a definir su trascendencia.
No habrá manera de escribir sobre los Juegos de Tokio sin dar cuenta del inquietante paisaje social que los rodea
¿De qué se escribe, por tanto, cuando se escribe de deporte? Los Juegos Olímpicos ayudan a responder la pregunta, cuya respuesta es menos obvia de lo que parece. En cinco días comenzará en Tokio una nueva edición. Competirán miles de atletas, y durante dos semanas se reproducirán todos los pasajes y rituales que se adhieren a los Juegos. Miles de periodistas acudirán a Japón y se encargarán de contar los episodios deportivos, ejercicio donde la trascendencia de los resultados se cruzará con la subjetiva percepción de quienes lo cuentan. Será imposible, sin embargo, desvincular los Juegos de Tokio del momento y las circunstancias en las que se celebran. Esta edición ha establecido un escenario inaudito, forzado por el ataque de una pandemia imprevista, veloz y letal. No es posible determinar sus consecuencias en todos los órdenes. Tampoco en el universo deportivo, del que los Juegos Olímpicos es parte destacadísima.
Fuera de las dos guerras mundiales que impidieron su organización, los Juegos Olímpicos vulnerarán por vez primera su ciclo cuatrienal. Suspendidos el pasado año, mantienen el logo 2020, no sin controversia por su celebración. Las encuestas indican que el 70% de los japoneses los rechazan, a pesar de las ingentes cantidades invertidas y del daño que sufrirá la economía del país, cuya capital albergará las competiciones en medio del estado de emergencia que acaba de decretar el Gobierno y que se extenderá hasta mediados de agosto. Una sensación fantasmagórica recorrerá los Juegos, vacíos de público en los estadios y sin permiso de entrada a los extranjeros no acreditados. Los deportistas permanecerán controlados en burbujas, sometidos a pruebas constantes. Se vivirá en un estado de incertidumbre y temor general. Nada, excepto el disimulo que suele procurar la realización televisiva, recordará la chispeante atmósfera que caracteriza a los Juegos.
Se competirá porque el COI se garantiza un cobro cercano a los 3.000 millones de euros por sus diversos contratos con patrocinadores y corporaciones de televisión. La cancelación le resultaría devastadora, y los efectos, imprevisibles. El comité local japonés, cuyas ganancias dependían principalmente del billetaje y de la masiva llegada de turistas, estima unas pérdidas de 800 millones de euros. No habrá manera de escribir de estos Juegos sin dar cuenta de su inquietante paisaje y situarlo en la relevante posición informativa que exige. Aunque pasteurizadas en unos recintos vacíos de gente, se disputarán las competiciones, se renovarán récords, las historias de éxito se mezclarán con las crónicas de las decepciones y con toda seguridad emergerán momentos memorables y campeones de calado histórico. De este material —un trufado de emociones, épica y asombro— están hechos los Juegos. Tokio no será una excepción, pero el contexto asoma muy por encima de las competiciones.
Serán para siempre los Juegos de la pandemia, temible etiqueta para un acontecimiento atravesado por cuestiones tan graves que parecen traspasar los márgenes del periodismo deportivo. No es cierto. El deporte, que ha multiplicado exponencialmente su importancia económica, política y cultural en la sociedad moderna, no escapa a sus problemas, ni a sus lacras y convulsiones. Tampoco el propio periodismo. La descripción de un episodio competitivo figura en la raíz de la crónica deportiva, obviedad que se incumple con frecuencia y que priva a la audiencia de la información necesaria, pero uno de los principales rasgos del deporte es su extraordinaria capacidad para absorber las condiciones de su entorno y adecuarse a los elementos que le favorecen o le incomodan, como sucederá en Tokio. De eso tratarán estos próximos Juegos. Al periodismo deportivo le toca enfocarlos, como tantas otras veces, con el mayor angular posible, más necesario que nunca en los tiempos que corren.
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