¿Por qué no hay más pintoras en el Museo del Prado?
Es natural buscar una interpretación del pasado que contribuya a una mayor igualdad en el presente, una exigencia ha llegado a los grandes museos con retraso, pero con la fuerza de lo legítimo
Algún tiempo después de trasladarme a España a finales del año 1998, visité el Museo del Prado con mi mujer de entonces, Viviana. Paseamos por varias salas y nos centramos en la colección de pintura flamenca, y en las más reducidas de pintura holandesa y alemana del museo, cuyo cuidado y estudio iban a ser mi responsabilidad. Terminando la visita, Viviana me hizo una pregunta: ¿Y las mujeres pintoras? En realidad, estaba hecha a modo de comentario; su total ausencia de las paredes del museo no le sorprendió. Le expliqué que el Prado tiene mucha más obra almacenada de la que cabe en sus salas, ...
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Algún tiempo después de trasladarme a España a finales del año 1998, visité el Museo del Prado con mi mujer de entonces, Viviana. Paseamos por varias salas y nos centramos en la colección de pintura flamenca, y en las más reducidas de pintura holandesa y alemana del museo, cuyo cuidado y estudio iban a ser mi responsabilidad. Terminando la visita, Viviana me hizo una pregunta: ¿Y las mujeres pintoras? En realidad, estaba hecha a modo de comentario; su total ausencia de las paredes del museo no le sorprendió. Le expliqué que el Prado tiene mucha más obra almacenada de la que cabe en sus salas, y que en los almacenes sin duda había algunos cuadros pintados por mujeres, pero que expuestos en las salas tal vez no.
Viviana era y sigue siendo una persona de gran sensibilidad feminista, que ha dedicado su vida profesional a esa causa, con mucho éxito y mucha generosidad. Su conocimiento de la historia del arte era menor que el mío. Le di dos explicaciones sobre la escasez de pintoras en el museo, que son consecuencia de la historia de Europa en los siglos XV al XVIII, los que forman el núcleo del Museo del Prado (la colección del siglo XIX no estaba colgada entonces). En primer lugar, el arte de la pintura es una actividad social. Para que una artista pudiera formarse y hacer carrera era necesario tener ejemplos a los que querer imitar, y residir durante un periodo formativo en el hogar de un maestro pintor (las academias de arte que muy gradualmente sustituyeron a los maestros a partir del siglo XVIII tampoco dieron la bienvenida a las mujeres). Era necesario también tener compañeros con los que competir y colaborar, formar parte de organizaciones gremiales, relacionarse con clientes, obtener el apoyo de alguien con dinero y poder.
Todo esto era prácticamente imposible para una mujer de la época, cuya vida estaba reducida al ámbito doméstico, o a la ayuda de su padre o esposo. Solo proceder de familia de pintores o ser de clase muy elevada permitía solventar estos obstáculos. En segundo lugar, expliqué, y como consecuencia de lo anterior, era poco probable que las muy escasas mujeres que consiguieron ejercer de pintoras hubiesen llegado a un nivel de maestría tan elevado como el de sus colegas masculinos más destacados, por una pura cuestión de probabilidades. Recuerdo también pensar que tenía que revisar las obras de la colección de pintura flamenca del museo, para ver si encontraba alguna obra que pudiese colgar. El resultado fue la instalación en las salas de pintura flamenca del siglo XVII de cuatro cuadros de Clara Peeters, una pintora de bodegones que trabajó en Amberes a partir de 1606.
Era poco probable que las muy escasas mujeres que consiguieron ejercer de pintoras hubiesen llegado a un nivel de maestría tan elevado como el de sus colegas masculinos más destacados, por una pura cuestión de probabilidades
Colgar cuatro cuadros de Clara Peeters de pequeño tamaño en las paredes del Prado no es difícil; basta con ajustar algunos espacios. Pero es poco remedio para la ausencia de pintoras en sus salas y para las expectativas de una mayor visibilidad a sectores de la sociedad que han sido marginados en el estudio de la historia. Es natural buscar una interpretación del pasado que contribuya a una mayor igualdad y justicia en el presente y así los vienen haciendo los historiadores del arte en lo que se refiere a las mujeres pintoras en Europa desde principios de la década de 1970. Esta exigencia ha llegado a los grandes museos con retraso, pero con la fuerza de lo legítimo. Para los museos de arte del pasado responder a ese deseo plantea importantes desafíos. Es fundamental tener en cuenta las posibilidades reales y las limitaciones a las que se enfrentan este tipo de instituciones. Lo es también tener en cuenta la lógica que ha gobernado el coleccionismo de arte en el periodo que el museo representa. Me sorprende la poca atención que se presta a estas cuestiones; de ahí surge la energía que me lleva a escribir estas líneas.
Un primer dato clave para conocer el Museo del Prado: solo tiene espacio para exponer una pequeña parte de sus colecciones, como sucede también en otros museos de similar importancia. El Prado tiene actualmente 8158 cuadros, de los que se muestran al público 1292 (el conjunto de la colección, que incluye también dibujos, estampas, fotografías, esculturas y otros objetos, lo forman un total de 39 804 obras). Esto significa que hay que seleccionar; cuando se quiere dar visibilidad a unas obras se han de retirar otras.
Como todos los grandes museos, el Prado podría mostrar más obras al público, llenando sus paredes del suelo al techo como era habitual durante el siglo XIX y principios del XX. En la década de 1870 el museo mostraba más de 400 cuadros en su galería central, la que discurre de Norte a Sur en la primera planta; actualmente se muestran en ella 65. Pero volver a ese criterio expositivo sería ir muy a contracorriente y dificultaría las óptimas condiciones de contemplación del arte a las que nos hemos acostumbrando. Tal y como están las cosas, la presencia de un cuadro en las paredes del museo es altamente competitiva. Un ejemplo: En el año 2009 se vaciaron doce salas de la planta baja del Prado para colgar en ellas 176 cuadros del siglo XIX, una época que en ese momento no estaba a la vista del público. Un número equivalente de cuadros que previamente ocupaban esas salas pasaron a los almacenes del museo (o a salas donde ocuparon el lugar de otros que fueron almacenados).
Otro dato para tener en cuenta que nos refiere a la tradición del Museo del Prado. A pesar de que constituyen apenas una quinta parte de la colección, como hemos visto, las pinturas son las obras de arte que han tenido más visibilidad desde la fundación del museo en 1819, como había sucedido también antes en la Colección Real española de la que el Prado es heredero. El enorme prestigio del Prado se deriva de sus cuadros por encima del resto de su colección y a ellos dedica el museo la mayor de su espacio y de su actividad. La historia del Prado no implica necesariamente continuidad, pero debido a su éxito es evidente que debe de ser valorada.
Para comprender la instalación de las colecciones del Prado y las posibilidades de diversificación que permite, es necesario explicar algunas otras cuestiones. Su colección de pintura se divide en dos grandes bloques que son muy diferentes en su origen y naturaleza. Uno se formó a partir de la colección real, y abarca desde el siglo XV al XVIII, el periodo histórico que se conoce como la Edad Moderna. Incluye aproximadamente dos tercios de los 8158 cuadros del museo. El otro bloque se ciñe a la mayor parte del siglo XIX (hasta 1881, final cronológico del museo según se define en la legislación española), y cuenta con un tercio del total de pinturas, en su mayoría creadas tras la fundación del museo. El primer bloque se formó con lo mejor que los reyes pudieron conseguir en Europa e incluye a los grandes artistas de su tiempo (la lista de los grandes nombres del Prado es conocida por todos); la colección del siglo XIX tiene un carácter local. Por estas razones la pintura del siglo XIX ha estado separada en muchos periodos del resto del Museo (primero en el Museo de Arte Moderno creado a finales del XIX, luego en el Casón del Buen Retiro, y durante varias décadas almacenada, hasta su instalación más reciente en 2009).
Esta división de la colección es relevante para la representación de mujeres pintoras en el Prado. Según los catálogos del propio museo, en la colección de los siglos XV al XVIII solo hay cuadros de diez pintoras, mientras que el siglo XIX está representado por 22. Si consideramos no solo la pintura sino los dibujos, estampas, fotografía y otros objetos, el total de mujeres documentadas en la colección del Prado asciende a 71. Estos números nos recuerdan los prejuicios a los que las mujeres artistas tuvieron que enfrentarse. El número de artistas masculinos representados en el museo está cerca de los 5.000, de los cuales algo menos de 1.500 son pintores (es imposible ser más preciso con las cifras, debido a la asignación de muchas obras de arte, incluyendo marcos, fotografías, etc., a individuos o talleres anónimos). Además de que pocas consiguieron dedicarse profesionalmente al arte, las que lo hicieron con frecuencia se vieron empujadas a actividades diferentes de la pintura, puesto que esta tenía más prestigio y dificultad de acceso. Es probable que los números citados estén algo distorsionados, puesto que sabemos que algunas mujeres pintaron bajo seudónimos masculinos, o usando el nombre de un pariente artista. Pero esto son excepciones. Los números revelan una realidad incuestionable que trasciende al museo: las mujeres tuvieron muy poca presencia en la vida profesional en general, y en la artística en particular, en la Edad Moderna, que fue aumentando gradualmente a partir de finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX. Visibilizar a las mujeres artistas en el Prado quiere decir hacerlo mayoritariamente con artistas de ese siglo.
La colección del Museo del Prado, y la de su antecesor la Colección Real española, se ha fundamentado tradicionalmente en dos criterios: la calidad y, supeditada a ella, la representatividad geográfica, cronológica y temática. Es importante comprenderlos, porque han determinado lo que vemos en el museo. Comencemos por la representatividad. La colección que vemos en el Prado y museos similares está constituida fundamentalmente (aunque con excepciones importantes) por obras realizadas en Italia y en lo que entonces se llamaba Flandes, un territorio que se corresponde aproximadamente con la actual Bélgica. Allí se localizaba la industria de la pintura, y allí se creaban la mayor parte de los cuadros, concebidos como objetos de lujo que se vendían y veían en Europa —comprar cuadros en Flandes o Italia era como en nuestro tiempo comprar relojes en Suiza o moda en Francia o Italia.
Otra tradición en las colecciones ha sido abastecerse de arte local. Tras la fundación del Prado y hasta nuestros días esta última tendencia se ha acentuado, guiada tanto por la conveniencia que da la proximidad como por un nacionalismo que afecta a todos los museos de manera más o menos declarada. Otros criterios de representatividad que han guiado a museos como el Prado son el cronológico y el temático: desde sus orígenes ha buscado tener cuadros de varias épocas, dentro de los límites temporales que cubre cada museo, y también muestras de los distintos temas a los que se dedicaban los pintores: pintura de historia (que englobaba a la mitología y la religión), retratos, paisajes y bodegones fundamentalmente, en ese orden de importancia. Como consecuencia de este afán de representatividad, al visitar el museo madrileño encontramos que los cuadros se agrupan en salas según su origen, el siglo en que se crearon y su temática, siempre con la idea de mostrar el arte de mayor calidad posible.
El criterio de representatividad utilizado en los museos ha dejado de lado a las mujeres pintoras, a pesar de la existencia de precedentes para no hacerlo. Numerosos historiadores desde la Antigüedad dieron testimonio de las mujeres artistas activas en diferentes épocas, aunque fuese para subrayar su excepcionalidad. En el siglo primero Plinio el Viejo ya afirmó en su famosa Historia Natural: “También han existido mujeres artistas”. Destacó entre ellas a varias que eran hijas de pintores, y a la romana Iaia, que cobraba por sus retratos más que los pintores más afamados. Giorgio Vasari, tal vez el escritor más influyente de toda la historia del arte europeo, mencionó a trece mujeres en la segunda edición de sus biografías de artistas (las llamadas Vidas), publicada en Florencia en 1568; la más famosa entre todas ellas, escribió, era Sofonisba Anguissola. Existen otros ejemplos. Los museos de arte han compartido con ellos el objetivo de informar verazmente sobre el pasado artístico, pero durante mucho tiempo han ignorado a las mujeres artistas.
Vayamos con la calidad, que necesita un pequeño excurso. El Diccionario de la Lengua Española define este escurridizo término de la siguiente forma: “Propiedad o conjunto de propiedades inherentes a algo, que permiten juzgar su valor”. Aplicado al arte, es un concepto complejo. Aunque ha sido entendido de un modo absoluto durante siglos, ahora comprendemos que es un concepto relativo, no universal, puesto que depende de un contexto, de referencias exteriores a sí misma. A pesar de su imprecisión, sin embargo, todos utilizamos el término "calidad" habitualmente al hablar de música, comida, moda, y otras actividades. Y lo usamos al hablar de arte.
Me sorprende la predisposición de algunos historiadores del arte a criticar el concepto en lugar de intentar comprenderlo en toda su complejidad. La historia de cómo se ha definido la calidad en el arte a lo largo de los siglos es un asunto apasionante.
Si nos ceñimos a los siglos XV al XVIII podemos acotar suficientemente el concepto, puesto que conocemos los objetivos de los artistas tal y como los definía su cultura. En Europa desde los inicios del Renacimiento la calidad se definía fundamentalmente por dos criterios. Uno era la proximidad a los ideales estéticos de la antigua Grecia y Roma. Esto se concretaba en la representación del cuerpo humano según el modelo de las esculturas antiguas, en la capacidad de evocar emociones intensas y en la búsqueda de la belleza, entendida en el sentido platónico, como una forma de elevar el espíritu. El segundo criterio general de calidad era la capacidad para crear ilusión de realidad, lo que se traduce en la representación de figuras humanas cuyas formas, movimientos y expresiones pareciesen reales, y en la capacidad de crear ilusión de profundidad y de tres dimensiones. Esta cualidad, que también tenía precedentes antiguos, a menudo se llamó "relieve" (Miguel Ángel escribió en una ocasión que "la pintura debe de ser considerada mejor cuanto más se acerca al relieve").
Tanto la ilusión de volumen y profundidad como la representación del cuerpo humano eran objetivos de gran dificultad técnica, que exigían una extensa formación. Relacionados con los criterios citados había otros más abstractos a los que se refieren muchos textos escritos en aquellos siglos: la búsqueda de armonía y proporción (que afectaba tanto a una forma como a la relación entre varias de ellas en una composición), el color, la capacidad para pintar la luz y la sombra, la distancia, el desarrollo de un estilo personal, y también los conceptos de variedad, expresividad, etc.
Aunque reducirlos a palabras sea domesticarlos en exceso, a grandes rasgos, estas son las cualidades que los contemporáneos identificaban con la calidad. Así lo hicieron en sus escritos Leon Battista Alberti y Leonardo da Vinci, Karel van Mander, Francisco Pacheco y otros muchos. Algunos de ellos utilizaron el propio término "calidad". Otros se refirieron a ese concepto de otra forma. Rubens, por ejemplo, escribió en una carta (en italiano, como era su costumbre) que las pinturas se evaluaban según "la bonta" o "bondad". En España en ocasiones se decía de un cuadro que estaba hecho "con arte".
La primacía del ideal de calidad tal y como se entendía en la época dejaba en desventaja a las pocas mujeres que podían plantearse ser pintoras
La primacía del ideal de calidad tal y como se entendía en la época dejaba en desventaja a las pocas mujeres que podían plantearse ser pintoras, puesto que dependía de una formación muy rigurosa que no les estaba permitida. Las normas artísticas que hemos repasado no han contribuido a la igualdad. Eso es evidente, y choca con nuestra tendencia natural a buscar justicia. Es igual de cierto que esas mismas normas han fomentado un desarrollo artístico portentoso. Son las que definen una tradición que ha dado lugar a obras de una belleza insospechada, a un arte que aviva nuestro sentimiento y nos hace sentir revelaciones luminosas. Son las reglas que de una forma u otra han alimentado la pintura de Leonardo da Vinci, Durero y Miguel Ángel, de Pieter Bruegel, Caravaggio, Rubens, Velázquez y muchos otros —la estima que alcanzó la pintura en Europa produjo una relación de pintores de gran talento relativamente larga.
La finalidad del arte es una cuestión discutible —de hecho, se ha discutido históricamente— y también compleja. Para muchos el arte no es un servicio y su fin no es la justicia; eso sería hacer de él algo excesivamente racional. Lo explica muy bien una sola frase de Louise Glück: "El arte sirve al espíritu, al que libera de la miseria de la inercia". La seguridad de estas afirmaciones es la que provoca la pasión por el arte, pero no implican que no haya otro modo de acercarse a él. Es natural que personas cuyas vivencias y contextos son distintos vean este asunto de manera diferente. Para muchos la finalidad de la pintura, ya sea específicamente social, religiosa (como lo fue con frecuencia en el pasado), política (como también lo ha sido) o de otro tipo, es un valor esencial.
La distancia entre un acercamiento al arte centrado en la habilidad con la que está pintado un cuadro y otro que busca igualdad y justicia es grande. Son actitudes que valoran cualidades tan alejadas entre sí que podemos decir que pertenecen a diferentes categorías. El concepto de calidad según se entendía en la época que nos concierne centra la relación con el arte en el objeto mismo, y da lugar a una experiencia que emana fundamentalmente de su lenguaje, más que de su contenido específico. Por otra parte, si nos acercamos al arte buscando igualdad de género, o de otro tipo, lo que valoramos en primer lugar es la identidad de la creadora o creador (¿quién ha pintado el cuadro?).
Mi búsqueda de cuadros de mujeres pintoras en la extensa colección de pintura flamenca, holandesa y alemana del museo dio como resultado la instalación de cara al público de cuatro cuadros de Clara Peeters, ya lo he comentado, pero también algo más. Entre los 1300 cuadros aproximadamente que forman esa colección, solo figuran otros dos pintados por una mujer, dos guirnaldas de Katharina Ykens II. En aquel momento decidí no instalarlos en las salas del museo (desde entonces han estado expuestos ocasionalmente). Busqué obras de otra pintora flamenca que por su perfil profesional pensé que podían haber llegado al museo. Se trata de Michaelina Woutiers, reconocida en el siglo XVII, pero prácticamente olvidada desde entonces, y confundida en ocasiones con otro artista (su hermano en este caso), como también ha sucedido con otras pintoras. Michaelina fue una pintora importante, de grandes temas, activa en el entorno cortesano el más elevado para un artista en el siglo XVII: trabajó en Bruselas para el Archiduque Leopoldo Guillermo, un miembro destacado de la dinastía de los Habsburgo que envió algunos cuadros a la corte española. No he encontrado cuadros suyos en el Prado.
¿Por qué no colgué los cuadros de Ykens? Meramente por una cuestión de calidad. La pintura de guirnaldas surgió a principios del siglo XVII de mano de otro pintor flamenco, Jan Brueghel (el Viejo) y de su mecenas el cardenal milanés Federico Borromeo. El Prado conserva y muestra en sus salas algunas de esas pinturas, junto a otras obras excepcionales del mismo artista, como la serie de los cinco sentidos. Aunque las pinturas de Brueghel no son las más famosas del museo, podrían serlo: la combinación de preciosismo y suculencia formal y cromática que nos ofrecen es única, y heredada de la pintura de miniaturas y manuscritos iluminados (Brueghel la aprendió de su abuela, la pintora Mayken Verhulst). No se me ocurre mejor obsequio para alguien que acuda a un museo que adentrarse en la asombrosa estética miniaturista de estos cuadros. En el contexto de la cultura artística de su tiempo, no hay duda de que Brueghel e Ykens compartían unos mismos objetivos generales al pintar sus cuadros: reproducir con precisión las frutas y flores que muestran y crear una ilusión de volumen.
Desde ese punto de vista, que es el de su época, es claro que las guirnaldas de Ykens están más lejos de su objetivo que las de Brueghel (para convencerse de ello es necesario cotejar los cuadros; ninguna explicación del concepto de calidad artística es tan clara como una comparación visual). Difícilmente hubiese podido ser de otra manera, debido a las trabas que la sociedad puso a la formación de su autora por su condición de mujer. Dicho esto, sus cuadros son más que dignos, como gran parte de los del Prado. Dependiendo de nuestra manera de entender el arte podríamos optar por sustituir alguna obra de Jan Brueghel por un cuadro de Ykens. Estaríamos primando la identidad de la creadora por encima de los valores puramente artísticos, con el fin de dar visibilidad a un colectivo poco representado en el museo.
No podemos juzgar el lugar que el arte ocupa en la vida de otros. Dependiendo de él, pueden parecer más o menos importantes ciertos criterios. Lo que pensemos al respecto condicionará nuestras ideas sobre lo que ha de verse en un museo. Sea como fuere, cuando pensamos en lo que debe de mostrar el Prado es necesario tener en cuenta no solo nuestros deseos, como a menudo hacemos, sino las posibilidades reales que ofrece el museo y la tradición que le dio forma y que representa.
Alejandro Vergara es jefe de conservación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte hasta 1700 del Museo Nacional del Prado. Este texto, ‘Clara Peeters en el Museo del Prado. Una cuestión de categorías’, forma parte del libro colectivo ‘Un ángulo me basta’, editado por Ernesto Calabuig y publicado por la editorial Tres Hermanas.
Un ángulo me basta
Tres hermanas, 2021.
280 páginas. 19,90 euros.
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