El huracán se queda en Cuba
A la familia con hambre, la bolsa con donaciones solo le aliviará la cena del día. La luz no va a llegar, porque en verdad hace rato se ha ido. Los barrios apenas tendrán agua, como casi siempre. ‘Melissa’ ya pasó, pero el verdadero vendaval lleva aquí mucho tiempo
Minguito no sabía que era famoso hasta que la gente empezó a detenerlo en la carretera. Querían verificar que efectivamente era él el hombre que en medio de la crecida de un río, tras el paso del huracán Melissa por Cuba, agarró su televisor como quien agarra a un familiar a punto de ahogarse, dotando de vida a un electrodoméstico. Un fotógrafo...
Minguito no sabía que era famoso hasta que la gente empezó a detenerlo en la carretera. Querían verificar que efectivamente era él el hombre que en medio de la crecida de un río, tras el paso del huracán Melissa por Cuba, agarró su televisor como quien agarra a un familiar a punto de ahogarse, dotando de vida a un electrodoméstico. Un fotógrafo de la agencia Associated Press lo vio, apretó el obturador, y el momento se convirtió en el retrato del desastre cubano: un hombre con su boina verde olivo militar y un ojo chueco, rescatando lo que ya no podía salvarse, cargando bajo el brazo aquello que sabe que está destinado a morir.
En medio de la incomunicación con el oriente cubano, Minguito, o Duany Calzado Despaigne, de 40 años, y su televisor, fueron por un momento casi lo único que sabíamos de la devastación que trajo el huracán al país. Minguito se hizo viral, su rostro llegó a lugares que él desconoce, lejos del pueblito en el que vive a las afueras de Santiago de Cuba, y lo vio gente con las que, en otras circunstancias, no tendría que haberse tropezado nunca.
El activista Yasser Sosa Tamayo fue a visitarlo días después, y por él supimos que Minguito vivía en una casa de paredes de madera y techo de fibra que el viento se llevó. Criaba animales que el huracán hizo desaparecer. Tenía una cama, un ventilador y varias vasijas que ahora no encuentra. Se ha dedicado casi toda su vida a hacer carbón, trabajo que le dio para reunir los 35.000 pesos (unos 77 dólares) que costó su televisor Panda. En el momento en que supo que la casa se inundaba, no agarró otra cosa. “El televisor es la vida”, ha dicho. Solía llegar del trabajo y sentarse a ver cualquier programa al aire, en aquella pantalla estaba todo el disfrute. El artefacto no sobrevivió a Melissa, pero Minguito quiere conservarlo. “Para acordarme de él, ¿cómo lo voy a botar?”
Para que un retrato así pueda existir, Minguito tenía que ser un tipo con demasiado poco. El huracán en Cuba siempre golpea más a la gente que menos tiene, o que no tiene casi nada. El huracán, al final, destapa el hueco de la miseria.
Previo al paso de Melissa, estábamos mi padre y yo en el pequeño balcón de un edificio de cuatro pisos en los sures de Miami. Había un aire que lo removía todo, incluso la memoria. “¿Te acuerdas de cuando llegaban los ciclones y dormíamos en el techo?”, preguntó mi padre, que hace casi tres años está lejos de casa. Quería saber, en realidad, si recordaba lo que fuimos alguna vez.
Esa imagen vuelve a nosotros con frecuencia, más en la soledad del emigrado. Bajo el cielo, despejado y quieto, librábamos del calor de los días sin luz. Vivíamos en un pueblo costero al oeste de La Habana, al que cualquier ciclón o huracán removía aparatosamente. Aquellos días eran particulares, lo siguen siendo. La voz del meteorólogo más popular de Cuba, José Rubiera, se colaba en la sala de las casas mientras había luz, y la gente hacía exactamente lo que Rubiera mandaba: apuntalaba techos y ventanas, acumulaba algo de comida, llenaba cualquier vasija de agua, en un forcejeo previo con el ciclón, o quitándole al huracán desde antes lo que no iban a poder recuperar después.
El día del ciclón era largo, de espera, tanto que llegábamos cansados o dormidos a la hora en que finalmente nos pasaba por encima, o nos atravesaba desde dentro. En mi memoria de niña, no había mayor goce: ningún amigo del barrio iba a la escuela, se plantaba desde temprano una mesa de dominó, y la casa se llenaba de vecinos, algo que para mí era una fiesta, ajena en realidad de esa gente que lo iba a perder todo al siguiente día.
A nuestra casa se mudaban Orlando, un remendador de lavadoras, o Esperanza y Tatá, una pareja de carboneros de casi 80 años. Yo no intuía cuán afortunados éramos, teniendo, por aquel tiempo, una casa sin lujos, pero con paredes y techo de concreto, que se iba a quedar justo en el lugar donde estaba, casi imposible de ser arrastrada por ningún viento de paso. A nosotros, los cubanos, entrenados para pensar que éramos los habitantes de un país sin clases sociales, el ciclón nos dividía y, de momento, el estatus lo marcaba un techo consistente, o una lámpara recargable para alumbrar el apagón, incluso el tanque de agua para bañarse, descargar la taza de baño y cocinar a la vez.
A la mañana siguiente del paso del ciclón, casi siempre húmeda, sucia y gris, era el momento más esperado por mi padre y por mí. Salíamos de la mano a recorrer el pueblo entero, e íbamos haciendo un pase de lista y de asombros: el árbol de tamarindo que se desplomó; el cerdo que Pupo logró salvar en el baño; la villa donde trabajaba mi padre, ahora sin techo o inundada; la casa de Yamilet, a la que el viento le tumbó las ventanas; y la de mi amiguito Fuentes, en la que se coló todo el mar del norte.
Cada pérdida suponía una caravana de rostros demacrados, gente molesta por lo que el mar se apropió, encabronada por el televisor que no iban a poder encender más, o el colchón mojado que duraría días en secarse. El pueblo se convertía en un lugar inhóspito, al que cada ciclón le arrancaba un miembro: las puertas del centro de computación, que luego no había para reponer; las tejas de la escuela primaria, que volaron lejos; el policlínico, cada vez más destruido. Hubo casas a las que un ciclón tumbó escalonadamente: la cocina, luego el baño, luego la sala, y así terminó una familia entera durmiendo, comiendo y bañándose en un cuarto de lo que era su hogar. Con los días, nos acostumbrábamos a vivir con menos.
Los ciclones y huracanes siguieron llegando. La ventana que no se llevó el huracán Flora (1960), se la llevó Kate (1979). La calle que no levantó el huracán Michelle (2001), o las paredes que no echó abajo Charley (2004), lo hizo Wilma (2005). Y al desastre que habían dejado los anteriores se sumaba el del Ike (2008) o Gustav (2008). Y si no bastaba con la pobreza acumulada, el huracán Irma (2017) o Ian (2022) reforzaron la miseria. El daño acumulado ya no parecía culpa de un huracán específico, sino de algo mucho más consistente, duradero y poderoso.
Muy pocos se recuperaban de un huracán. Con los días, demorados siempre, y ante la desesperación de la gente, comenzaba a aparecer una pipa de agua, restituían algún transformador eléctrico, y repartían tejas para el techo que el próximo ciclón iba a derrumbar. A nuestro pueblo nunca fue, pero en algunos de los lugares más devastados a veces se aparecía en persona Fidel Castro, le pasaba la mano por el hombro a los damnificados, cargaba a algún niño trasnochado, y repetía, en sus tantas versiones, que en Cuba los ciclones no eran tragedias humanas, sino batallas para librar juntos. O más aún, que eran la prueba de la fuerza moral del pueblo. Castro dejó garantizado el discurso del futuro, y ahora, con el paso de Melissa, es Lis Cuesta, la esposa del gobernante Miguel Díaz-Canel, quien ha dicho que el “huracán no es más fuerte que la voluntad de este pueblo”.
Pero el pueblo está agotado, como si el mayor huracán, el sistema, no acabara de disolverse. Noris, la anciana de risa noble, no empezó a cocinar con leña o dormir en “pañitos”, sin colchón, el día en que pasó Melissa. El campesino desdentado tiene fango en el suelo porque su piso siempre fue de tierra. Las tantas familias albergadas, desde hace tiempo no tenían un lugar decente para vivir. Naciones Unidas asegura que son más de 3,5 millones de personas afectadas por el reciente huracán, pero en realidad hay mucha más gente que se pasa el año sobreviviendo a la tormenta.
La comunidad internacional y el exilio se han movilizado para enviar comida, ropa o medicina. “En Cuba todo hace falta”, es lo que dicen. Arriban buques desde Venezuela, la ONU recauda millones, otros gobiernos se le suman, y Marco Rubio, secretario de Estado de los Estados Unidos, se muestra dispuesto a tirar una mano, pero sin “intermediarios”, es decir, sin que el Gobierno de La Habana participe de la distribución. Hay quien le da su cuota de razón al cubanoamericano, después de tantas veces que el castrismo ha terminado embolsillándose lo que es del pueblo. Hay quien critica la ayuda como “limosna”. Hay quien pide que los cubanos dejen, al menos por esta vez, de preocuparse menos por la política y más por el niño al que el viento le llevó la ropa, o la madre que no tiene leche para alimentarlo.
El saldo del huracán no es lo que deja en el momento, sino la pobreza que acopia. El que perdió lo poco que tenía será mucho más humilde que ayer. A la familia con hambre, la bolsa con donaciones solo le aliviará la cena del día. La luz no va a llegar, porque en verdad hace rato se había ido. Los barrios apenas tendrán agua, como casi siempre. Porque el país no colapsó otra vez, el vendaval estaba allí desde mucho antes.