El costo oculto de los trasvases que quitan agua a los Andes para saciar la sed de la costa en Perú
El agua que sale de las lagunas altoandinas sostiene a ciudades y nutre la agroexportación en Ica, pero deja comunidades afectadas por daños y sin compensación. El canon hídrico, aprobado por el Congreso para corregir esta desigualdad, aún no se aplica
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Janeth Quispe cría alpacas en la comunidad indígena de Carhuancho, a más de 4.600 metros de altitud, en Huancavelica, en la puna de los Andes peruanos, donde no se puede sembrar casi nada y solo resiste el ichu. Desde niña aprendió el oficio y, cada mañana, lleva su rebaño a los bofedales —praderas que actúan como esponjas y retienen el agua de lluvias y deshielos— que alimentan a sus 1.500 alpacas. Esos humedales, antes verdes casi todo el año, hoy se secan más rápido.
Una mañana de mayo, Janeth nos muestra su reservorio artesanal, que construyó sola para mantener los pastos de sus tierras. Antes, cuando la cordillera de Chonta estaba cubierta de nieve, el deshielo bajaba a lagunas y ríos y conservaba la humedad durante meses. Ahora el blanco de la montaña ya no está y, cuando por fin llueve, el agua corre sin quedarse. “Ya no nos alcanza para todo el año”, lamenta. “El clima ya está en desorden”, añade con la mirada en sus animales. Las crías no logran sobrevivir, los pastos se agotan demasiado pronto y, en los meses más secos, cuando el río se convierte en un hilo, tiene que cargar agua en galoneras desde los manantiales para mantener vivo al rebaño.
Los registros del Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología (Senamhi) respaldan esa percepción: antes las lluvias se repartían durante varios meses, lo que mantenía los ríos caudalosos por medio año y sostenía los bofedales por largas temporadas. Hoy, en cambio, las precipitaciones se concentran en lapsos breves, más intensas y fugaces. Como resultado, los ríos fluyen apenas tres meses en lugar de seis y aumentan los huaicos e inundaciones. En Huancavelica, el cambio climático agrava una tensión histórica: el trasvase de agua que desvía parte del recurso nacido en estas montañas hacia la costa.
Desde 1950, el recorrido natural de las aguas que bajaban por el río Pampas rumbo al Amazonas fue interrumpido por un sistema hidráulico que interviene tres lagunas altoandinas: Choclococha, Orcococha y Ccaracocha. Diques y compuertas retienen el agua y la desvían hacia un canal abierto que, a lo largo de 53,5 kilómetros, atraviesa la cordillera hasta la laguna Totorillas, ya en la cuenca del río Ica. Desde ahí, el caudal baja por gravedad hasta los valles costeños. El Proyecto Especial Tambo Ccaracocha (PETACC), bajo administración del Gobierno Regional de Ica, maneja esta obra: cada año desvía entre 10 y 15 metros cúbicos por segundo —unos 490 millones de metros cúbicos en total— y, en determinados periodos, puede llegar hasta 18 m3/s. Esa cantidad equivale a llenar casi 200.000 piscinas olímpicas anuales.
Carhuancho y sus comunidades vecinas —Choclococha, Santa Inés, Santa Ana y Pilpichaca— están en la parte alta de la cuenca del río Pampas, justo en el inicio del trasvase. En conjunto suman más de 4.000 habitantes, en su mayoría quechuahablantes, dedicados a la crianza de alpacas y ovejas. Con los años, muchos se marcharon: la ganadería no alcanzaba, las escuelas eran pocas y el futuro de los hijos se nublaba. En la memoria de las familias, el trasvase marcó un antes y un después: inundaciones que arrasaron casas y pastizales, animales que cayeron al canal por falta de cercos de protección y un agua que se volvió intocable, visible solo de paso. Las advertencias llegaron de distintos frentes.
En 2007, el Tribunal Latinoamericano del Agua concluyó que el trasvase de Choclococha hacia Ica estaba secando pastos y afectando los medios de vida de las comunidades altoandinas al no respetar un caudal ecológico. En 2010, un informe de Water Witness International advirtió que la captación de agua de Huancavelica degradaba humedales y aumentaba el riesgo de sequías e inundaciones. En 2014, el propio Gobierno Regional de Ica reconoció en un diagnóstico los daños socioambientales y la conflictividad del proyecto; y en 2021, la OCDE observó que los beneficios se concentraban en la agroexportación de la costa, mientras los impactos recaían sobre Huancavelica.
En un contexto de lluvias irregulares y eventos extremos más frecuentes, estas alertas pesan más: sin compensación ni restauración, las comunidades andinas quedan expuestas. La Ley de Recursos Hídricos dispone que, cuando una obra hidráulica atraviesa tierras comunales o genera perjuicios, corresponde otorgar compensaciones. En Huancavelica esa obligación nunca se cumplió, a pesar de que es una de las regiones más pobres del país y una de las más vulnerables al cambio climático. “Aquí nace el agua que va para la costa de Ica, pero no hay apoyo ni del Gobierno regional, ni del nacional, ni de las empresas que se benefician. Y nosotros somos los que cuidamos este territorio”, reclama Guzmán Llamoca, comunero de Salcca.
En el Perú, el agua es un bien público administrado por el Estado. El 19 de abril de 2023, se aprobó la Ley 31720, conocida como canon hídrico, que establece una compensación para quienes cuidan cabeceras de cuenca usadas por actividades productivas en otras regiones, dispuso que, si una región aporta agua utilizada en otra, reciba inversión prioritaria: 50% para centros poblados de origen, 25% para municipalidades provinciales y 25% para distritales, con gasto dirigido a proyectos agropecuarios, saneamiento y protección ambiental.
En Huancavelica casi nadie supo de la nueva ley; además, nació empantanada. El trámite se trabó de inmediato. El Congreso aprobó la norma por insistencia pese a reparos técnicos del Ejecutivo, y el Gobierno la demandó ante el Tribunal Constitucional. Pero, en febrero de 2025, esa corte confirmó su validez y recordó que el Parlamento puede crear nuevas modalidades de canon mientras financien inversión pública. También fijó tareas y plazos a las distintas oficinas públicas: desde identificar zonas de origen y destino del agua, establecer criterios presupuestales y plazos, así como elaborar una línea de base sobre impactos. A septiembre de 2025, nada de eso se ha cumplido. El canon hídrico está vigente, pero sin efecto.
“Nos piden que cuidemos el agua, pero aquí seguimos igual o peor porque ya no podemos tener a nuestro ganado bien. ¿Dónde está el desarrollo que tanto prometen si nunca llega?”, pregunta Pelayo Sánchez, presidente de la comunidad de Choclococha, una de las más afectadas por inundaciones que obligaron a trasladar a las familias de su asentamiento original. En el caserío de Huaracco, Nemi Achurata cuestiona que, en su propio territorio, el agua sea tratada como un recurso intocable, administrado por otros. “Los señores del PETACC son dueños del agua: la sueltan cuando quieren y nos la quitan cuando quieren. A mí me lo han dicho muchas veces en la cara: ‘Tú no tienes derecho”.
Nemi cría truchas, pero ha perdido miles por cambios bruscos de caudal. “En una tanda se me murieron 60.000 truchas, en otra 30.000. Nadie me repuso nada. También he perdido alpacas. Con eso educo a mis hijos, pero cuando hay mortandad no nos queda más que buscar otros medios”, lamenta. El PETACC fue creado en 1990 como brazo de grandes obras hidráulicas; en 2003 su administración pasó al Gobierno Regional de Ica. Desde entonces, actúa sobre todo como administrador del agua, y Huancavelica quedó fuera de la gestión pese a que el trasvase cruza su territorio. Cada temporada seca, la apertura de compuertas sostiene al río Ica, cuya cuenca natural no alcanza la demanda agrícola y urbana.
En la sierra, esa operación se vive como un trato desigual, reforzado por la ampliación de beneficios tributarios al sector agroexportador. “Son 65 años de una deuda histórica. Las comunidades directamente afectadas pedimos un diálogo real para acordar obras productivas que compensen el impacto”, dice Damasco Auris, presidente de la Federación de Comunidades Campesinas de Huaytará. Para José Ghezzi, director de supervisión del PETACC, las comunidades altoandinas han cargado con los costos sin compensación. El ingeniero muestra actas con compromisos —arreglo de viviendas, pequeños reservorios, compensaciones puntuales— que quedaron a medio camino. “La intención siempre ha estado clara: reconocer y compensar”, afirma. Para él, la ley abre una oportunidad real: cada metro cúbico trasvasado debería traducirse en un valor monetario que regrese a las comunidades en obras de protección y desarrollo. Pero eso exige reglas precisas en el reglamento: cómo se calcula, quién paga, en qué se invierte y quién fiscaliza.
En el plano político, la instancia que debería discutirlo es la Mancomunidad Regional Huancavelica–Ica, que fue reactivada en 2023 y en 2024 instaló su consejo directivo, consiguió presupuesto operativo y empezó a preparar estudios de siembra y cosecha de agua. Hasta ahora, sin embargo, no se ha pronunciado sobre el canon ni ha concretado proyectos para las comunidades de origen. En el técnico, funciona el Consejo de Recursos Hídricos de la Cuenca Interregional Tambo–Santiago–Ica, que en septiembre de 2025 inició la elaboración de su primer Plan de Gestión, con mesas participativas y que no ha informado qué ocurrirá con la ley que, por otra parte, abrió un debate conceptual.
Desde la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental (SPDA), Fátima Contreras y Bryan Jara, han advertido de que pese a que compensar es necesario, sin reglas claras de reparto, inversión y aportantes, la norma podría frustrar sus objetivos de conservación y equidad. La clave —sostienen— es orientar recursos a restauración en cabeceras: recuperación de ecosistemas, infraestructura ancestral para retener agua, forestación y control de erosión.
Los paralelos internacionales son limitados. En Francia, Costa Rica y Sudáfrica, los usuarios pagan tarifas por volumen usado y ese dinero se reinvierte en la cuenca; no se trata de un canon constitucional, sino de esquemas tarifarios. La singularidad peruana es su componente de justicia territorial: que parte del dinero vaya directo a centros poblados de origen. Para unos, es una reparación esperada; para otros, un diseño que podría complejizar el conflicto.
A 165 kilómetros en línea recta de las lagunas altoandinas, el paisaje cambia radicalmente. Tras cruzar la cordillera y descender al desierto, aparece el valle de Ica: una franja fértil donde crecen viñedos, palta y arándano. En 2023, las agroexportaciones de Ica superaron los 1.080 millones de dólares y la región cultiva más de 100.000 hectáreas, según la Autoridad Nacional del Agua, en su mayoría orientadas a exportación. Ese desarrollo depende de acuíferos en crisis. En Ica y Villacurí se concentra cerca del 40% de la explotación subterránea del país y, según estimaciones técnicas, cada año se extraen más de 200 millones de m3 por encima de la recarga natural. “La sobreextracción equivale a unas 219 piscinas olímpicas al día”, explica Nick Hepworth, director de Water Witness International. Los pozos deben perforarse más profundo —en zonas, más de 150 metros— para alcanzar el agua.
Las empresas suelen afirmar que no usan el agua trasvasada de modo directo porque esa agua no llega por canales a sus fundos. Pero el proceso sí las alcanza: el trasvase alimenta el río Ica y sistemas de riego; en ese recorrido, entre 35% y 40% del caudal se infiltra y recarga indirectamente el acuífero Ica–Villacurí, la reserva que sostiene miles de pozos agrícolas. “Son sobre todo las lluvias las que recargan el acuífero, pero el trasvase ayuda a que el sistema no se agote”, reconoce Ghezzi. Para contener el deterioro, varias compañías impulsan pozas de infiltración: captan agua del río en temporada de lluvias y la devuelven al subsuelo. Entre 2012 y 2017 pasaron de 41 a 864; y la superficie creció de 22 a 295 hectáreas, en uno de los programas de recarga artificial más grandes del mundo.
Aun así, un informe de Water Witness advierte que el río trae demasiada poca agua para compensar la sobreextracción; además, hay riesgos de salinización y colmatación por sedimentos. En este contexto, el trasvase desde Huancavelica sigue siendo decisivo para sostener la recarga, pero opera sin control público efectivo ni mecanismos de compensación para las comunidades de origen. Desde el sector privado, algunos han empezado a admitir deudas. En 2024, un grupo de agroexportadores visitó Huancavelica para ver in situ lagunas y tensiones. Manuel Olaechea, presidente de XinérgIca (asociación de 15 grandes agroexportadoras), reconoce: “Ica tiene una deuda con Huancavelica. El proyecto se hizo sin entender la realidad andina. Cosas simples —puentes para el ganado, bebederos— no se pensaron”. Sobre compensaciones, añade: “No somos Papá Noel, pero no podemos abandonar a esas comunidades. Lo que necesitan es que se les escuche”.
A pedido de Choclococha y Pilpichaca, XinérgIca impulsa ahora un proyecto de piscicultura en altura —donde la agricultura es casi imposible— que antes la ANA frenó con el argumento de que el agua era solo para riego. En la orilla de la laguna Choclococha, comuneros repasan reclamos que ya hicieron sus padres y abuelos: bombas para llevar agua a pastos secos, mallas para mejorar la ganadería, reservorios para resistir las sequías y proyectos para fortalecer la crianza de alpacas o la acuicultura. “Hemos luchado varios años. Hemos ido a Lima; autoridades de Ica y Huancavelica se han tomado de las manos, pero nunca nos han respondido”, dice Hilda Machuca.
A pocos kilómetros, en Carhuancho, Janeth limpia su reservorio artesanal para guardar lluvia. “Pedimos presupuesto para nuestras comunidades. Queremos trabajar con la región y con los agroexportadores. Ya no tenemos mucha agua y necesitamos cochas, lagunas, represas en estas alturas. No es justo desviar más volúmenes si no hay compensaciones”, afirma. Entre el agua que se va y la justicia que no llega, la ley del canon hídrico se presentó como respuesta. Sin reglamento, es todavía letra muerta. De pie frente a los cerros, Janeth lo dice sin rodeos: “Si no nos escuchan, vamos a seguir peleando. Esta tierra es nuestra vida, y no pensamos dejarla”.