Las vacas y el ambiente: entre la realidad y el relato
Resultados de investigaciones recientes demuestran que la producción extensiva, cuando es aplicada de manera sostenible, que es mayoritaria en Sudamérica, tiene un impacto ambiental varias veces menor a la intensiva
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La producción de carne bovina en las Américas, y especialmente en los países sudamericanos, constituye una actividad económica relevante, con extendidos impactos culturales y sociales y un alto impacto en la seguridad alimentaria y nutricional del mundo. En 2022, el continente americano representó, con 33,9 millones de toneladas, un 49% de la producción del planeta. Del total producido por la región, además, un 35% se destinó a la exportación.
Son pequeños y medianos productores de América Latina y el Caribe quienes generan más del 60% del total de la carne bovina, de aves y de cerdos en la región, y ellos mismos producen más del 99% de la carne de otras especies de importancia para la alimentación de comunidades rurales (conejos, cabras, ovejas y camélidos), así como otros alimentos básicos de alto valor nutricional, como lácteos, que son fundamentales para combatir los niveles de desnutrición que aún persisten.
En Centroamérica, por ejemplo, cerca del 86% de las explotaciones ganaderas son fincas de pequeña escala, de menos de 18 hectáreas y con entre 4 y 20 animales, y cerca del 65% de la población dedicada a la agricultura en esta región deriva parte de sus medios de vida del sector ganadero.
Para muchos expertos, los niveles de producción del sector ganadero imponen un costo ambiental que es motivo de debate y controversia internacional. Algunos sitúan a los bovinos en el banquillo de los responsables por el deterioro ambiental.
Centros académicos de prestigio del hemisferio norte difunden un relato que es necesario evaluar objetivamente. En 2018, dos científicos de la Universidad de Oxford publicaron en la revista Science –basándose en datos de 119 países- resultados que atribuyen a la cadena de la carne bovina un impacto desproporcionado en la emisión de gases de efecto invernadero; en el uso de recursos como la tierra y el agua, y en la contaminación del ambiente.
Por ejemplo, comparando globalmente un kilogramo de carne bovina y un kilogramo de trigo, concluyeron que producir carne implica emitir 63 veces más carbono, usar 83 veces más tierra, deforestar 10 veces más áreas de bosque nativo, utilizar 8,5 veces más agua dulce y contaminar 42 veces más el ambiente.
Sin duda, son cifras que pueden tener una significación especial en países o regiones en las cuales la producción bovina debe competir por recursos escasos como la tierra y el agua con otros sectores económicos que también los demandan y, dada su importancia, se reflejan en informes y debates internacionales.
Algunos medios de comunicación e incluso documentales difundieron esos datos en forma masiva ante una opinión pública sensibilizada en materia ambiental y publicaciones de entidades respetadas reportaron que las cadenas ganaderas explican entre 14,5% y 18% de las emisiones globales de carbono, de las cuales más de la mitad son atribuidas a los bovinos y otros rumiantes.
Todo eso sumado llevó a grupos comprometidos con la defensa del medio ambiente, académicos y defensores de dietas que excluyen la proteína animal a intensificar sus campañas críticas hacia la actividad ganadera en las que promueven el reemplazo de las carnes (sobre todo la bovina) por vegetales.
¿Es este relato extrapolable a todas las regiones ganaderas del mundo? Está claro que tenemos aquí dos problemas a esclarecer: uno discursivo y otro metodológico.
El discursivo desvía el foco del problema, como ocurre con las emisiones de gases de efecto invernadero. Campañas interesadas han tratado de convencer a parte de la opinión pública de que el ganado es el principal responsable del calentamiento global y no el combustible fósil que la propia sociedad consume y que da cuenta del 75% de las emisiones globales.
El metodológico es más complejo porque incumbe a especialistas: qué y cómo medimos. La huella de carbono es una métrica muy difundida en el hemisferio norte para cuantificar las emisiones por tonelada de carne producida. Surge de ir sumando el carbono que se emite en cada eslabón de la cadena productiva, desde la producción primaria hasta el procesamiento, empacado, transporte, distribución minorista...
En esta lógica, cada kilogramo de carne llega a la góndola con una carga de carbono muy superior a la computada al salir del predio rural, y es así que la influencia del productor primario se diluye y pierde identidad debido a las emisiones deslocalizadas que ocurren en los restantes eslabones de la cadena.
Pero el problema tiene otras facetas (y dejaremos aquí sin abordar el hecho de que la proteína animal es nutricionalmente esencial y juega un papel clave en el desarrollo humano saludable, y que se necesitan –por ejemplo- 454 gramos de frijoles negros para igualar la proteína de 85 gramos de un buen bistec). Dado que la huella de carbono solo estima emisiones y no capturas y almacenajes de carbono en vegetación y suelo, se ignora un factor relevante: la mitigación.
Surge así otra métrica complementaria: el balance de carbono, que estima la diferencia entre el carbono que el sistema emite y el que almacena en el predio rural. El balance ofrece una opción válida para premiar la buena gestión del productor ganadero que aprendió a mitigar sus emisiones.
Otro problema metodológico incumbe al metano que emiten los bovinos. Se trata de un potente gas de efecto invernadero con un poder de calentamiento global 30 veces superior al del dióxido de carbono (CO2).
No obstante, el metano tiene una persistencia en la atmósfera 100 veces menor al CO2 y el carbono que integra su molécula no es de origen fósil, sino el producto de un reciclado biológico. Los pastos toman carbono atmosférico mediante fotosíntesis y el ganado, al metabolizarlos, lo devuelve a la atmósfera como metano. En la práctica, aunque el ganado emite metano, el balance neto de carbono cuando se aplican buenas prácticas es cero.
Volviendo al trabajo publicado en Science, sus resultados no consideran la variable de intensificación. En el planeta, los sistemas de producción ganadera varían, y varían mucho.
Resultados de investigaciones recientes demuestran que, por hectárea ganadera, la producción extensiva, cuando es aplicada de manera sostenible y que es mayoritaria en Sudamérica, tiene un impacto ambiental varias veces menor a la intensiva. En la práctica, al no contaminar ni competir por tierra y por agua con otras actividades humanas, el impacto de la ganadería pierde relevancia.
Concluyendo, los números de la ganadería intensiva no son igualmente aplicables a los sistemas extensivos del planeta. Más allá del relato, hay otras realidades que deben ser consideradas en vez de ser juzgadas en forma parcial.