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La magia de ‘Vivera orgánica’, una huerta creada por mujeres en una antigua villa miseria argentina

El proyecto, liderado por migrantes, desarrolla plantas nativas rioplatenses que sirven para mejorar la calidad alimentaria en una zona con elevados índices de pobreza

Ángela Oviedo, Edelmira Flores y Elizabeth Cuenca en el vivero La Vivera del barrio Rodrigo Bueno, Buenos Aires.MARIANA NEDELCU

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“Sueño que la voz de este grupo de mujeres se escuche, sea en un barrio vulnerable o en la Casa de Gobierno”. Elizabeth Cuenca se mueve con naturalidad entre las plantas y arbustos, como si la vegetación fuera una extensión de su cuerpo, mientras observa el crecimiento y supervisa los canales de riego que acaba de reparar apenas un día atrás con sus compañeras. Buenos Aires es un hervidero, pero en ese rincón de la ciudad reina un silencio que apenas se rompe con el sonido de una brisa suave que agita la flora y alivia el calor. En este espacio sumergido en una antigua villa miseria parcialmente urbanizada, un grupo de mujeres coordina un vivero orgánico donde producen especies nativas, alimentos agroecológicos y dictan talleres para integrar a la comunidad.

La Vivera Orgánica acaba de cumplir cinco años desde la primera cosecha de hortalizas, aunque el proyecto germinó mucho antes, en 2017, cuando en pleno desarrollo del plan de urbanización de la ex villa Rodrigo Bueno –un asentamiento ubicado en el margen del Río de la Plata y a metros del barrio porteño de Puerto Madero, una zona donde el metro cuadrado de las propiedades es de los más elevados de la Argentina- un grupo de mujeres se plantó para desarrollar una iniciativa que les permita incorporar una huerta comunitaria y autogestiva en una zona de carencias alimentarias y elevados índices de pobreza.

Los efectos parecen mágicos, pero lo que hay detrás es mucho trabajo. “Lo que hacemos es un faro, es un ejemplo de trabajo y superación”, describe Cuenca, cofundadora del proyecto. La mujer de 52 años nació en Perú, migró por segunda vez a la Argentina en 2011 y se instaló allí porque ya vivía una de sus hermanas. “Yo crecí en el campo y, cuando tuve a mis hijas, me mudé a la ciudad. Nunca había vivido en un lugar tan precario, era muy triste, nos sentíamos relegados y despreciados”, recuerda. A diario, debían hacer largos trayectos para entrar o salir a trabajar o estudiar, con calles de tierra que a menudo se inundaban y sin contar con servicios básicos elementales, como luz, agua, gas, seguridad o salud.

Cuenca y sus diez compañeras son inmigrantes que han llegado al país con la esperanza de un futuro promisorio. Se conocieron un sábado por la mañana en un taller de jardinería que el Instituto de Vivienda de la Ciudad les ofreció como parte del plan de urbanización de la villa Rodrigo Bueno – que debe su nombre al cantante e ídolo popular argentino – y que ellas transformaron para orientarse a la agricultura. Con el correr de los meses, se unieron más. Un asunto las desvelaba: cómo enfrentar la dificultad que tenían para alimentar a sus familias de forma saludable. Una propuso una huerta en cada hogar, aunque no prosperó, ya que por las condiciones de hacinamiento, pocas viviendas tienen espacio suficiente. Primero pidieron un balcón prestado y luego solicitaron un espacio, mientras avanzaba la apertura de calles, construcción de edificios y desembarco de servicios básicos al barrio.

Elizabeth Cuenca 17 de enero de 2024.MARIANA NEDELCU

Cómo construir un vivero orgánico

Cuenca trabajaba limpiando casas por hora, al igual que muchas de sus compañeras. Además, sacaba provecho de su oficio de costurera para hacer un poco de dinero extra. En el escaso tiempo libre que le quedaba, se sumergía en el universo de las plantas. En 2019, les entregaron un espacio para instalar el vivero, gracias a un convenio con la Reserva Ecológica Costanera Sur de Buenos Aires, propietaria del terreno y lindera al asentamiento, que sugirió que el barrio podría aportar con la producción de plantas nativas. “Enseguida me propuse como voluntaria. Las chicas me dijeron ‘estás loca, ¿en qué momento lo podremos hacer?’”, relata con una sonrisa.

A Cuenca no le llevó demasiado convencer a sus amigas de que en ese predio desolado, ganado al río con escombros, repleto de cemento y cercano a un sector donde había funcionado un cementerio de autos que contaminaba el suelo y producía daños a la salud, podría erigirse su sueño. Las autoridades a cargo de la urbanización presentaron un diseño, aunque ellas introdujeron modificaciones: sumaron la huerta para producir alimentos y un sistema de recolección de agua de lluvia. Mientras, el grupo aprendía sobre semillas, siembra, cosecha y estudiaba a fondo sobre plantas nativas. Sembraron a finales de 2019, y en enero de 2020 cosecharon las primeras hortalizas: lechuga, kale, acelga y mostaza que comercializaban a través de la venta directa a sus propios vecinos, a precios accesibles.

Pero, de inmediato, la pandemia alteró los planes y la cuarentena le puso rostro a la desigualdad. Allí, a metros de las torres de lujo, los costosos restaurantes y las tiendas de ropa exclusivas, había un centenar de familias que no podían acceder a las cuatro comidas diarias. “Hicimos un censo para conocer quiénes tenían déficit alimentario. Queríamos ayudar, llamamos a los comedores del barrio, pero nuestra producción no los podía abastecer a todos”, recuerda Cuenca. En total identificaron a 25 familias con necesidades extremas y cada dos semanas cosechaban 25 bolsas de verduras que el Instituto de la Vivienda de la Ciudad entregaba a los vecinos sin costo.

La esencia del proyecto es el desarrollo de las plantas nativas que provienen de la región rioplatense. El objetivo es recuperar especies que, producto del desarrollo urbano que ha tenido la zona en las últimas décadas, han ido desapareciendo. Hoy ya cuentan con decenas de variedades en el vivero, donde aportan un tratamiento natural, sin utilizar fertilizantes químicos y abasteciéndose de agua gracias a un sistema de riego que aprovecha las lluvias.

Soledad Muñoz trabaja en el vivero La Vivera del barrio Rodrigo Bueno.MARIANA NEDELCU

Un sueño entre plantas

Bajo un sol agobiante, Elizabeth y tres de sus compañeras, Ángela Oviedo, Soledad Muñoz y Edelmira Flores, más Doce, la pequeña gatita negra que han adoptado, cumplen sus actividades de modo diligente: caminan en silencio entre los surcos y canteros y observan las plantas con detalle, analizan las hojas y su color, colocan tutores para garantizar un mejor crecimiento de los plantines más pequeños y cierran ventas con algunas clientas que se han acercado a comprar. Hoy la mayor producción son especies nativas, árboles, arbustos, herbáceas y enredaderas. Tras cinco años, la huerta sufre el paso del tiempo, aunque unos tomates redondos hacen el esfuerzo por ganar color rojo y las lechugas están firmes en la tierra.

“Soñamos con crecer y ayudar a otros a crecer. Aquí dictamos talleres, recibimos a estudiantes que vienen a realizar pasantías, nos interesa que el espacio se transforme en un lugar educativo. Eso le da más sentido que lo económico, donde siempre estamos acostumbradas a ajustar la olla”, asegura. Además, apuestan a que proyectos como La Vivera se repliquen en otros asentamientos y villas del país. “Sería espectacular que hubiera más. La gente tiene que tener la misma oportunidad que tuvimos nosotras”, se entusiasma.

Pero no todo es sencillo. El grupo acaba de concluir un año complicado, atravesado por un contexto de ajuste que ha golpeado especialmente al consumo y produjo una caída en las ventas. “Dedicamos mucho amor a lo que hacemos, pero no es suficiente para llegar a grandes mercados”, se lamenta. En estos años, las mujeres debieron no sólo aprender cuanto fuera posible sobre plantas, sino también salir a buscar clientes y negociar con empresas a las que proveen, hacer el marketing, administrar y vender. “Todas tenemos otros trabajos y le dedicamos a La Vivera algunas horas al día”, cuenta.

Por eso, Cuenca sueña con que sus voces se escuchen, que sirvan para incentivar a otras. “La idea es llegar a ese corazón verde, reunirse para construir en conjunto”, reflexiona. Enseguida hace una pausa, sonríe, abre los ojos bien grandes y asegura con firmeza: “Amamos lo que hacemos”. Luego, la tarde calurosa se apaga de a poco, envuelta en un aroma a tierra húmeda, sacudida por una brisa y un silencio que apenas si se rompe con las hojas que no han dejado de chocar unas con otras suavemente.

Vista del vivero La Vivera y los nuevos edificios que son parte del proyecto de urbanización del barrio Rodrigo Bueno.MARIANA NEDELCU

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