Las guerras también matan de hambre
Este año, con 20 países o territorios sumidos en la violencia, casi 140 millones de personas sufren la crisis alimentaria. “La agricultura es la llave para construir un mundo pacífico”
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Los números dan dimensión al tamaño del problema: en el mundo, unos 820 millones personas sufren desnutrición. Otros 2.000 millones padecen malnutrición. Son casi 700 millones de personas las que viven en la pobreza extrema, con menos de 2,15 dólares diarios. Un 46% de la población mundial -3.600 millones de personas- es pobre y vive con hasta 6,85 dólares al día.
Esto ocurre en el mismo planeta que ha sido capaz en seis décadas de aumentar en un 40% por encima de la expansión de la población la disponibilidad de calorías y proteínas. Si bien hay múltiples causas para la inseguridad alimentaria en el planeta, una es la predominante: los conflictos armados. Este año, con 20 países o territorios sumidos en la violencia o en situación de guerra, casi 140 millones de personas están expuestas a la crisis alimentaria.
Casi 300 millones de personas en 60 países —la mayoría sufriendo por conflictos armados— padecieron hambre de carácter agudo el año pasado, cuando los Gobiernos del mundo gastaron, sumados, más de 2,4 billones de dólares en armas, equipamiento y personal militar.
El aumento del hambre refleja también las disrupciones ocurridas en el comercio de fertilizantes tras el inicio de la guerra en Europa del Este, que aceleró la inflación de los alimentos por encima del promedio del aumento de los precios en casi todo el mundo.
Además de familias y vidas, los conflictos armados arrasan con medios de subsistencia y sistemas agroalimentarios, llevando a las personas a abandonar de sus hogares y a situaciones de vulnerabilidad y hambre.
Las guerras y los conflictos armados convierten a las naciones en fallidas. Junto al debilitamiento o el colapso de la gobernanza, destruyen la agricultura, la confianza y la cooperación social; hacen más inseguras las zonas rurales; activan la implantación de cultivos ilícitos; promueven la extorsión, la violencia, las migraciones forzadas y una competencia desenfrenada por recursos naturales.
También arrasan con comunidades agrícolas, con la consiguiente pérdida de conocimientos y saberes, generando dependencia de la ayuda internacional. Las guerras y los conflictos armados provocan degradación ambiental acelerada, vulnerabilidad creciente a inundaciones, sequías y deslizamientos de tierra, y la explotación irresponsable de recursos naturales.
También son las responsables de destruir a las personas, la naturaleza y los suelos, que sufren en silencio. Las bombas contaminan y arrasan con la biodiversidad y recuperarla lleva generaciones.
Dos décadas atrás, el sistema multilateral acordaba hacer un llamado al mundo a avanzar de forma decidida y rápida a una transición que sirviera para reemplazar la cultura de imposición, dominio y violencia por una cultura del encuentro, el diálogo, la conciliación, las alianzas y la paz.
Ese llamado debe ser nuevamente abordado, renovado con nuevos ímpetus y un reconocimiento: el papel de los sistemas agroalimentarios como esenciales para la estabilidad social y política y el desarrollo humano en un marco de sostenibilidad. La agricultura es la piedra angular de ese sistema, cuyo desempeño es estratégico para el desarrollo rural y territorial y el bienestar de la población, tanto urbana como rural.
El cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) 2030 adoptados por los líderes del mundo en el 2015 para erradicar la pobreza, proteger el planeta y asegurar la prosperidad se encuentran desafiados y sólo podrán ser alcanzados –en parte- poniendo esa piedra angular al tope de las agendas públicas y fortaleciendo su eslabón más débil, el de los pequeños agricultores, por medio de un aumento de sus ingresos y facilitando su inserción productiva y comercial a través del acceso al conocimiento y la tecnología.
El 80% de los pobres viven en zonas rurales y, en gran medida, tienen a la agricultura como medio de vida. Son 650 millones de personas que, además, habitan sobre suelos degradados, que debemos restaurar. Ese es el alto precio que pagamos por modelos no sustentables y por el abandono de una verdadera cultura de la paz.
Unos 517 millones de pequeñas fincas en el mundo cultivan menos de dos hectáreas. En ellas viven unos 2.000 millones de personas. Su función es crucial para la agricultura mundial y especialmente relevante para el sustento de millones de personas en los países en desarrollo.
Son esos pequeños agricultores –hombres y mujeres- los que producen el 65% del arroz del mundo, así como la mayor parte del cacao, el café, el té, el caucho y la palma. Pese a su importancia, su viabilidad económica está en la cuerda floja, tienen escaso poder de venta y baja movilidad social.
Esa vulnerabilidad retroalimenta los conflictos y la inestabilidad. Por eso, los esfuerzos por erradicar la pobreza y el hambre requieren estrategias que permitan mantener y robustecer la capacidad de adaptación de los pequeños agricultores a los eventos climáticos extremos y trabajar decididamente por recuperar y mantener la paz.
Es el momento de mirar a los territorios rurales como zonas de oportunidades y de progreso social. Ello exige diseños institucionales adecuados, una nueva generación de políticas públicas para la agricultura familiar y la facilitación en el acceso a tecnologías digitales para que los agricultores tengan mejores rendimientos e ingresos.
El momento es ahora.
Necesitamos proveer soluciones para los problemas asociados a la agricultura de pequeña escala, como los bajos rendimientos, el déficit de infraestructuras y el vínculo deficiente con el mercado y el financiamiento, de modo de tener éxito ante los nuevos retos que plantea el cambio climático. En la agricultura está la llave para construir un mundo próspero y pacífico.