Las recicladoras de Atitlán, las mujeres que evitan que toneladas de basura lleguen al lago sagrado de Guatemala
La primera cooperativa del lago contribuye a reducir la basura plástica y a la conservación. Sus miembros son agentes de cambio en sus comunidades
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El lago de Atitlán, el tercero más grande de Guatemala y el más profundo de toda Centroamérica, es una de las joyas turísticas del país. Se ubica en la región suroccidental de Sololá, y es custodiado por tres volcanes que perfilan un paisaje majestuoso. Para los pobladores que habitan en sus alrededores, este inmenso cuerpo de agua simboliza una abuela ancestral, una deidad femenina tal como la labor de quienes hoy la cuidan y lo tratan de rescatar de la contaminación. Mujeres como doña Encarnación Ujpan Ujpan, doña Francisca Pérez Mendoza y doña María Pérez Mendoza. Las tres son indígenas mayas de la etnia kaqchikel, de Santa Cruz La Laguna, una de las tantas aldeas alrededor del lago. En su comunidad, elaboran coloridos tejidos con fina sedalina e hilo mish, al tiempo que trabajan como recolectoras de basura.
Es día de evacuación de los materiales y las mujeres, enfundadas en sus trajes tradicionales y con el cabello recogido en la tela de lana de sus tocoyales, bajan y suben a pasos rápidos y ágiles por uno de los embarcaderos del lago. Acostumbradas ya a esta fatigosa labor, van retirando los pesados costales llenos de desechos de la lancha para subirlos a los camiones rumbo a la capital, donde serán reciclados.
Los enormes sacos que cargan de un lado a otro contienen los kilos de vidrio, cartón y plástico que en el último mes recolectaron, separaron y limpiaron para venderlos a grandes empresas. En eso consiste la actividad que desarrollan dentro de la cooperativa Atitlán Recicla, la primera de su tipo en Centroamérica conformada sólo por mujeres.
Creada en el 2017 como un proyecto con enfoque social y ambiental, la iniciativa cuenta en la actualidad con casi 100 pobladoras indígenas de la Cuenca del lago Atitlán, que encontraron en la labor de mantener su entorno limpio un recurso económico. Algunos de los municipios donde viven estas mujeres no tienen acceso por carretera para trasladar los materiales hasta los centros de acopio, así que muchas de ellas, como Encarnación, María y Francisca, tienen que transportarlos primero cruzando el lago en lancha desde lugares como Santa Cruz, hasta el muelle de Tzununá, municipio que sí cuenta con camino terrestre y que forma parte de los 15 que participan en la iniciativa.
Desde que comenzó, hace siete años, la agrupación de mujeres ha conseguido que aproximadamente 45.000 quintales de desechos —4.500 toneladas, que hubieran sido quemadas o arrojadas a los ríos—, sean destinadas a tener una segunda vida. Para Darling Salguedo, coordinadora de Atitlán Recicla, esta región de Guatemala se ha convertido en una de las zonas pioneras en reciclaje: “Casi toda la recuperación de desechos en el resto del territorio la hacen los llamados guajiros, como se les conoce coloquialmente a quienes recogen los materiales de los vertederos municipales y de los clandestinos e irregulares, que son una gran mayoría en el país”.
El lago que la cooperativa trata de conservar libre de plásticos y uno de los destinos que más turistas acoge anualmente recibe una descarga de aguas residuales tan elevada como peligrosa para la salud humana. Gran parte de la población del sur de la cuenca la para consumo directo. Sin embargo, diversos estudios científicos han evidenciado una presencia muy alta de cianobacterias y bacterias fecales, además de partículas tóxicas, entre otros contaminantes. “Gracias al trabajo de estas mujeres se evita al menos que muchos desechos reutilizables acaben en la naturaleza”, apunta Salguedo.
“Lo hacemos por el medio ambiente y para sobrevivir. Nos enorgullece llevar ese pequeño ingreso a casa”, dice Cindy Karina Dionicio Tuj, de 33 años, y presidenta de la cooperativa desde abril. Es originaria de Santa Clara de la Laguna, territorio maya k’iche’, en el que las mujeres subsisten de la artesanía que elaboran. Pero esa labor no es suficiente para llegar a fin de mes. “La recolección nos ayuda a obtener un aporte extra con el que comprar alimentos y sacar adelante a nuestros hijos”, asegura la lideresa.
Además de reducir la contaminación de residuos sólidos, su trabajo en la cooperativa, una iniciativa impulsada por la organización privada Amigos del Lago de Atitlán, supone además el empoderamiento social, ambiental y económico de las mujeres indígenas de Sololá, una de las comarcas más pobres y con mayores índices de desnutrición en todo el país. De acuerdo con un informe de la ONU, se trata de uno de los cinco departamentos con los mayores niveles de inseguridad alimentaria de Guatemala.
“Con este trabajo sacamos poquito, pero es más que nada”, dice Santos Tepaz, que habla mezclando el español y el kaqchikel, la lengua maya con más presencia en esta región. Originaria de Tzununá, es la lideresa de las recicladoras de su comunidad, un trabajo que fue difícil poner en marcha. “La parte sociocultural del proyecto ha resultado la más difícil. Costó mucho trabajo que las mujeres tuvieran apoyo de sus esposos o de su familia. Hay un fuerte rechazo a que ellas se desarrollen fuera de su casa”, explica Salguero. Según cuenta, al principio, las mujeres iban a trabajar a escondidas de sus maridos, padres e hijos varones. “Salían un ratito y rápido se regresaban a la casa. Es que el machismo es todavía muy fuerte en algunas comunidades, quitándoles no sólo la oportunidad de un empleo, sino de desarrollarse en lo personal. Por eso, impartimos diversos talleres no solo de concientización ambiental, sino de empoderamiento y de masculinidades positivas. Y ya vamos viendo un cambio en algunos municipios”, detalla la coordinadora.
“¡Para ellos somos ‘las sucias!’”
“En mi caso no fue tan difícil porque antes trabajaba en la municipalidad. Y mi marido siempre me ha apoyado. Pero no es así para el resto”, lamenta Dionicio. Las mujeres tienen que sortear otra barrera: el estigma que supone hacer del reciclaje un empleo. “Cuando salimos a por materiales en vez de llamarnos por nuestros nombres se refieren a nosotras como las que recogen basura en forma de burla. ¡Para ellos somos las sucias!”, relata Tepaz.
“Estas mujeres traen la autoestima muy baja, al principio ni hablaban. ¡Les daba miedo hasta expresarse!”, expresa Salguero. “Pero, gracias a las capacitaciones y después de compartir experiencias unas con las otras, han agarrado mucha confianza y se han convertido en agentes de cambio de sus comunidades”.
A Evelyn Cholotío le daba “mucha pena” salir a por material. “Nos insultan mucho y me avergonzaba. Hasta que un día mi mamá, que también recolecta, me recordó que yo no me dedicaba a robar sino a limpiar la comunidad”, narra. Ella es de San Juan de La Laguna, municipio a las orillas de la zona oeste del lago con una alta presencia de la etnia tz’utujil y a sus 23 años es una de las lideresas más jóvenes.
Para contribuir a la alimentación de las 11 bocas de su casa, Cholotió tuvo que dejar de estudiar antes de cumplir la mayoría de edad. Las oportunidades de acceso y permanencia en el sistema educativo no se encuentran al alcance de la mayoría de la población de Guatemala, menos para la población indígena. De acuerdo con las cifras del Banco Mundial, las tasas de analfabetismo en la región llegan a un 75% y las mujeres de origen maya con dificultad completan menos de dos años de estudios.
El trabajo de reciclaje es una ayuda para la casa, pero es realmente duro y un proceso largo. “Primero hay que salir a recoger el material, después separarlo, limpiarlo, pesarlo, cargarlo y descargarlo de las lanchas a los camiones. Y cada vez se gana menos”, apunta Santos. A finales del 2022, el precio del plástico PET, el material que más venden estas mujeres, bajó de forma abrupta. “Cuando empezamos, un quintal de plástico (100 kilos) valía alrededor 150-200 quetzales [18-24 euros]. Y ahora está en unos 25-30 [entre 3 y 3,60 euros]″, relata. El vidrio se paga mejor, pero su valor en el mercado también ha disminuido. “Nunca había tenido variación, hasta que el pasado junio comenzó a bajar. Es el riesgo que lleva este empleo: cuando hay mucha materia disponible, los precios caen”, lamenta Darling.
“Y todo está muy caro, el traslado de los materiales, desplazarse de comunidad en comunidad, los alimentos para la canasta básica… ¡Muchas veces no alcanza!”, se queja Susana Yach Yach, recicladora que mantiene, además, un puesto de frutas y granizadas en Panajachel, la zona del lago más turística. El salario mínimo en Guatemala es actualmente de 3.400 quetzales (unos 400 euros). “Cuando me va bien, saco 500 quetzales al mes [60 euros], que no es mucho. Por eso admiro tanto a Ana, ella sí gana muy bien”, apunta Santos. Cuando Ana Can Chuc se dio cuenta de que ganaba mejor con el reciclaje y de que había tanto que hacer, dejó la tortillería que regentaba en Panajachel para dedicarse exclusivamente a la recogida de materiales. “Empecé solita y ya somos cuatro en la familia, mis hijos dejaron sus empleos para dedicarse a esto”, cuenta. Can Chuc es la recicladora más ágil de toda la cooperativa y la que mejor gana. Puede llegar a sacar más de 5.000 quetzales mensuales, unos 600 euros, “pero le echamos muchas ganas y trabajamos todos los días. Ahora voy a necesitar más personal, lo que ayudará a generar empleos para más familias”, anuncia la mujer, quien está aprendiendo a cortar vidrio.
Para que el trabajo como recolectoras sea más rentable, además de vender la materia prima a empresas, el grupo de mujeres está elaborando desde hace unos meses sus propios productos. En el centro de acopio que tiene la cooperativa en Panajachel ya cuentan con la maquinaria para cortar y moldear el vidrio que recogen y que transformarán en velas, vasos, copas, floreros y otros artículos bajo una firma que tienen previsto lanzar a finales de agosto. “Además de generar más ingresos, tener una marca propia es una forma de que se reconozca nuestro trabajo y se dignifique”, manifiesta la presidenta.
“Con este empleo honramos a nuestro lago sagrado, cuidamos la salud de nuestros hijos y ayudamos a conservar un entorno sano para las futuras generaciones”, apunta Santos. Como lideresa en su comunidad, anima cada día a las demás a no caer en el desaliento por la dureza de su trabajo y los comentarios que a veces reciben. A través de la recogida de plástico y vidrio “revivimos los materiales y el medio ambiente”, expresa. De su compromiso con el cuidado del lago, las indígenas que conforman la cooperativa han aprendido, además, una gran enseñanza, asegura la lideresa kaqchikel. “Nuestro lugar en las comunidades no se limita ya a quedarnos en casa. Ya no aceptamos que, como mujeres, ese sea nuestro único cometido en la sociedad”.