En el suburbio más grande de Bogotá, los adolescentes luchan por no dejar la escuela
Miles de jóvenes de Soacha se debaten entre terminar el colegio o trabajar para ayudar a sus familias. Un dilema frecuente en un municipio en el que ni siquiera la educación pública tiene los recursos necesarios
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Yenifer Cano abandonó la escuela, a pesar de que solo le faltaban dos años para graduarse. En 2023, al cumplir 18, dejó los libros por un trabajo de tiempo completo, porque la atormentaba más la falta de comida en casa que el logro de un título bachiller. “Era algo que pensaban la mayoría de mis compañeros. Todos hablaban de dejar de estudiar y tener plata”, argumenta la adolescente de Soacha, un municipio periférico de Bogotá, que geográficamente parece una extensión de la ciudad, pero que a nivel social a veces se asemeja a un pueblo olvidado de los Andes. Allí, más del 47% de los habitantes vive en situación de pobreza, según datos de la Alcaldía local, y muchos jóvenes se plantean caminos alternos a la educación ante la batalla diaria por sobrevivir.
Para Cano, el afán de tener su propio dinero y quitarle una carga a su madre, que arrastraba sola la responsabilidad de tres hijos, la hizo pensar que dejar los estudios era una opción lógica. “Veía a mi mamá muy cansada y enferma. Quería ayudarla”, sentencia la joven, que se convirtió en una de las 291.304 personas que abandonaron la educación media en Colombia el año pasado, según el Ministerio de Educación. En 2023, la tasa de deserción escolar en Bogotá fue del 2,8%, mientras que en Soacha ascendió al 4,6%. Una diferencia enorme si se piensa en un municipio gigantesco de más de 800.000 habitantes, que no tiene separación alguna de la ciudad más importante del país.
En el colegio Julio César Turbay, donde estudiaba Cano, es común que los alumnos vivan en hogares en los que comer carne o pollo se considera un lujo reservado para días especiales. Barrios de invasión donde el polvo de las calles se mezcla con el aire, y los techos de las casas tienen tapones de silicona para evitar las goteras. Lugares en los que se han asentado miles de familias migrantes y desplazadas para estar cerca de Bogotá con la esperanza de un futuro promisorio, pero encarando necesidades de una vida que solo puede afrontarse un día a la vez. Así eran las cosas en el hogar que Cano dejó atrás para irse a vivir con su novio. Una casa comandada por una madre soltera que tenía dos trabajos para garantizar el techo y la comida de sus hijos.
Esa misma mujer le pide ahora a su hija que regrese a clases. “Me dice que termine el bachillerato porque lo voy a necesitar para todo”, cuenta Cano, esquivando la mirada. Ella no planea volver al colegio, pero dice que en el futuro va a validar los años que le faltaron en una institución de educación para adultos. Sin embargo, no hay una fecha prevista para que eso suceda. En su caso, como en muchos otros, interrumpir la educación media es un patrón generacional. Ni su abuela ni su madre terminaron el colegio, pero tienen la esperanza de que ella sí lo haga.
Eso mismo le pasa a Paola Cuervo, que no quiere que el futuro de ninguno de sus cuatro hijos se parezca a su vida. “Nuestra situación es muy difícil, pero quiero que ellos tengan educación por encima de todo”, comenta la madre soltera de 36 años, que apenas pudo terminar la primaria. La mujer tiene un ingreso mensual de unos 400.000 pesos (100 dólares), con el que intenta dar sustento a los tres hijos que aún viven a su lado. Con su trabajo esporádico como repartidora de volantes en la calle, Cuervo vive con la incertidumbre permanente de qué comerán Yorbinson, Evelyn y Daniela al día siguiente.
Por ahora, su anhelo más grande es que su segundo hijo, Yorbinson Ramírez, de 16 años, se gradúe a finales de 2025, del mismo colegio que Cano dejó atrás. “Yo lo ayudo como puedo para alentarlo a que estudie”, dice la madre entre lágrimas. Cuervo no trabaja a tiempo completo porque no tiene apoyo para el cuidado de su hija Daniela, una niña de cinco años que padece de síndrome de Down.
Frente a esa realidad, Ramírez solo puede pensar en el dinero que necesitan su madre y sus hermanas. “Al salir del colegio, quiero trabajar para ganar plata o estudiar algo con lo que ganar plata”, sentencia apretando los nudillos. Aunque asegura que él seguirá estudiando, al joven también lo persigue la tentación de cambiar la vida de su familia fuera de un salón de clases. Aunque ama el fútbol y los deportes, no se da el permiso de tener expectativas. “A ver”, dice el joven volteando los ojos, “estamos en Soacha y esto no es un colegio privado”, remata con sarcasmo.
Una educación en estado de emergencia
Aunque su frase suena desesperanzadora, no carece de justificaciones. Incluso, Gerardo Rodríguez, rector del Julio César Turbay también simpatiza a su modo con esa frase. “La mayoría jóvenes no tienen perspectivas de futuro aquí, y es muy triste saber que a la educación le queda mucho por hacer”, señala con un tono amargo el educador de 62 años, que hace más de una década dirige la institución.
Por sus gestos, se nota que es un enamorado de su profesión, pero a menudo se desilusiona del sistema en el que trabaja. “Fuera de la nómina docente, en el colegio tenemos un presupuesto anual de alrededor de 300 millones de pesos (77.000 dólares), que resultan en unos 8.000 pesos (2 dólares) mensuales por estudiante”, explica avergonzado el director del centro educativo de más de 2.700 alumnos. Con ese dinero, no quedan fondos para el deporte ni las actividades culturales en una zona cercada por el crimen organizado y el microtráfico.
La secretaría de educación de Soacha aclara que su presupuesto ni siquiera les alcanza para cubrir todos los sueldos de los profesores, y mucho menos para tener reemplazos. Por eso, no es extraño que los alumnos del Julio César Turbay estén solos durante alguna hora de clase, a falta de algún maestro. “Tenemos que pedirle un refuerzo al ministerio para cubrir la nómina”, señala José Yhoan Alfonso, quien está al frente de esa dependencia. Pero lamenta que las escuelas de la zona están en la cola de las prioridades en Colombia. “Soacha tiene el penúltimo peor presupuesto educativo por estudiante en todo el país”, resalta el funcionario.
Ante las carencias de las instituciones y de los hogares, los adolescentes van perdiendo las esperanzas de un futuro distinto al de sus padres, entre edificaciones de paredes despintadas sin zonas verdes. Pese a los esfuerzos de educadores como Rodríguez, los cambios que se intentan llevar a cabo en los colegios parecen pocos ante el panorama desafiante de miles de jóvenes de escasos recursos. “Intentamos motivarlos con historias de éxito de nuestros egresados”, declara Rodríguez, quien no pierde ocasión para celebrar los triunfos de cada alumno que pisa la institución.
El maestro se ha aliado con quienes intentan ayudar a cambiar la vida de los estudiantes. Por eso, le abrió las puertas la Fundación Apoyar, una organización dedicada a brindar soporte en procesos educativos y de desarrollo para niños y jóvenes en Colombia. Desde hace poco más de dos años, la ONG ayuda los estudiantes que tienen problemas en el colegio con acompañamiento académico y psicosocial, y la oferta de actividades culturales. “Es un esfuerzo para que los chicos sigan adelante con su educación y puedan emplear el tiempo de manera sana”, recalca Mayerly Donato, jefa del proyecto. Durante su estancia en la institución, la fundación inició un grupo de batucada para alentar a los adolescentes por medio de la música, y ha impactado a más de 200 estudiantes para que continúen sus estudios en mejores condiciones.
Soñar sin permiso
Cada esfuerzo de las organizaciones, profesores y dirigentes a quienes les importa su trabajo, van encaminados a que los jóvenes del municipio puedan desarrollar sus proyectos de vida. A que Cano se convierta en azafata o entre al ejército como lo desea, y que Ramírez se atreva a fantasear con una vida diferente para él y su familia. Así lo ve Rodríguez desde su oficina de la rectoría en el centro Julio Cesar Turbay. “El sueño que se persigue es que todos los niños, niñas y jóvenes se conviertan en lo que quieran ser sin importar de donde vengan”, resalta con ilusión. Él es un convencido de que las aspiraciones juveniles se pueden lograr. Lo confirmó cuando, sin recursos, logró hacerse maestro, y cuando vio a Gustavo Petro, uno de sus compañeros del colegio, convertirse en presidente de Colombia.