‘Chilco’, la novela mapuche que América Latina necesita leer
La imagen de corazones que se van y no siempre vuelven, como ocurrió con mi abuela, es una de las huellas que dejó en mí la lectura del libro de Daniela Catrileo, que con seguridad abrirá puertas, oídos, corazones y candados en el resto del continente
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Hay algo en Chilco, la novela que Daniela Catrileo acaba de publicar con Seix Barral en Chile, que invita a abrirse, a preguntarse, a la honestidad. La leí pensando mucho en mi abuela Angélica, quien murió durante la pandemia, en Lima, aunque sus cenizas tuvieron que esperar al menos dos años para poder emprender el retorno a su tierra, Ccapacmarca, en las alturas del Cusco. Angélica apenas sabía firmar, pero había mantenido a un marido enfermo y sacado adelante a sus cuatro hijas hasta que estas pudieron casarse y emigrar a la ciudad. Tras enviudar y quedarse sola, Angélica también tuvo que dejar su tierra. La acogió una de sus hijas en Lima, y con ella pasó sus últimos años expresándole en quechua sus ganas de retornar.
La historia de por qué mi familia terminó tan lejos de nuestra tierra no fue la de una simple migración, sino un transplante que produjo heridas y silencio. Yo no pude acompañar las cenizas de Angélica de regreso a Ccapacmarca, pero recibí por Whatsapp fotos de su entierro en ese lugar mítico que he sentido mío aunque no haya vivido nunca allí. Ccapacmarca fue la tierra de mi madre, de mi abuela, de mis ancestros; y, para ser justo, lo habité emocionalmente a través de las historias y de los huaynos que escuchaba en casa desde niño. Las canciones parecían cuentos sobre héroes en poncho, caballos valientes y amores furtivos; y eran un refugio cálido al que volvía cuando las cosas se volvían feas en Lima, una ciudad en la que nunca me he sentido a gusto, quizá porque no encontré la manera de expresar en ella mi “quechuidad”.
¿Debería intentar retornar a los Andes mientras soy joven? ¿Tendría que conformarme con el regreso póstumo y ritual? ¿Es el retorno una fantasía? Millones de personas en el hemisferio lidian con variaciones locales y personales de estas preguntas, en lo que podría llamarse la gran historia del desarraigo indígena. De sur a norte, de este a oeste, América Latina es un territorio de corazones desplazados forzosamente de sus tierras. La imagen de corazones que se van y no siempre vuelven, como ocurrió con mi abuela, es una de las huellas que dejó en mí la lectura de Chilco, un libro que con seguridad abrirá puertas, oídos, corazones, candados en el resto del continente.
Chilco es una isla en el sur del hemisferio donde ya solo quedan niños y ancianos. Apenas pueden, los adolescentes mapuche se marchan para estudiar o trabajar en las ciudades y, aunque el desarraigo los mata lentamente, nunca regresan. Pascale Antilaf y Mari Quispe, su pareja, son una excepción. Conocemos su aventura a través de Mari, la narradora, quien es nieta de una inmigrante quechua peruana, aunque ha nacido y vivido siempre en ciudad Capital. A diferencia de su abuela, que ha hecho del trabajo independiente en su propia tienda una especie de defensa contra el mundo, Mari es secretaria en el museo de historia natural. No le interesa la historia del pueblo mapuche, tampoco la de Chilco, hasta que se enamora de Pascale en el trabajo. Pascale es mapuche, de Chilco, y hay algo en su empeño por volver a aquella isla que intriga a Mari, como un órgano extra en su cuerpo segregara ese llamado.
¿De qué podríamos vivir allá?, parece preguntarse Mari. El gran obstáculo económico, que dentro y fuera del libro impide a muchos volver, se resuelve en la novela cuando ciudad Capital empieza a caerse a pedazos como una torta que se desmorona desde dentro. Ante la metástasis ocasionada por algo muy siniestro en el negocio inmobiliario, Chilco adquiere la dimensión de lo vivo y lo posible, y entonces Mari decide acompañar a Pascale en “ese extraño fenómeno de retorno”.
No hay spoilers hasta aquí. La novela empieza por el final, con Mari respirando el aire de Chilco, y capturada por un aroma que nadie más parece sentir. Catrileo ha sembrado varias intrigas que crecen como semillas a lo largo del libro, y quizá la primera es ese olor. ¿Por qué Mari, siendo la única forastera en Chilco, también es la única que lo percibe?
La segunda: ¿están –estamos– viviendo el fin del mundo? ¿O es el fin del mundo una fase nueva del capitalismo de siempre. Cuando la gente de ciudad Capital descubre que esta se ha vuelto invivible debido a la angurria de las inmobiliarias, miles se lanzan a las calles a expresar su rabia. El hartazgo multitudinario recuerda al estallido social de 2019. Hay ira, ilusión, el sueño de algo diferente, pero finalmente gana una realidad que se vuelve incluso peor que la que había antes. Pasada la euforia de la lucha social, ciudad Capital comienza a hundirse literalmente. Las familias ricas se marchan a la cordillera para fundar otra ciudad. El cielo sobre la devastación se cubre de anuncios publicitarios con imágenes de personas rubias que invitan a los supervivientes, previo crédito hipotecario, a comprar la nueva casa de sus sueños. Mientras el planeta se va pareciendo a un queso gruyere y la realidad es una broma infinita, Mari y Pascale deciden usar “el amparo de la risa como ideología”. Ese también es el tono de un libro cargado de un humor delicado y rabioso.
El contrapunto con Pascale le permite a Mari sentir y pensar cosas que parecían enterradas en su propia historia. Pascale tiene una cicatriz en la frente. Se la provocaron unos tipos con una navaja mientras le gritaban “india maricona”. En la cercanía con ese cuerpo, dice Mari, “nuestras heridas dejan de ser una historia individual y comienzan a encontrarse. Como si entre el tacto y la rugosidad del deseo apareciera fronterizamente la transparencia”. Una oda a la complicidad al contagio, al despertar político, a lo que la escritora aimara Quya Reyna llama el retorno a “lo indio”. A lo quechua.
Chilco narra de forma más sutil ese otro retorno. La odisea interior de una mujer que se piensa a sí misma como mestiza pero que luego descubre caminos de salida. Mari dice no tener una certeza de sus orígenes; de hecho no conoce a su padre, y cree que todos en ciudad Capital son un poco como ella: “unos quiltros, sin genealogía”. Para ella, las múltiples culturas que conviven y se combinan en la urbe les dan a sus habitantes una identidad mestiza: “Habíamos crecido en una capital de mezcolanzas, un salpicón de matices, acentos y lenguas”. Pronto empieza a sentir que, más que una mezcla biológica o cultural, el mestizaje es una forma de olvido con dimensión de mito nacional. La fe en que un país es esencialmente una máquina mezcladora que diluye lo indígena y que esto nos hace peruanos, chilenos, mexicanos. Mari nota las fisuras de ese discurso. Ella no tiene padre sino una madre y una abuela. De hecho, vive en un hogar de mujeres, en un barrio de hombres ausentes, de violaciones y abandonos. “La falta de padre era la religión común de nuestro territorio”, dice en un momento. De pronto, la abuela quechua adquiere para ella la dimensión de una patria.
“Entonces… si tu abuelita es quechua, tú también eres quechua po, ¿no?”, le pregunta Pascale en su primera conversación. Lo que Mari irá descubriendo de cara a esa pregunta es la tercera intriga que Catrileo deja abierta como una interpelación que escapa del libro. Pascale es un contrapunto perfecto que no solo muestra la inestabilidad de la etiqueta “mestizo” sino las maneras diferentes con que los pueblos y sujetos indígenas lidian con ella. Pascale, cuyo padre es mapuche y su madre una mujer blanca del continente, es un poco quiltro, como Mari, pero no se piensa mestizx. “Cuando le preguntan de dónde es, responde que su corazón es chilqueño lafkenche [mapuche del mar], un corazón de mar que no traiciona su isla”. Leyendo en los archivos del museo, Mari averigua que esa isla nunca fue parte del dominio español, que mantuvo su autonomía durante siglos y que solo fue colonizada a la fuerza durante la república, es decir, en “democracia”. Por eso, sus habitantes mantienen un “deseo colectivo de independencia”. “Mestizo” es la identidad del colonizador, es decir, la derrota y el olvido de esa derrota.
Quizá por eso la cuarta intriga no debería pasar inadvertida. Muchas personas darán por sentado que esta historia transcurre en Chile. Quizá hasta revisarán mapas de sus costas para ubicar esa misteriosa isla mapuche y rebelde de la que jamás escucharon o leyeron hasta hoy. Catrileo alimenta esta ilusión insertando en la novela fragmentos de archivo sobre la geografía de la isla, su población, sus plantas, su historia, su mar. Chilco parece tan real en la novela que se le puede ver, tocar, extrañar y hasta oler. Pero no ocurre lo mismo con el país colonizador pues, para comenzar, Catrileo nunca lo nombra. Sabemos que se encuentra en el extremo sur del continente, que tiene un ejército, policía, burocracia, una capital, inmobiliarias, una clase alta que construye un centro histórico y que luego huye de él cuando empiezan a encararlo “migrantes” con hambre y con preguntas, como Mari, como Pascale.
Parecerá un detalle anécdotico, pero estamos ante el engranaje más poderoso y descolonial de la novela. Mediante el gesto delicado y persistente de no nombrar a ese país, de difuminarlo, Catrileo logra que las vidas e historias indígenas atrapadas en él emerjan nítidas en toda su complejidad. No solo como actores de una historia de amor, sino como protagonistas de una lucha política por el derecho a existir en su propio territorio. En la vida real de los actos burocráticos, las constituciones y los ejércitos, el mundo funciona al revés: es el Estado de Chile el que ejerce el poder de no querer nombrar al Wallmapu, como si con ello lo borraran del mapa. Tal es el peso de una sola palabra.
La novela está salpicada de palabras en mapudungún, en quechua y en aimara. Catrileo las emplea sin traducción como para resaltar que estas lenguas no existen aisladas sino que se unen como ríos en nuestra propia vida cotidiana, en el sur. Pascale y Mari pasan el tiempo explorando sus efectos. “Cachái que la palabra ‘achuntarle’ viene del quechua?”, dice Mari en un momento. “También las palabras cancha, chascona, callampa, huincha, yapa y así un montón (...). ¿Viste? No todo es mapudungún”. “Mira, Mari, no te aproveches pa empezar la competencia”, le responde Pascale. “No quiero ofender tampoco, pero ya sabes. Mi pueblo es mayoría”. Mari replica con el tono de una improbable encargada de las relaciones bilaterales quechua-mapuche: “Oye, oye, cuidadito. En este país serán mayoría, pues… pero no en el continente. De todas formas, no porque sean más van a ganar fragmentados. ¿Quién ha ganado por separado? Necesitan alianzas no separatistas”. ¿No es esta una invitación a romper esas barreras y fronteras que condicionan incluso la imaginación.
La vocación especulativa de Mari desemboca en un sueño. De tanto pensar en lo que hubiera pasado si Europa no hacía lo que hizo, Mari termina soñando con una nave de astronautas indígenas. Hablan una mezcla de quechua y mapudungún y, en lugar de conquistar otros planetas, esparcen la descolonización galaxia a galaxia. De retorno a la tierra, una multitud recibe a la tripulación. “La lideresa chola se parecía a mi abuelita”, dice Mari, y enseguida añade: “Todo lo veía como si fuera una película”. No sé ustedes, pero yo quisiera verla en el cine.
Las literaturas indígenas en América Latina
Las literaturas indígenas en América Latina se escriben en lenguas originarias pero también en español. Desde la época de Guamán Poma, e incluso antes, no se trata de una contradicción. “No solo nos arrebataron la tierra sino el idioma. ¿Quién me puede decir ahora en qué idioma debo o no debo escribir”, me dijo un día el poeta David Aniñir, autor del mítico poemario Mapurbe, un término que, al igual que champurria, describe a los mapuche que nacen y crecen en la diáspora, muchas veces atravesados por los dilemas del mestizaje. Daniela Catrileo, que nació y creció en la periferia de Santiago de Chile y ahora vive en la ciudad de Valparaíso, reivindica su origen champurria como una forma más de ser mapuche. Aunque vivió hace algunos años su propio proceso de retorno al Wallmapu, y respeta esta opción, también cree que la migración y la diáspora están impulsando la mapuchización de nuevos espacios. “Santiago”, me dijo en una conversación, “es un lugar mapuche”.
Chilco es el sexto libro de Catrileo y el primero que publica en un sello transnacional (Seix Barral). Este detalle encierra su propia complejidad pues la llamada “literatura latinoamericana” (la de las vitrinas, las ferias, los festivales, los grandes sellos) es un Olimpo sumamente segregado. Está monopolizado por la novela y novelistas pero, además, se resiste a interactuar con las literaturas indígenas del continente. Que escritores “nacionales” e “indígenas” compartan espacios parece muchas veces tan de ciencia ficción como plantear la comunicación entre artistas y alienígenas. Lo que llamamos literatura “nacional” o “latinoamericana” suele ser la proyección comercial de este secreto a voces.
Chilco trae consigo una invitación –y esta podría ser la última intriga– hacia nuevas formas de leer lo que ocurre y lo que se escribe en el continente. Una forma de leer que ya no se base en el canon de las estrellas nacionales, sino que sea capaz de acercarse a sus múltiples territorios y conflictos y a las voces bellísimas que escriben desde allí sobre asuntos tan universales como la (des)colonización, la piel, el amor, la recuperación, el rearraigo. En ese mapa vibrante, la literatura mapuche de Daniela Catrileo, David Aniñir y Roxana Miranda Rupailaf, por citar solo tres nombres, conversa con la crónica aimara de Quya Reyna y Raimundo Quispe; con la novela quechua de Pablo Landeo; con la maravillosa poesía andina migrante de Lourdes Aparición, Leda Quintana y Gloria Alvitres; con las novelas de Clyo Mendoza, en el norte, y Gabriel Mamani, en el sur; con los ensayos iluminadores de Carlos Macusaya y Yásnaya Aguilar… Se trata de un tejido vivo que, como las alianzas con las que sueña Mari en la novela, demanda apertura y circulación.
Lo que el libro de Catrileo sugiere, finalmente, cuando cierras sus páginas, es que quizá Chilco no es solo el nombre de una isla. Quizá es el nombre de todo un continente.