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Retrato de un árbol triste (y varias criaturas extravagantes)

Para ilustrar la mutilación genérica del árbol de la vida, el investigador Gerardo Ceballos le pidió al biólogo e ilustrador mexicano Marco Antonio Pineda que dibujara un árbol con dieciséis retratos de animales, ocho de ellos pertenecientes a géneros extintos

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No me refiero al difunto ahuehuete junto al que Hernán Cortés supuestamente lloró en la “Noche Triste” de 1520 cuando lo derrotaron los mexicas; tampoco al sicomoro más famoso de Gran Bretaña, que vivía justo al lado del Muro de Adriano y que alguien acaba de tumbar con una sierra eléctrica. El árbol del que hablo es una ilustración científica realizada por Marco Antonio Pineda, biólogo y artista de naturaleza mexicano, para un artículo recién publicado en The Proceedings of the National Academy of Sciences: Mutilation of the tree of life via mass extinction of animal genera, escrito por Gerardo Ceballos, reconocido ecólogo que ha realizado una importantísima labor para alertarnos sobre los alcances de la extinción masiva de seres vivos, y Paul R. Ehrlich, entomólogo nonagenario que escribió junto con Anne H. Ehrlich el polémico libro The Population Bomb (1968).

Desde hace más de dos décadas, Ceballos y Ehrlich se han esforzado por ampliar el enfoque de sus colegas y del público sobre el alcance de la crisis de la biodiversidad; en un principio señalaron la desaparición de poblaciones como preludio a la extinción de especies y ahora nos exhortan a tomar en cuenta la pérdida de grupos taxonómicos más abarcadores como un criterio importante para la investigación y el conservacionismo.

Para ilustrar la mutilación genérica del árbol de la vida, Pineda partió de la idea planteada por Ceballos, dibujó un árbol libremente inspirado en una ceiba y acomodó en sus ramas dieciséis retratos minuciosos de animales. Ocho de ellos ya están extintos (por eso cuelgan de ramas sin hojas) y los otros, acomodados en las frondosas ramas superiores, pertenecen a géneros amenazados en la actualidad.

Para divulgar la importancia de esta publicación, decidí arrimarme a este árbol y entrevistar a su creador. Al comienzo de nuestra conversación telefónica, Pineda me contó que ha colaborado con Ceballos desde hace ya casi tres décadas. Hace un año, el investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) lo buscó para que representara algunos de los 73 géneros de animales vertebrados que han desaparecido en los cinco últimos siglos (una tasa de extinción 35 veces más rápida que la registrada en el último millón de años), así como los que están en mayor peligro de desaparecer si no logramos frenar el inmenso ecocidio provocado por la destrucción humana de hábitats silvestres.

La extinción de un género implica la pérdida de una rama singular e irrepetible del árbol de la vida, que lleva más de tres mil millones de años creciendo y ramificándose. No es igual de grave, desde el punto de vista del acervo genético de la evolución, que se extinga un ratón de la rama Mus, que incluye 39 especies distintas, a que se extinga (toco madera, como decían mis abuelas) el teporingo, uno de los conejos más pequeños del mundo (la única especie del género Romerolagus), que vive en las faldas de los volcanes ubicados al oriente de la Ciudad de México: el Popocatépetl, el Iztaccíhuatl, el Chichinahuatzin y El Pelado.

El teporingo se encuentra en la punta del árbol de Pineda. En un principio creí que el ilustrador se había tomado una licencia nacionalista para poner a este diminuto roedor mexicano en esa posición tan prominente, por encima de animales imponentes como el elefante africano, la cobra real o el cocodrilo gavial. En nuestra plática me aclaró que el orden de los animales en el árbol obedece más bien a una convención biológica en la que los miembros de grupos evolutivamente más recientes y “avanzados”, como los mamíferos, se ubican más arriba que los de grupos más antiguos o “primitivos”. Por eso, los animales en la rama más baja del árbol son anfibios y reptiles ya extintos: el gecko gigante de Delcourt, una especie enorme que vivió hasta el siglo XIX en Nueva Caledonia y que es conocida por un solo ejemplar disecado en el Museo de Historia Natural de Marsella; la tortuga gigante de la isla Rodrigues (se parece a las de las Galápagos, pero aquella vivía en el océano Índico); el tritón lacustre de Yunnan y la rana incubadora gástrica de Queensland, Australia.

Me sorprendió enterarme de que Pineda nunca había dibujado a la mayoría de estas especies, retratadas con virtuosa familiaridad. Aunque me encantaría escribir un ensayo a la Stephen Jay Gould sobre cada una de ellas, aquí no tengo espacio más que para registrar algunas rarezas mencionadas en el artículo, como las de las susodichas ranas del género Rheobatrachus. Al extinguirse hace medio siglo, se perdió una forma muy singular de la maternidad: después de que sus huevos fueran fertilizados por los machos, las hembras se los comían y los incubaban en su estómago. Durante ese periodo, las abnegadas madres dejaban de ingerir alimentos y de producir jugos gástricos, función que, de acuerdo con los autores, podría haber contribuido a la investigación médica para tratar trastornos digestivos en humanos. Para estas ranas, el vómito significaba dar a luz.

¿Cómo se dibuja a un anfibio extinto hace doscientos años del que no existe más que un ejemplar, como el gecko de Delcourt, o a un gigante desaparecido hace al menos medio milenio, como las aves elefantes de Madagascar? Como Pineda me explicó, el arte naturalista implica no sólo copiar modelos con exactitud, sino comprender la morfología animal e imaginar posturas que al mismo tiempo resulten naturales y que maximicen la exposición de la anatomía del organismo. Además, acomodar a todos esos variopintos animales en marcos circulares del mismo tamaño fue una dificultad añadida que él resolvió con la maestría de sus treinta años de experiencia.

Ya que no soy taxónomo ni crítico de arte, mi entrevista incluyó preguntas rudimentarias como cuál fue el animal más difícil de dibujar. La respuesta fue el kakapo: el único loro no volador del mundo, del que sólo quedan 247 ejemplares vivos en Nueva Zelanda. La razón por la que fue tan difícil plasmarlo (con pintura acrílica, sobre papel fabriano de trescientos gramos), es que su plumaje tiene muchos tonos y formas; aunque predomina el verde, hay amarillos, marrones, plumas delgadísimas color crema alrededor del pico. El kakapo es un ave evolutivamente atrofiada para el vuelo por la vida insular, al igual que el extinto dodo. Su robustez terrestre lo hace lucir un tanto ridículo, y resulta especialmente difícil no incrementar esa falta de garbo al pintarlo.

También resultó difícil pintar al teporingo debido a su pelaje, que Pineda me describió con un detalle exquisito: “base oscura y punta clara, largo en el vientre, grueso en el dorso, muy corto en el rostro”. Este pelaje está especialmente adaptado para abrigar y camuflar a los conejos en las alturas de la cordillera Neovolcánica. Además del pastoreo y la quema de pastizales, el teporingo tiene otros dos enemigos poderosos: los arbolitos de Navidad y la quema de combustibles fósiles. La siembra de pinos navideños ha creado un escenario excepcional en el que la crisis ambiental no es provocada por la deforestación del bosque sino por la aforestación de praderas alpinas idóneas para el teporingo. El calentamiento global producido por las emisiones de carbono está reduciendo los ambientes fríos en los que puede prosperar esta especie, empujándola hacia altitudes mayores en las que obviamente queda cada vez menos territorio por ocupar.

A pesar de que existen muchísimas fotografías del teporingo (muchas de ellas tomadas en el Zoológico de Chapultepec, donde se ha registrado una alta mortalidad en los últimos años), el dibujo a mano resalta muchos rasgos (los bigotes, las cejas, los antifaces blancos) que nos permiten conocer mejor a la especie que una reproducción automática de su imagen. Por eso mismo, el trabajo que realizan artistas como Pineda es insustituible. “La fotografía —me dice— es una herramienta, pero no sustituye la ilustración”, que permite escoger “el ángulo y posición que requerimos” para enriquecer nuestra visión científica del mundo.

Actualmente lo que más nos hace falta es una visión artística del mundo: atenta y minuciosa, curiosa y asombrada. Necesitamos acercarnos al árbol de la vida con la veneración implícita en el trabajo de Ceballos, Ehrlich y Pineda, de quien me despido después de una amena digresión sobre el dibujo de dinosaurios. Al colgar el teléfono me siento solo y pienso que, si no cambiamos de rumbo civilizatorio, nos quedaremos solos en la Tierra con un montón de leña ardiendo.







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