El arte no es un lujo
El arte es también un lugar de encuentro que trabaja contra las fuerzas, siempre tan activas, de la división o la disgregación: esas fuerzas que de manera muy deliberada nos enfrentan, nos enemistan, envenenan nuestra conversación ciudadana
Discurso pronunciado en el Teatro Municipal Jorge Eliécer Gaitán con motivo de la inauguración de la Bienal de Arte BOG 25.
En noviembre de 2020, cuando mi ciudad se despertaba apenas del año de la pandemia y empezaba a entender sus propios traumas –y todos andábamos todavía con mascarillas que nos cubrían la cara y nos empañaban las gafas, y nos dábamos la mano con desconfianza porque el cuerpo de los otros seguía siendo un arma potencial de destrucción masiva, y durante un tiempo no estuvimos seguros de que alguna vez volveríamos a abrazar a un amigo por la calle–, en ese mome...
Discurso pronunciado en el Teatro Municipal Jorge Eliécer Gaitán con motivo de la inauguración de la Bienal de Arte BOG 25.
En noviembre de 2020, cuando mi ciudad se despertaba apenas del año de la pandemia y empezaba a entender sus propios traumas –y todos andábamos todavía con mascarillas que nos cubrían la cara y nos empañaban las gafas, y nos dábamos la mano con desconfianza porque el cuerpo de los otros seguía siendo un arma potencial de destrucción masiva, y durante un tiempo no estuvimos seguros de que alguna vez volveríamos a abrazar a un amigo por la calle–, en ese momento, digo, hace casi cinco años, me encontré con Doris Salcedo en una de las habitaciones vacías de Fragmentos, ese monumento o contramonumento o museo o contramuseo cuyo suelo, el suelo que pisamos sus visitantes, está hecho con el material de las armas de nuestra guerra: las armas que han servido para que unos colombianos maten a otros.
Durante una hora hablamos frente a unas cámaras por iniciativa de un evento cultural español. Hablamos de muchas cosas. Hablamos de la obra de arte como ese lugar donde se cruzan la biografía de un ser humano, el artista, y la historia de su país o de su tiempo, que lo atraviesa y lo modela; hablamos de la obra de arte como lugar de memoria, lugar donde se recuerda algo, pero no con el recuerdo de la estatua ecuestre de un militar con charreteras, sino con el acto voluntario de memoria por el cual nos hacemos responsables de un pasado doloroso. Hablamos, en fin, de todas esas heridas que en países como el nuestro se llevan sobre el cuerpo y el alma sin poder nombrarlas, porque no tenemos el lenguaje para hacerlo. Hasta que interviene la obra de arte: porque la obra de arte nos da el lenguaje para nombrar lo que sentimos. Doris recordó a Emmanuel Lévinas, para quien el arte es la profecía del lenguaje. El arte –esa silueta de hierro o de bronce, esa sombra en esa tela– anuncia las palabras que usaremos los seres humanos para darle nombre a nuestra experiencia y así conseguir verla y, con algo de suerte, entenderla después.
Terminada la conversación, salí del museo o contramuseo con la impresión ineludible de haber rozado una revelación. O tal vez se trató de una confirmación de viejas intuiciones que allí, pisando el suelo que pisábamos, recordando a las víctimas de nuestra guerra que lo moldearon con las manos, se volvían palpables, inmediatas, presentes. La intuición que confirmé esa tarde de lluvia es muy simple: en sociedades como la nuestra, el arte no es un lujo. No: es una necesidad, y a veces, una necesidad urgente. El arte no es suntuario ni accesorio, sino esencial e imprescindible. Es un lugar de memoria que trabaja contra el olvido, y en sociedades de pasado difícil –y el nuestro lo es– el olvido es una fuerza política muy codiciada: porque el poder político es, por lo menos en parte, la capacidad de imponer a la sociedad una versión del pasado. El arte es o puede ser el lugar donde nosotros, los ciudadanos, tratamos de recuperar nuestra propia memoria, que a veces se aparta de la memoria oficial; el arte es o puede ser el lugar donde nos resistimos contra lo que podríamos llamar la historia única. El arte es o puede ser, en este sentido, un espacio de rebeldías que trabajan contra la uniformidad, contra el pensamiento de rebaño, contra las versiones unánimes, monolíticas o demasiado coherentes de nosotros mismos.
No: el arte no es un lujo. Por supuesto que la experiencia de un lienzo o de una escultura –o de una novela o de una pieza de teatro: ustedes escojan– es privada y secreta, y ocurre en una parte de lo que somos que no es visible para los otros. Pero yo creo que el arte es también un lugar de encuentro que trabaja contra las fuerzas, siempre tan activas, de la división o la disgregación: esas fuerzas que de manera muy deliberada nos enfrentan, nos enemistan, envenenan nuestra conversación ciudadana. Aquí me gustaría dejar en claro que no estoy hablando de arte político: toda obra de arte, hasta el interior penumbroso de un billar de Saturnino Ramírez, hasta la mujer más desnuda de Débora Arango, es un acto de resistencia contra las fuerzas centrífugas que nos disgregan. Y eso por una razón muy sencilla: la obra de arte convoca nuestra humanidad común. Nos pide que pongamos en juego, en el acto de observar –por ejemplo, a unos suicidas de Beatriz González en el Museo Nacional; por ejemplo, una escultura de chatarra de Feliza Bursztyn en la Séptima con 100–, lo que tenemos de humano. Frente a una obra de arte reconocemos la semejanza de nuestros deseos, nuestros miedos, nuestras ambiciones. Reconocemos que lo que nos conmueve o nos aterra es lo mismo, y reconocemos también el misterio de lo que somos: reconocemos que somos criaturas insondables, llenas de sombras, de contradicciones, de ambigüedades.
El misterio de los otros es una de las razones por las que vamos a ver una pintura o a leer una novela. El arte es, en ese sentido, un lugar de encuentro, por lo menos por el hecho simple de que al situarnos frente a la obra de arte, durante un momento efímero y volátil, vemos el mundo, sentimos el mundo, como otro ser humano lo ha sentido y lo ha visto. Es decir: salimos de nosotros mismos. En una página de En busca del tiempo perdido, la novela de Marcel Proust donde a veces parece que se hablara de todo, el narrador habla también de esto que estoy diciendo: se lamenta de que los seres humanos vivamos encerrados en nuestras propias percepciones y de que lo más importante de nuestras percepciones sea imposible de comunicar. Y luego piensa que de nada nos serviría viajar al espacio, tener alas y otro aparato respiratorio para atravesar la inmensidad, si no cambiáramos de ojos. “El único viaje verdadero no consistiría en ir hacia nuevos paisajes, sino en tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otra persona, de cien personas, ver los cien universos que cada una de ellas ve, que cada una de ellas es”. Una pintura, dice el narrador, una sonata, una página de literatura, nos permite ese cambio de sentidos. De manera que no: el arte no es un lujo.
Es una verdad evidente que sin libertad no hay arte; es menos evidente, pero igual de cierto, que sin arte no hay libertad, si libertad es, entre mil otras cosas, la capacidad de imaginar quiénes queremos ser y llevar ese proyecto a cabo sin la interferencia indebida de nada ni de nadie. Pero esto es cierto además porque el arte no es sólo un lugar de encuentro entre individuos, sino también entre ciudadanos. Hubo un tiempo en que el arte fue de consentimiento: imitaba el discurso de los poderosos y reproducía el sistema de valores dominante o impuesto (por las noblezas, las aristocracias, las religiones); a partir de cierto momento, la obra de arte comenzó a hacerse preguntas, y cuanto más incómodas, mejor: comenzó a cuestionar los valores establecidos, introdujo la inconformidad y la mirada crítica, y al hacerlo abrió espacios extraños donde todo se puede pensar, hasta lo más transgresor, y todo se puede decir, hasta lo más escandaloso. Ésta ha sido su historia: la historia del arte es la historia de sus rebeldías y también, de manera implícita, la historia de sus censuras.
Y cuando se rebela –no importa si es en literatura, en teatro, en pintura, en cine, en escultura, y no importa tampoco contra qué: contra la moral, contra la religión, contra la autoridad política, contra las ideas recibidas, contra las verdades monolíticas, contra la infelicidad, contra la insatisfacción, contra el mero sosiego–, cuando se rebela, digo, el arte hace retroceder un poco más las restricciones que sufre siempre el espíritu humano, y ensancha, por esa misma vía, nuestros espacios de libertad. El arte es imaginación guiada, y sin imaginación una sociedad se vuelve sumisa, estancada y caduca, y el alma humana –eso que llamamos alma hasta nosotros, los ateos– se marchita.
Por todo lo anterior yo tengo que elogiar el esfuerzo que ha hecho la alcaldía de mi ciudad, y en particular su Secretaría de Cultura, para poner en movimiento esta gran conversación ciudadana que hoy existe en las calles y las plazas y los museos de Bogotá. Durante los próximos días o las próximas semanas, los habitantes de esta ciudad difícil se harán preguntas que van al corazón de lo que significa ser ciudadanos: se preguntarán por el lugar que tiene la cultura en la ciudad de todos; se preguntarán por lo que significa ocupar los espacios públicos con encarnaciones, materializaciones, de la sensibilidad más privada. Hay unos versos de Álvaro Mutis que siempre me han gustado:
Hoy, la ciudad se entrega de lleno
a su niebla sucia y sus ruidos cotidianos.
Y sin embargo el mito está presente.
Esa ciudad es la nuestra. Bogotá es una ciudad contradictoria y ambigua, y esas ambigüedades y esas contradicciones saldrán a la superficie en estos días, en estas semanas; y sentiremos que Bogotá es hostil y difícil y desconfiada, pero que es también eléctrica, curiosa hasta la impertinencia, de imaginación brutal, de memoria testaruda y cargada de historias. Yo los invito a que busquemos detrás de la niebla y del ruido, porque ahí está el mito. Los invito, en los días que vienen, a contar las historias, a recordar las memorias, a imaginar e imaginarnos de esa forma extraña que sólo existe en el arte, y a ver nuestra ciudad (nuestras ciudades, nuestros universos, los cien universos que hay en Bogotá) como el arte lo permite: con los ojos de los otros.