Qué aprendemos de la Selección (Parte 1: de Pedernera a Maturana)

El trayecto de la Selección, desde los momentos de agonía y pesadumbres hasta convertirse en fuente de energía y ánimo, nos puede dar luces sobre lo que debe pasar en el país

Francisco Maturana en el estadio Nemesio Camacho, en Bogotá, Colombia, el 22 de octubre de 2017.Vizzor Image (Getty Images)

Todo empieza con el sufrimiento. Sin él no hay nada. Si no se sufre, no es futbol, no es deporte y no vale la pena.

Era la noche del 30 de marzo de 1977. Colombia jugaba con Brasil en el estadio Maracaná de Río de Janeiro, en las eliminatorias para el Mundial de Argentina de 1978. En esa época se alineaba a algunos extranjeros, y el arquero argentino Luis Jerónimo López tapó. Se sentía como cuña de otro palo, pero qué se le iba a hacer. Entonces empezó el sufrimiento, la agonía, la quemazón y la deses...

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Todo empieza con el sufrimiento. Sin él no hay nada. Si no se sufre, no es futbol, no es deporte y no vale la pena.

Era la noche del 30 de marzo de 1977. Colombia jugaba con Brasil en el estadio Maracaná de Río de Janeiro, en las eliminatorias para el Mundial de Argentina de 1978. En esa época se alineaba a algunos extranjeros, y el arquero argentino Luis Jerónimo López tapó. Se sentía como cuña de otro palo, pero qué se le iba a hacer. Entonces empezó el sufrimiento, la agonía, la quemazón y la desesperación de ver un gol tras otro, hasta completar un 6 a 0 ignominioso.

Ese día sentí por primera vez una experiencia metafísica: ¿Qué somos? ¿Quiénes somos? ¿Para qué somos? ¿Cuánto tiempo más seguiremos así? ¿Qué es el ser y por qué duele?

Varias de estas preguntas se las repite hoy mucha gente, no frente al fútbol, que se ha vuelto una fuente de alegrías, sino frente al país en general. En contraste, la actual selección de mayores, las selecciones femeninas y las juveniles son de las cosas que le dan a uno una sensación “metafísica” positiva. Mientras ver al Congreso, al presidente, al desaliento de la economía, sus familias y empresas, nos recuerda la desazón de esa noche de 1977.

Por esa razón creo que el trayecto de la Selección, desde ese momento de agonía y pesadumbre a convertirse hoy en fuente de energía y ánimo, nos puede dar luces sobre lo que debe pasar en el país, para abandonar, ojalá pronto, la desazón metafísica.

Hay que decir que en los años setenta Colombia tuvo una racha interesante de éxitos futbolísticos. En 1975 jugamos la final de la Copa América contra Perú, de la mano de estrellas como Willington Ortiz, Víctor Campaz, Hernán Darío Herrera y Pedro Zape. Perdimos dos de tres partidos y la copa se nos escapó de las manos. Luego vino la derrota en el Maracaná, y tuvimos que esperar un cuarto de siglo, hasta 2001, para jugar de nuevo la final de la Copa América, esa vez contra México, y ganarla en Bogotá.

En estos 50 años de historia ha habido una constante, admitida por los conocedores tanto extranjeros como nacionales: Colombia produce talento. Los buenos jugadores se dan silvestres. Un talento como los de Willington Ortiz o Ernesto Díaz (el primer colombiano en llegar a Europa, en 1976, al Standard de Lieja, Bélgica). Dicho eso, el talento no bastaba para superar la garra de los uruguayos, el jogo bonito de los brasileros, la destreza en la pelota aérea de los paraguayos y la disciplina táctica de los argentinos. Aparte, cada uno de esos equipos tenía sus cracks, más fogueados internacionalmente que los nuestros.

Desde los años setenta en adelante la Selección de mayores debía aprender muchas cosas. Tal vez la primera era saber jugar en equipo, entender que los resultados del conjunto importan más que la virtuosidad individual. Aprender eso tomó mucho tiempo. El trabajo en equipo requiere establecer una disciplina y unas jerarquías frente al técnico y al capitán, de manera que se juegue como lo indica la estrategia. Genios como Jairo Arboleda o Henry La Mosca Caicedo, considerado por Carlos Salvador Bilardo como el mejor jugador que había entrenado, podrían dejar la boca abierta a la hinchada, pero eso no alcanzaba para ganar partidos contra selecciones de talla mundial.

Una adición clave vino a ayudar en ese aprendizaje. En las décadas de los años sesenta y setenta llegaron una serie de entrenadores yugoslavos. Toza Veselinović, uno de los más influyentes en Colombia, enfatizó la disciplina táctica y la formación de jugadores jóvenes, inculcando un estilo de juego rápido y ofensivo, con solidez defensiva. Blagoje Vidinic llegó inclusive a dirigir la selección nacional para el Mundial de 1982; y Vladimir Popovic enfatizó la preparación física y creó conciencia sobre la estructura de los clubes profesionales y su competitividad.

Tuvimos que esperar una larga noche, hasta 1990, y 28 años en la Siberia futbolística por fuera de los Mundiales, para volver a ilusionarnos y que pasaran cosas significativas. En el Mundial de 1990, de la mano de Francisco Pacho Maturana, jugamos con jerarquía contra Alemania y empatamos con el gol de Freddy Rincón, tal vez el más emblemático desde el gol olímpico de Marco Coll, el 2 de junio de 1962. En el Mundial de 1990 clasificamos por primera vez a octavos de final y perdimos con Camerún, por una equivocación. Eso basta siempre, una equivocación fatal.

Hay una anécdota reveladora sobre lo que pasó en 1990. Antes del Mundial, Maturana llamó a Franz Beckenbauer, la legendaria estrella alemana de los años setenta, para pedirle consejo. El alemán le dijo que Colombia había logrado mucho, pero que no iba a hacer un gran papel en el mundial. La razón: los jugadores sentían que con clasificar ya habían cumplido. En cambio, se iban a encontrar con selecciones como Brasil, Italia, Alemania o Argentina, para las cuales regresar a su país sin jugar la final era una derrota aplastante. Ese hacía que cada uno de los 11 jugadores de esas selecciones se empleara al 200% en la cancha. Llegar al mundial para ellos no era suficiente. Para Colombia sí. Esas palabras duras y sinceras resultaron premonitorias.

En la alineación de 1990 estuvieron René Higuita, Andrés Escobar, Luis Carlos Perea, Leonel Álvarez, Rincón, Carlos El Pibe Valderrama, Bernardo Redín, Adolfo El Tren Valencia y Arnoldo Iguarán. Con esos nombres, llamados la “generación dorada del fútbol colombiano” de los años noventa, iban a pasar muchas cosas. En la Copa América de 1991, celebrada en Chile, la selección Colombia derrotó 4-1 a Uruguay, pero perdió contra Brasil y Argentina. Quedamos de cuartos.

Esa selección, a la que se sumaron Faustino El Tino Asprilla y el portero Óscar Córdoba, llegó en 1993 el histórico 5-0 en el estadio Monumental de River Plate frente a Argentina. Ese fue tal vez el momento culminante de una Selección que creía que le podía ganar a cualquiera. Los muchachos repitieron la hazaña de clasificar al Mundial de Estados Unidos. Tanto Adolfo Pedernera en 1962, como Maturana en la generación dorada, le enseñaron al equipo a agrandarse. Solo así se puede jugar con los grandes. Ambos partían de equipos con poca exposición frente a los mejores del mundo, cosa que pronto se notaría, pero fueron fundacionales a su manera. Maturana recuperó algo de la fe en la capacidad del equipo, en lo que Pedernera había sido precursor. Tal vez se mantuvo una falla que venía desde los años sesenta, Colombia aún no sabía defender al nivel de los mejores, y eso le pesó. A eso se sumó otra falla, las fracturas internas del equipo.

¿Qué fue lo especial de los años noventa, aparte de la colección de talento? Una opinión experta señala el papel del dirigente León Londoño Tamayo. Ya Alfonso Senior había demostrado en los setentas que dirigentes ambiciosos y visionarios son clave. Senior consiguió la sede del mundial de 1986 para Colombia, ¡nada menos! Pero la irresponsabilidad de los presidentes gastones daría al traste con ese sueño. Londoño partió de una camada notable de técnicos de los clubes, donde había personas como el médico Gabriel Ochoa Uribe y Carlos Salvador Bilardo en particular.

Maturana trajo un nuevo enfoque sobre la persona del jugador. “Se juega como se vive”, les decía. Los hacía usar corbata en los viajes de la selección, y les pedía que en la cancha tuviera orden, al igual que en la vida privada. Si iban a invitar a una pareja, la debían llevar a la mejor discoteca, si iban a beber, debían pedir un buen whiskey. En la cancha impuso un mayor orden táctico, fuerza, correr todo el tiempo y meter garra. Eso parecía estar en contra del fútbol exquisito, pero estaba a tono con un cambio de época que atribuyen a la derrota en 1982 de la selección Brasil de Zico, Sócrates y Falcao, que cayó frente a los italianos de Paolo Rossi, menos preciosistas pero más eficaces.

Algo esencial estaba pasando en el interior de los jugadores. Un conocedor señala la ética de trabajo, autoexigencia y rectitud que empezaron a reflejar llegó a raíz de que muchos adoptaron el cristianismo evangélico. Se volvieron frecuentes las reuniones de grupos de jugadores en la concentración para comentar apartes de la Biblia y escuchar comentarios edificantes. Tenían una actitud más seria frente a la rumba, el trago y las apuestas; sus carreras se alargaron hasta durar 15 años, no los efímeros cinco años de antes, cuando a una estrella el éxito se le subía pronto a la cabeza.

Esos avances inducidos por Maturana fueron el fundamento del equipo de 1994. Ya Colombia era no solo talento, sino disciplina táctica, capacidad física, disposición mental, e incluso innovación, pues Higuita jugaba de libero y movía las líneas hacia adelante, cosa que se comentaba internacionalmente. Maturana fortaleció la amistad en el grupo, y esa mezcla los llevó a una racha de 27 partidos sin perder. Pelé dijo que Colombia podía ganar el mundial.

Pero entonces vino el talón de Aquiles de esa gran selección: los temperamentos y la inmadurez. El rumor fue que algunos jugadores empezaron a gastar no lo que tenían sino lo que se iban a ganar después del Mundial. Luego hubo una fractura en el grupo porque no había suficientes boletas para los familiares; fue una falla de la organización que se convirtió en la manzana de la discordia, hasta el desenvolvimiento fatal. En medio de esa falta de esa desconcentración se cometió el error más grave: subestimar a un rival. La Rumanía de George Hagui nos ganó 3-1. Quedaban Estados Unidos y Suiza, dos partidos ganables. Pero la fatalidad ya estaba en contra del equipo. En el partido con Estados Unidos, Valderrama hizo lo impensable, 32 entregas equivocadas. Así era imposible. Luego sucedió el autogol de Andrés Escobar, que nos ha pesado a todos los colombianos desde entonces.

La gran lección de esa época es que se requieren muchas cosas funcionando bien, casi todas, para aparecer con éxito en la escena internacional. Desde los dirigentes, los técnicos, los clubes y las divisiones inferiores, hasta la ética, la disciplina personal, la jerarquía en la cancha e inclusive la pinta. Por lo tanto, cuando se ve a un buen equipo, se debe pensar que detrás suyo hay al menos 10 años de preparación, en que se alinean todos esos elementos, para que el conjunto juegue al unísono. Eso refleja decisiones y acciones que van desde que los jugadores eran niños y adolescentes, hasta entrenadores que sepan tanto de sicología como de la evolución de la técnica a nivel internacional, y a la base, dirigentes que estén a la altura de ese proceso de largo plazo.

Lecciones de Pedernera a Maturana:

1. Si bien el talento es local, Pedernera y los yugoslavos mostraron que la técnica, la disciplina táctica, la exigencia física para jugar a nivel internacional, no las teníamos en de Colombia. Uruguayos, argentinos y brasileros tuvieron un nivel internacional desde muy temprano en el siglo XX. Colombia debió aprenderlo lentamente. Como en el café, tener los mejores granos no significa saber la técnica para prepáralo bien. Los italianos la desarrollaron. Lo que uno no tiene lo debe importar. Requiere humildad y paciencia aprender eso.

2. En Colombia pasamos del cielo al infierno demasiado rápido. Nos desconcentramos y perdemos lo arduamente ganado, como sucede ahora en economía, legislación y regulación. En escasos dos años mostramos un fuerte problema de inconsistencia (1975-1977). Dejamos de hacer las cosas bien y las empezamos a hacer mal.

3. Nos toma demasiado tiempo despertar de las horribles noches de mal desempeño, a veces décadas (1977-1990).

4. La nueva ética de muchos jugadores vino de la mano de una experiencia religiosa y una teología diferentes. El cristianismo evangélico resultó mejor que el catolicismo victimista para infundir la autodisciplina y el poder mental para competir internacionalmente.

5. Bastó una manzana de la discordia para socavar una organización que había tomado tiempo construir (1994). Un personaje nocivo y una actitud equivocada disolvieron la unidad de propósito y la concentración. El liderazgo del técnico y el capitán se diluyó muy rápido.

6. Que haya que hacer muchas cosas bien, no implica hacerlas todas al tiempo. Hay que establecer prioridades; resolver primero lo primero, dejarlo consolidado, que el equipo lo aprenda, lo vuelva parte de su cultura; sólo entonces avanzar a otras prioridades.


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