El estallido social se narra a sí mismo desde Cali
Un grupo de jóvenes lanza ‘El gran estallido’, una serie de libros que relata desde dentro cómo fueron las protestas de 2021 en la principal ciudad del Pacífico colombiano
Jenny Moreno, una politóloga con un pie en la academia y otro en la calle, decidió unas semanas después de que terminara el estallido social de 2021 que era necesario comenzar otra lucha, distinta a la de los bloqueos y marchas. Atrás quedaban las protestas que entusiasmaron a miles de personas con un posible cambio en Colombia y que provocaron la furia de otros que las vieron como mero vandalismo y destrucción. Empezaba la lucha por la memoria, por definir la na...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Jenny Moreno, una politóloga con un pie en la academia y otro en la calle, decidió unas semanas después de que terminara el estallido social de 2021 que era necesario comenzar otra lucha, distinta a la de los bloqueos y marchas. Atrás quedaban las protestas que entusiasmaron a miles de personas con un posible cambio en Colombia y que provocaron la furia de otros que las vieron como mero vandalismo y destrucción. Empezaba la lucha por la memoria, por definir la narrativa con la que se recordaría el estallido social en las décadas siguientes. “Es por nuestros muertos. Las vidas que cobró la represión no deben quedar olvidadas, no deben quedar como un episodio más”, explica Moreno en una videollamada.
Ese impulso se ha cristalizado en una serie de libros que se titula El gran estallido: Cali, la sucursal de la resistencia. La politóloga de la Universidad Nacional, que fue vocera de un punto de resistencia, impulsó el proyecto en la organización Juntanza Popular y recolectó con dos compañeras decenas de testimonios que narran desde dentro cómo fueron las protestas. El foco está puesto en Cali, una ciudad de unos dos millones de habitantes que encabezó los titulares nacionales en aquellos días porque en ningún otro lugar el estallido social se sintió con tanta fuerza.
El primer tomo, lanzado el miércoles, recopila cómo la capital del Pacífico colombiano se llenó de ollas populares y de proclamas que iban más allá de la oposición a la reforma tributaria del Gobierno de Iván Duque. Miles de caleños, habitantes de una urbe fragmentada, protestaban contra la pobreza, la desigualdad y la violencia. Aunque no hay una única interpretación sobre lo que pasó, el libro aporta varias claves sobre cómo pueden empezar a interpretarse aquellos días.
No se le dice paro nacional
Los testimonios que recopila el libro prefieren el término “estallido social” a “paro nacional”. Consideran que refleja mejor cómo las protestas incluyeron reclamos que no podían delimitarse en un pliego de peticiones. Las consignas expresaban el descontento por “un acumulado de violencia estructural y situaciones precarias” que eran producto de décadas de pobreza, hambre y violencia. Asimismo, creen que hay que enfatizar en que los manifestantes no previeron que iban a quedarse en la calle durante meses. “Se presentó y prevaleció como una explosión espontánea; pues, se salió a marchar el 28, pero no pensamos que nos quedaríamos dos meses en la calle”, se lee en el texto. “Fue la manifestación de toda la represión que conteníamos y no podíamos aguantar más”.
Santiago Bedoya, un realizador audiovisual de 23 años, comenta por videollamada que el término “estallido social” también hace referencia a que las protestas no estuvieron caracterizadas por marchas tradicionales, sino por 25 bloqueos en puntos fijos que fomentaron actividades comunitarias durante 75 días. “Me hablas de paro y pienso en un mecanismo de protesta con exigencias, banderas y pliegos de petición. De que generas presión y no te levantas hasta que se cumplan ciertas cosas. Y eso fue el estallido social en su primer día. Pero luego se desbordó. No era sentarse en una mesa, sino resolver nosotros lo que el Estado no resuelve”, remarca. Durante esas semanas, los manifestantes se alimentaban en ollas comunitarias, armaban bibliotecas y organizaban actividades culturales y clases universitarias. Mientras, aprovechaban el conocimiento de quienes habían hecho el servicio militar para diseñar estrategias de defensa en caso de un ataque.
El epicentro en Cali
El gran estallido enumera varios factores que pueden explicar porque las protestas fueron más fuertes en Cali que en cualquier otra ciudad de Colombia. En 2020, el año de la pandemia, la pobreza extrema aumentó el triple allí que en el resto del país: el Departamento Administrativo Nacional de Estadística registró un incremento de 183%, frente a la media de 59%. Gran parte de la población caleña fue especialmente vulnerable a los impactos del confinamiento. “La gente en Cali soluciona su día a día en la calle. Eso hace que lleguemos a tocar fondo en el aislamiento de la pandemia y que lo único que quede sea salir a luchar”, señala el libro.
Otro componente es la segregación social. La ciudad, dicen los testimonios, está fragmentada en tres partes que no se suelen encontrar entre sí. Los indígenas viven en las laderas del oeste, la población afro habita el oriente, y la clase media y alta se ubica en el eje centro-sur-oeste, que centraliza la infraestructura y los servicios. Gran parte de los primeros dos grupos están compuestos por personas que llegaron desplazadas por el conflicto armado en el Pacífico. Han sufrido la violencia y saben cómo organizarse para reclamar derechos.
Reivindicación de la Primera Línea
Un apartado del libro reivindica a la Primera Línea, un grupo de manifestantes que tenía la función de proteger a los demás de los abusos policiales y que ha sido señalado por políticos de derecha de actuar como una fuerza de choque. El gran estallido no reniega de la violencia, pero la explica como una respuesta necesaria ante un Estado que ejerció una represión brutal desde el primer momento. “Nace para pararse duro, porque la fuerza pública generalmente entra a dispersar y todo termina ahí. (...) Se levantó la Primera Línea para proteger al pueblo de los abusos producidos con fuego y gas”, subraya el texto. Aunque se anuncia que el siguiente tomo profundizará en la violencia estatal, en esta primera parte ya se mencionan abusos. No solo balaceras y golpes, sino también actos como arruinar la comida de los manifestantes con un kilo de sal.
Hay varios testimonios sobre cómo fue integrar la Primera Línea. Uno de ellos hace énfasis en la misión de proteger a los más vulnerables: “Me acuerdo harto de un cuchito, me le pegaba al volante porque era un cuchito póngale de unos 80 años con una bandera de Colombia grande. Se paraba duro y yo me paraba al frente de él, porque pues yo no quería que lo jodieran. Me acuerdo tanto que él les gritaba a los tombos [policías]: ‘Hptas, ustedes también hacen parte del pueblo. ¿Cuánto ganan allá? Yo les doy trabajo en mi empresa, en mi empresa ganan más’. (...) Mis respetos para ese cucho, era un general de la guerra... no le dolía gritarles”.
Jenny Moreno comenta que hay que enmarcar estas acciones en un contexto de violencia generalizada. “Lamentablemente en Colombia no sabemos resolver de otra manera... nos criamos así. Tenemos que aprender a resolver nuestras diferencias de una manera no violenta”, considera. Algo similar opina Juana Peláez, una economista de 35 años que fue vocera del punto de resistencia de Loma Dignidad: “Si a una persona se la ataca, lo más natural en este país es que la respuesta sea violenta”. Peláez defiende que dañar el transporte público era en sí mismo una forma de protestar contra la precariedad de los servicios públicos. “Vandalizar es una forma de decir: ‘Esta mierda no funciona”, sostiene por videollamada.
“Yo me represento solo”
El libro hace referencia al desencanto de algunos jóvenes con organizaciones tradicionales de representación colectiva, como los sindicatos o los partidos. Un apartado señala que el Comité Nacional de Paro (CNP) venía con problemas desde 2019 y que su ruptura en 2021 le dejó en claro a los jóvenes “que nadie de los sectores tradicionales lxs iba a representar”. “Son organizaciones sociales que negociaban con el Gobierno sin entender lo que estaba pasando en los territorios. Yo me represento solx”, se lee en un testimonio. “La representatividad ya no es decir: ‘Esta es mi bandera, yo soy juventud comunista, yo soy UP, yo soy tal cosa’. Es más bien algo como: ‘¡Marica, yo soy joven y estoy mamadx de que este país sea una mierda!”, señala otro.
Este punto ha generado debate. El historiador Mauricio Archila, que reseñó el libro, está en desacuerdo con el tenor de las críticas. “Que el CNP terminó por no representar a esas multitudes lo reconoce hasta él mismo, pero eso no significa desconocer su papel en la convocatoria del Paro y aun en el desarrollo mismo de lo que derivó luego en el estallido social. Además, tachar simplemente de ‘tradicionales’ a las organizaciones que lo conformaban no da cuenta de la riqueza interna de las organizaciones sindicales, campesinas, indígenas, estudiantiles y de mujeres que lo conformaban; de sus cambios programáticos, generacionales y de género con el paso de los años”, comenta en el epílogo.
Las perspectivas en Juntanza Popular son variadas, según cuenta Moreno. “Yo personalmente no peleo con organizaciones tradicionales, pero si es lo que representa a los jóvenes... hay que plasmarlo y dar debates. Los académicos pueden venir luego y decir cómo lo ven, cómo lo estudian”, dice la politóloga. Santiago Bedoya, en cambio, defiende lo que muestra el libro y afirma que hay “un tema generacional”. “Vemos personas que salen de los movimientos sociales, se convierten en representantes políticos y no pasa mayor cosa. Sirven a sus propios intereses”, resalta. No obstante, Bedoya destaca el rol que tuvieron organizaciones como la minga indígena durante el paro: “El momento que llega la minga es clave para sostener el estallido. Llegan con comida y con experiencia de cómo organizarse y dialogar con el Gobierno”.
“No se podía mantener para siempre”
Santiago Bedoya señala que el estallido social “no se podía mantener para siempre”. Algunos procesos sobreviven —la Biblioteca La Dignidad, por ejemplo—, pero muchos otros desaparecieron. “El reto es construir algo que exista permanentemente sin necesidad de estar en un contexto de estallido social”, reconoce el realizador audiovisual, encargado de la parte multimedia de El gran estallido. Valora que la escultura monumental de un puño en Puerto Rellena/Puerto Resistencia le recuerde a los caleños los dos meses y medio del estallido social. “Hay que dejar cosas físicas para que estén ahí porque sino la memoria se va”, subraya.
El levantamiento de los puntos de resistencia, sin embargo, fue más difícil para algunos manifestantes. “Yo quería seguir peleando, pero entonces llegan y me dicen que no, que vamos a levantar el punto. Yo les llevé la contraria: ¿Cómo le vamos a hacer caso? ¿Entonces nos doblegamos? ¿Cómo así, nos ganaron? ¿Cómo nos vamos a levantar?”, se lee en un testimonio del libro. Varios dijeron que habían comido mejor en las ollas comunitarias que en sus casas, muchos se sintieron incluidos en ellas tras años de exclusión. El consuelo fue pensar que el estallido no terminaba, sino que se transformaba y podía seguir con actividades culturales o educativas.
Un punto central es el legado del estallido para los integrantes de la Primera Línea. Juana Peláez destaca que el estallido social les mostró una alternativa a varios que antes hacían parte de grupos criminales. “Muchos hacían parte de oficinas, de las bandas en sus barrios. Y se dieron cuenta de que no tenían que ser unos malandros y de que podían aportar a su ciudad”, enfatiza. Un testimonio en el libro, por otro lado, matiza que los miembros de la Primera Línea tomaron caminos muy variados tras el final de las protestas. “Muchos volvieron a sus vidas de olvido estatal, otros volvieron a las calles ya sea por droga o por malos trabajos. Algunos hacemos labores sociales y otros se aprovecharon, sacaron ganancias a costillas de los muertos y presos y ahora son gente de bien”, se lee en un testimonio.
Con logros y desaciertos, El gran estallido defiende que el balance final es positivo. Para Peláez, Cali ahora se ve a sí misma de una manera diferente. “Las tres Cali se dieron cuenta de que las otras existían, nos guste o no nos guste. Incluso las personas que dicen que el estallido fue lo peor tienen una visión diferente de la ciudad. Y eso es positivo porque reconocer al otro es el primer paso para aceptarlo”, resalta.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y aquí al canal en WhatsApp, y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.