Sin paz urbana no hay paz total

La aspiración y la necesidad de millones de personas es eliminar las organizaciones violentas de las ciudades, más que las del campo. Pero es claro que es un proceso complejo, lleno de peligros y desafíos

Max Yuri Gil Ramírez
Los equipos de negociación del Gobierno de Colombia y de la guerrilla del ELN, en una conferencia de prensa en Caracas, el pasado 21 de enero.LEONARDO FERNANDEZ VILORIA (REUTERS)

La paz total, apuesta central del Gobierno de Gustavo Petro, solo logrará su meta si incluye a los combos, bandas y demás grupos criminales urbanos —y ese puede ser su reto más complejo. La paz total busca acabar, mediante una estrategia a diferentes niveles, con las principales dinámicas de violencia colectiva que sufre la sociedad colombiana, involucrando procesos de negociación política con el ELN, única guerrilla que hoy opera en el país, así como des...

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La paz total, apuesta central del Gobierno de Gustavo Petro, solo logrará su meta si incluye a los combos, bandas y demás grupos criminales urbanos —y ese puede ser su reto más complejo. La paz total busca acabar, mediante una estrategia a diferentes niveles, con las principales dinámicas de violencia colectiva que sufre la sociedad colombiana, involucrando procesos de negociación política con el ELN, única guerrilla que hoy opera en el país, así como desarrollar procesos de sometimiento a la justicia con grandes estructuras criminales dedicadas a todo tipo de actividades delictivas, principalmente del narcotráfico, y definir un plan de acción para buscar la desactivación de los dos grandes grupos armados que ideológicamente tienen su origen en las ya desmovilizadas guerrillas de las FARC, pero que cada día se ven más involucradas en dinámicas de criminalidad. Como se observa, es una pretensión ambiciosa, compleja, difícil, pero que busca no repetir los procesos de desmovilización parciales que ha vivido Colombia desde comienzos de la década de 1990, en que a la desaparición de los grupos armados le sucede una larga historia de disidencias y rearmes.

En la mayoría de las ciudades colombianas, las dinámicas de violencia no tienen su origen en organizaciones y expresiones del conflicto político armado, sino que son protagonizadas por redes de organizaciones dedicadas a actividades delictivas, tanto de narcotráfico como de extorsión, robo y, principalmente, de microtráfico. En un país que hoy es principalmente urbano, con cerca del 80% de la población viviendo en localidades de más de 10.000 habitantes, el peso de estas dinámicas de violencia se vuelve un asunto central que marca la vida de la inmensa mayoría de la población colombiana, y explica por qué es fundamental que en una estrategia integral de paz se incluya la paz urbana como un componente central de la acción gubernamental.

Sin embargo, este es un tema muy difícil de ser reconocido como un proceso legítimo, ya que hay una fuerte postura al respecto que considera que con este tipo de organizaciones no puede haber ningún tipo de negociación, por sus propósitos criminales y por su impacto mayoritario en las acciones de violencia que ha vivido Colombia al menos en las últimas cuatro décadas. Por esto, hay algunas consideraciones que deben ser tenidas en cuenta para buscar el propósito de su desarticulación, pero al tiempo, que haya un mayor nivel de consenso sobre la legitimidad de esta negociación.

Sin duda, lo primero que debe quedar claro para el Gobierno, las organizaciones criminales y la opinión pública del país es que esta es una negociación que no les reconoce como actores políticos y, en consecuencia, que no se establecerá una agenda que incluya las dimensiones política, económica ni social con estas estructuras, salvo asuntos puntuales sobre la reinserción de los miles de jóvenes que han encontrado en pertenecer a estas organizaciones, una alternativa para no seguir sumidos en la marginalidad y la falta de oportunidades. Esto parece que es lo que el alto comisionado de Paz denomina la dimensión sociojurídica de la negociación.

El centro de la negociación con los grupos criminales, principalmente urbanos, son las condiciones para su sometimiento a la justicia mediante una transacción de favorabilidad penal a cambio del fin de las estructuras y el desmantelamiento de las acciones criminales. Pero así mismo, especialmente en la perspectiva de lo que como sociedad debemos hacer para que el fenómeno de masividad criminal que hemos vivido en las últimas décadas no se repita y teniendo también como centro a los miles de víctimas del país, la negociación debe considerar mecanismos que garanticen de alguna forma el esclarecimiento de la verdad centrada en las condiciones que han permitido el crecimiento y perdurabilidad de un fenómeno criminal que, sin duda, ha permeado de manera transversal a la sociedad y a la institucionalidad colombiana.

Deberían así mismo incluirse mecanismos para la reparación integral a las víctimas, usando para ello recursos que estas organizaciones deberán entregar, y establecer procedimientos para que se desarrollen procesos de reconocimiento de responsabilidades y dignificación a las víctimas.

Finalmente, se deben establecer garantías para que esto signifique el fin real de las estructuras y sus dinámicas de criminalidad. No puede ser una negociación para resolver los problemas jurídicos de algunos jefes, mientras las estructuras se mantienen, bajan de perfil o mutan en nuevas organizaciones delincuenciales, sino que debe establecerse un compromiso claro y verificable de su desmantelamiento.

La paz urbana es una aspiración y una necesidad para millones de personas que viven cada día bajo el mando de todo tipo de organizaciones violentas en Colombia. Pero es claro que es un proceso complejo, lleno de peligros y desafíos y el gobierno nacional debe considerar que la legitimidad de esta negociación estará basada en la transparencia de lo que se vaya acordando, y en la seriedad y compromiso de las organizaciones criminales de que deben actuar teniendo como fin su desaparición y un compromiso indudable con la verdad y la reparación integral de sus víctimas.

*Max Yuri Gil Ramírez es profesor del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia.

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