Un paréntesis a la ineficiente erradicación forzada de la coca
La manera como ha sido usada esta herramienta ha producido choques con las comunidades, profundizado las tensiones con la Fuerza Pública, y desviado la atención de las prioridades en materia de seguridad
“Las operaciones de erradicación forzada de los cultivos de mata de coca se suspendieron”, declaró el nuevo director de la Policía, el general Henry Sanabria. Los críticos de la medida prontamente señalaron que Colombia sería un “Tsunami de droga”, mientras que quienes empujan la reforma a la política de drogas aplaudieron el anuncio. Días más tarde, en medio de la visita de una delegación de la Casa Blanca, el Gobierno rectificó...
“Las operaciones de erradicación forzada de los cultivos de mata de coca se suspendieron”, declaró el nuevo director de la Policía, el general Henry Sanabria. Los críticos de la medida prontamente señalaron que Colombia sería un “Tsunami de droga”, mientras que quienes empujan la reforma a la política de drogas aplaudieron el anuncio. Días más tarde, en medio de la visita de una delegación de la Casa Blanca, el Gobierno rectificó, aclarando que priorizaría la sustitución y que le erradicación forzada sería el plan B. Pero ¿por qué no pensar en poner un paréntesis a la erradicación forzada?
Los problemas de la erradicación forzada no son nuevos. Si bien su uso intensivo ha provocado descensos temporales, la manera como se ha implementado ha mostrado niveles de eficacia bajos, y costos altos. Además, decisiones judiciales y condiciones de seguridad adversas, limitan su aplicación en los enclaves cocaleros.
Durante la administración Duque obstinadamente se presionó por la reactivación de la aspersión aérea, con poca convicción en el desarrollo alternativo. Se optó entonces por incrementar la erradicación manual forzada, pasando de 23 grupos móviles destinados a esta tarea en 2018 a casi 200 en 2021, dirigiendo una parte importante de las capacidades rurales de la Fuerza Pública a arrancar matas de coca. Pero mientras que la erradicación forzada se incrementó 72% (una cifra que no exenta de dudas), los cultivos de coca – según las estimaciones de la Casa Blanca – se incrementaron 13%, llegando a 234.000 hectáreas.
En años recientes, la erradicación forzada ha chocado con los fallos de la justicia y las difíciles condiciones de seguridad en las zonas de cultivos de coca. Por ejemplo, en Tumaco, Nariño, el segundo municipio con más hectáreas sembradas, en mayo de 2021 un tribunal ordenó suspender las operaciones de erradicación, por no incluir la consulta previa ni seguir lo planteado en el Acuerdo de Paz. Tras la decisión, las hectáreas erradicadas forzosamente disminuyeron en ese año 72%.
En Catatumbo, uno de los principales enclaves cocaleros, en los cuatro años de la administración Duque los niveles de erradicación fueron muy bajos. En Tibú, el municipio con más cultivos de coca en Colombia, se erradicaron en promedio el 8% de los cultivos de coca cada año. En El Tambo, Cauca, que ocupa el tercer lugar, el promedio fue del 6%. Una compleja combinación de control territorial por parte de grupos armados ilegales y de resistencia de las comunidades, los convirtieron en zonas vetadas.
En cambio, la erradicación forzada se aplicó intensamente donde se pudo. En 2021, el 58% de las 103.257 ha. erradicadas se encontraban en tres departamentos: Putumayo (33%), Bolívar (16%), Caquetá (10%). Además, diez municipios concentraron el 47% de las hectáreas erradicadas forzosamente.
Aún no contamos con las cifras del Sistema de Monitoreo de Naciones Unidas (SIMCI), que siguen engavetadas en algún despacho del Gobierno, por lo que es difícil estimar a estas alturas el impacto de estas operaciones. Lo que sí es posible afirmar es que la manera como ha sido usada esta herramienta ha producido choques con las comunidades, profundizado las tensiones con la Fuerza Pública, y desviado la atención de las prioridades en materia de seguridad.
Según la Fuerza Pública, de 2020 a julio de 2022 se presentaron 3.870 incidentes en las operaciones de erradicación forzada, que incluyeron manifestaciones y bloqueos por parte de los pobladores. En un municipio como Puerto Asís, Putumayo, solo en 2021, se registraron 237 eventos.
En algunos casos, el saldo ha sido la muerte de campesinos y miembros de la Fuerza Pública, así como múltiples heridos. En el periodo de 2018 a julio de 2022, las cifras oficiales dan cuenta de 356 víctimas que hacían parte de los escuadrones de erradicación: 80 civiles y 276 miembros de la Fuerza Pública, la mayoría de ellos heridos o muertos como consecuencia de las minas antipersonal.
Además, con las dinámicas de resiembra, la erradicación forzada se parece al perro que se muerde la cola. Una vez el grupo de erradicación termina su jornada, arrancando de una a tres hectáreas al día, avanza hacia el siguiente lote. Cuando el escuadrón se aleja, los cultivadores de coca vuelven a sembrar. Por esta razón mientras que las cifras anuales de erradicación son presentadas como un logro – infladas ante la ausencia de verificación -, este en realidad es un esfuerzo operativo perdido.
Bajo estas condiciones, es razonable y necesario hacer un paréntesis en la erradicación forzada, con reglas claras y mecanismos de contención que involucren a los actores locales. El comienzo de del Gobierno Petro abre una nueva oportunidad para construir acuerdos con las comunidades, en los que el Estado asuma compromisos realistas – no promesas en el aire-, enfocados en la transformación territorial, mientras que avanza la erradicación voluntaria. Es decir, hacer bien lo que dice el Acuerdo de Paz, corrigiendo los errores del actual Programa de Sustitución (PNIS).
La clave está en pasar de un enfoque asistencialista dirigido a las familias, a la integración económica de los territorios, priorizando la oferta de bienes y servicios. Pero nada de esto funciona sin seguridad y las limitaciones fiscales generan un escenario de incertidumbre.
En este paréntesis la erradicación forzada, en lugar de funcionar fijando cuotas y metas de manera deliberada, se dirigiría estratégicamente a los cultivos industriales y aquellos casos donde haya un claro incumplimiento de los acuerdos. Dado el déficit de presencia de la Fuerza Pública en la ruralidad, esto permitiría reasignar responsabilidades, dirigiendo sus capacidades a la protección de las comunidades, así como a la interrupción de la producción y el tráfico, de cocaína.
Mientras que se avanzan en el largo camino de la regulación, el gobierno debería comenzar por arreglar lo que tiene a la mano, aprovechando la disposición al diálogo de los Estados Unidos. Pero para ello necesita pasar de los anuncios que pueden generar falsas expectativas e incentivos para aumentar los cultivos, a una hoja de ruta clara que nos saque de la inercia de la erradicación forzada de la coca.
*“Juan Carlos Garzón es investigador asociado de la Fundación Ideas para la Paz y experto en politicas de seguridad y drogas””
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