Secuestró un avión en Cuba, llegó a Florida y fue deportado a México: la vida en las sombras de Adermis Wilson González
El cubano estuvo preso dos décadas en Estados Unidos. Cuatro años después de salir de la cárcel fue detenido por agentes de inmigración y expulsado del país el mes pasado
No puede decirse que Adermis Wilson González no conozca el miedo. Tampoco que no sea un tipo temerario. El 31 de marzo de 2003 tocó a la puerta de la cabina de vuelo de un avión Antonov-24 ruso, en el que viajaba desde la Isla de la Juventud, en Cuba, hacia La Habana con su mujer y su hijo. Le mostró dos granadas al piloto y le preguntó: “¿Sabes lo que es esto?”. El piloto replicó: “¿Es una granada?”. Adermis fue directo: “Es una granada de fragmentación. Si el avión baja en La Habana, lo que va a tocar tierra es pura ceniza”. El piloto lo miró fijamente: “¿Qué quieres?”. Adermis fue aún más preciso: “Que esto no pare hasta la Florida”.
Más de 22 años después, contesta el teléfono desde algún lugar de México que no quiere revelar, al que llegó tras ser deportado el 14 de septiembre de 2025 por el Gobierno de Estados Unidos. “No me siento tan mal”, dice con voz reposada. “No tengo dinero, pero tengo un poco de libertad”.
A los 56 años sigue siendo el “individuo muy astuto” que Fidel Castro dijo que era. Se levanta a las seis de la mañana, hace ejercicios, algunas planchas y paralelas, cuida de su alimentación. En medio de ese orden, hay un temor, el mismo que ha sentido durante más de 20 años, el de terminar en manos del Gobierno cubano.
“El miedo está latente todavía, está ahí. El miedo es como mi ropa interior, mis medias, mis camisas, el agua con la que me lavo el rostro día a día cuando me levanto, porque el futuro realmente es incierto”, afirma. “Si las autoridades mexicanas concluyen que no me desean tener aquí, me van a montar en un avión para Cuba”.
Ha rentado un apartamento junto a otros tres cubanos, también deportados a México como él en las últimas semanas. Su vida no transcurre más allá de este cuadro: sale en las mañanas a hacer ciertos trámites, vuelve y prepara algo para comer. También responde las múltiples llamadas de su madre, Melkis González, de 87 años y enferma de alzhéimer, que vive con su hermana en Texas y quien cree que Adermis se fue a trabajar a California como contratista.
En el mundo de la señora Melkis, Adermis no es, ni ha sido, el “criminal” que secuestró un avión en las narices de los Castro y terminó expulsado del país al que llegó buscando refugio. La madre recuerda poco, pero si algo evoca a cada rato su memoria es el recuerdo de aquel hijo joven, técnico de construcción civil, quien, si ahora lo piensa, cambiaría una parte de esta historia. “Saldría de Cuba de otra manera, no llevándome un avión”.
El secuestro
En uno de sus viajes a La Habana como representante de la Empresa de Fibrocemento Perdurit, Adermis conoció a un piloto. Conversaron. Mostró curiosidad por entender cómo funcionaban los aviones. El hombre le dijo: “¿Te hubiese gustado ser piloto?”. Adermis, ingeniero civil, le dejó saber que en otra vida hubiese optado por la medicina o la aviación. “Era mentira”, confiesa. “Nunca había pensado en eso, pero se lo dije para seguir hablando del tema”.
Adermis se fijaba en cada detalle de los aviones a los que se subía en sus viajes de trabajo. Más de una vez, contó los pasos que daba una azafata desde la cabina hasta perderse detrás de la cortina en la parte trasera de la nave. Ya había valorado la idea de irse de Cuba secuestrando uno de los catamaranes que conecta Nueva Gerona, en la Isla de la Juventud, con Batabanó, en La Habana. Pero el plan se disolvió. Por esos días de marzo de 2003, su esposa comenzó a notar comportamientos raros. “Me dijo: ‘¿Qué estás haciendo? ¿Estás con otra mujer o estás tomando?’. Y le dije, tranquila, que estoy preparando mi futuro y el de mi familia”.
El 31 de ese mes, la esposa y el hijo lo acompañarían a La Habana. Adermis registró sus nombres en la lista de espera del último vuelo comercial del aeropuerto Rafael Cabrera Mustelier. En un momento, Adermis le dijo a su esposa que le quería arreglar el pelo. A ella le pareció raro, pero él insistió. “Ella no sabía absolutamente nada”, asegura Adermis. En una peineta con una rosa introdujo los pines de las granadas. Las argollas las había colocado en la cremallera de su portafolio y el resto del artefacto dentro de su calzoncillo. Cuando pasaron por el detector de metales, el ruido alertó a los oficiales, que pensaron que se trataba de unas monedas que llevaba el niño en los bolsillos.
A las nueve de la noche abordaron la aeronave. Todo marchaba bien. Adermis ocupó el asiento cercano a la ventanilla, recuperó los pines y las argollas y sacó el resto del dispositivo. Situó al niño de manera tal que su esposa no viera cómo armaba, poco a poco, las granadas. Luego le dijo: “Aguanta bien al niño, no te pares, no llores y confía en mí”. “Ahí me paré, pero nada más que vio la granada empezó a gritar”, recuerda.
Habían transcurrido 20 minutos en un vuelo de casi media hora. Adermis pidió a los 46 pasajeros que hicieran silencio, que nadie se moviera de sus asientos. Luego les preguntó si conocían los artefactos que tenía en las manos. La gente comenzó a desesperarse. Él trató de controlar la situación. “Les dije: ‘Que nadie entre en pánico, a veces hay cosas así que suceden en los momentos menos esperados, pero lo que quiero es que nadie se pare, no quiero escándalo, nada fuera de lo normal. Simplemente tengo la necesidad de llegar a Estados Unidos”.
Se dirigió a la cabina y le pidió al piloto que redirigiera el vuelo a Florida, pero solo tenían combustible para llegar a La Habana. “Si hubiera continuado, hubiese sido fatal. No me desesperé, había estudiado todas las probabilidades”. Minutos después, aterrizaban al centro de la pista del Aeropuerto José Martí de la capital cubana. Entonces empezaron las negociaciones que se extendieron por 15 horas, y que involucraron a Fidel Castro y el entonces jefe de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en Cuba, James Cason.
El propio Castro llamó en varias ocasiones a la cabina del avión para convencer a Adermis de abandonar su operación. “Yo apenas le daba oportunidad de hablar, de concretar su monólogo, porque de haber escuchado a Fidel Castro en ese momento, quizá me hubiese convencido”. Pasaban las horas. El avión estaba rodeado con un cordón de militares. Adermis exigía que les recargaran de combustible para seguir su viaje a Florida. “Yo levantaba el teléfono y les preguntaba: ‘¿Está la gasolina?’. Fidel decía: ‘Estamos trabajando en proveer lo antes posible’. Pero quería seguir hablando y yo le colgaba”.
Adermis, a su vez, trataba de calmar a los pasajeros. Les daba agua, o vasos con cubos de hielo, les permitía ir al baño, les ofrecía comida. Cuando llevaban varias horas de espera, el oxígeno comenzó a faltar en la aeronave. Había siete niños a bordo casi desfalleciendo, se podía sentir el esfuerzo para respirar. Adermis abrió con fuerza una ventanilla de emergencia en la cabina de las azafatas. “No podía permitir que se me muriera una persona. Llamé a todos los niños a la ventanilla”.
Afuera, las autoridades cubanas seguían evaluando qué hacer con el vuelo secuestrado. En un momento, Adermis les comunicó que quería hacer un negocio. “Necesito bajar a unas cuantas personas, pero se las voy a vender”, les dijo a las autoridades cubanas. Bajó a una señora operada junto a 22 pasajeros a cambio de 2.500 dólares. “Me pusieron trabas, pero finalmente me llevaron el dinero”.
Cuando sumaban más de 14 horas dentro del avión, Adermis pidió a la gente que comenzara a gritar, que fingieran que no había oxígeno dentro, y que dijeran que incluso ya había muertos. “Levanté el auricular y gritaron mientras yo reclamaba el combustible”. Castro estaba del otro lado. “Le dije: ‘¿Sabes qué? Si en 15 minutos no veo resultados, entonces esta historia llega hasta aquí’. Y colgué”. Al rato un camión cisterna les estaba proveyendo de la gasolina que los ayudó a aterrizar pasado el mediodía del 1 de abril de 2003 en Key West, escoltados por dos aviones F-15 de la Fuerza Aérea de Estados Unidos y un helicóptero Black Hawk.
Una foto del departamento del sheriff del condado de Monroe muestra el momento en que Adelmis desciende por la escalerilla del avión con su niño enganchado al cuerpo. Alzó los brazos, mientras la policía estadounidense le apuntaba con armas. Lo llevaron solo a una parte aislada de la pista, sacaron pinzas y una caja blindada para quitarle y desactivar las granadas. Adermis las entregó y les dijo que eran falsas, nunca fueron lo que le hizo creer a Castro. Las había elaborado él mismo en su casa de la Isla de la Juventud, con un molde de yeso y rayos de bicicleta.
Ha habido otros casos de secuestro de aviones de Cuba a Florida: ese mismo año, un avión DC-3 de la compañía Aerotaxi, con 36 pasajeros a bordo, también salió de Nueva Gerona y fue desviado a Key West por un grupo de seis cubanos armados con cuchillos. En 1991, el piloto Orestes Lorenzo desvió un caza MIG-23 de la Fuerza Aérea cubana y aterrizó en la estación aeronaval de Boca Chica. En 2022, el Instituto de la Aeronáutica Civil de Cuba informaba de una avioneta robada en Sancti Spíritus que aterrizó en Florida, piloteada por el cubano Rubén Martínez Machado.
De los pasajeros que llegaron a Estados Unidos junto a Adermis, 15 solicitaron asilo político ante las autoridades. A todos les fue concedido menos a él, a quien tres meses después un tribunal federal encontró culpable del delito de piratería aérea. Fue condenado a 20 años de cárcel. El abogado cubanoamericano Willy Allen, quien ganó el caso del secuestro de un avión desde Cuba en 1995, asegura que otras personas involucradas en incidentes similares en el pasado sí ganaron su “juicio criminal”. Adermis es el único que, entre los que conoce, no recibió protección en Estados Unidos.
Cárcel y deportación
En las varias prisiones federales por las que pasó, y que Adermis llama un “infierno”, algunos le decían “Cuba”, otros le decían “piloto”. Pero él rápidamente los corregía: “No, piloto no, yo no soy piloto”.
Adermis era un recluso raro. No fumaba. No aceptaba drogas ni negocios. No se metía en problemas. Fueron unos largos 20 años en que, en la cárcel, perfeccionó el inglés, se graduó como ingeniero civil por la Universidad de Pensilvania y terminó una maestría en Logística por la Universidad de Carolina del Norte.
Cuando llevaba seis años en detención, su madre logró viajar desde Cuba con una visa de turismo para visitarlo en el penal. Adermis recuerda aquellos encuentros como momentos “bastante dolorosos”. “Ella tenía que someterse a revisiones, chequeos intensos. Y la hora de la partida siempre era difícil. Esos lugares no están diseñados para personas con el corazón de una madre”.
En 2021 fue trasladado al centro de detención de Stewart, en Georgia, con el fin de tramitar su deportación a Cuba. Luego de que el Gobierno de La Habana se negara a aceptarlo, a Adermis no le fue concedido el asilo, pero le permitieron permanecer en el país. Tras cinco meses en custodia del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), fue liberado a causa de sus problemas de salud. Después de dos décadas, Adermis por primera vez pisaba las calles de Estados Unidos.
Fue su sobrino quien lo recogió en la prisión y lo llevó a una tienda de Burlington. “Me dijo, mira, estos mil dólares son tus primeros mil dólares en este país”. Luego todo lo que hizo fue trabajar e irse construyendo, poco a poco, una vida que duró solo cuatro años. El domingo 29 de junio de 2025, sobre las seis de la mañana, se preparó un café con leche condensada y fue a arrancar su camioneta Ford, estacionada frente a su casa. Al subirse al auto, sintió una mano aferrada en su hombro izquierdo. Eran dos agentes del ICE encapuchados que se le habían acercado. “¿Qué está pasando? ¿De qué se trata esto?”, preguntó.
Le pidieron una identificación y Adermis les mostró un carnet cubano fuera de circulación, la única identificación que ha tenido en la vida. “En Estados Unidos fueron cuatro años en las sombras”, dice sobre su corta vida fuera de la cárcel. “El único tiempo en que viví plenamente en este país fueron esos 20 años, porque en la prisión era un número, ahí existía”.
Adermis terminó en el Montgomery Processing Center, en Texas, como tantos otros migrantes de la era Trump. Luego fue enviado a otro centro de Houston. “Nunca pensé pasar por un proceso así otra vez. Cuando me vi allí adentro dije, bueno, por lo menos no estoy sancionado, no es que me van a dejar aquí 20 años más, aunque cada día se sentían como cinco años”.
El 14 de septiembre de 2025, lo condujeron en un autobús hasta la frontera de Reynosa junto a otros 44 migrantes. Los oficiales del ICE lo entregaron a las autoridades mexicanas. “No entiendo cómo el Gobierno americano teniendo en cuenta que mi vida corre peligro no me dió una oportunidad, solo para trabajar como lo hice. Yo no concluí lo que fui a hacer a Estados Unidos, pensé que iba a tener una documentación como cualquier persona, después de pagar una condena de 20 años. Hubo un tiempo en que me preguntaba: ¿qué tengo que hacer para tener un estatus? ¿Qué más tengo que pagar? Ahora confío en que el Gobierno mexicano me permita formar parte de su comunidad. No voy a sentirme seguro hasta que no tenga una documentación”.
—¿Aún piensa en Cuba?
—Ay, mija, quisiera tener la posibilidad de respirar aunque sea tres minutos el aire de mi tierra.