Ni tan salvajes, ni tan modernos: aquellos maravillosos años noventa
Recibimos un bombardeo de imágenes machistas y asistimos al primer ‘mansplaining’ de masas, pero la televisión de finales del siglo XX también nos regaló momentos irrepetibles y en el caso de los gallegos, una lengua propia
Los niños de los ochenta éramos un poco salvajes: metimos los dedos en todos los enchufes; viajábamos, como mucho, con cinturón —sin sillita ni aire acondicionado—, y asistimos al nacimiento de las televisiones privadas, es decir, una especie de segunda ronda del destape sin la excusa de la Transición democrática. Vimos a Jesús Gil, el Trump marbellí, presentar un programa dentro de un jacuzzi con el micro engancha...
Los niños de los ochenta éramos un poco salvajes: metimos los dedos en todos los enchufes; viajábamos, como mucho, con cinturón —sin sillita ni aire acondicionado—, y asistimos al nacimiento de las televisiones privadas, es decir, una especie de segunda ronda del destape sin la excusa de la Transición democrática. Vimos a Jesús Gil, el Trump marbellí, presentar un programa dentro de un jacuzzi con el micro enganchado a una cadenita de oro y rodeado de mujeres mudas y en biquini —las pobres no podían hablar porque carecían de cabeza: los planos, bien cerraditos, mostraban al alcalde de Marbella escoltado por sendos pechos a cada lado de sus peludos brazos—. En Nochevieja cenábamos en familia, es decir, con Martes y Trece, tan puntuales y arraigados en el salón de los españoles como las propias uvas. Siempre he pensado que los buenos humoristas son los mejores sociólogos del país porque su trabajo consiste en hacernos reír y para eso hace falta conocer muy bien a la audiencia, mejor que nadie. En aquella época y en aquella noche, cuando se pagaban los anuncios más caros del año, la pareja cómica más exitosa era la que se burlaba de “María Ascensión del Calvario, mujer maltratada por su marido”. Entonces, hacía gracia el maltrato. Hoy ya no y por eso los cómicos terminaron pidiendo perdón.
También en familia nos sentábamos a esperar, hipnotizados, el momento de la canción en el que uno de los pechos de Sabrina saltaba fuera del sujetador. El protagonista de unos dibujos animados, Chicho terremoto, se dedicaba a levantar las faldas de sus compañeras para verles las bragas. En la publicidad, más de lo mismo: una motera despampanante seguía el rastro de olor de Jacq’s —Isabel Coixet, que dirigió el anuncio, confesó en el programa La Resistencia que tenía que decirle a la modelo: “Lo siento, Mónica, pero los de la agencia quieren que te abras más el mono de cuero”— y no había un anuncio de detergente o electrodoméstico donde no apareciera una señora. De hecho, se hizo famoso el mayordomo de Tenn, que se dedicaba a fiscalizar a las mujeres que limpiaban. “El algodón no engaña” fue el primer mansplaining de masas.
Es decir, la televisión era profundamente machista. También homófoba. Fue en la pequeña pantalla donde vimos el alivio de Gil, entonces presidente del Atlético de Madrid, al decir: “Iba a fichar a un jugador importante y no lo he hecho porque me he enterado de que era maricón. Solo faltaba que dijeran que Gil tiene a uno de estos ahí”. No sé en qué año se acuñó el concepto de “políticamente correcto”, pero fue posterior, quizá hasta consecuencia de todo aquello.
La llamaban la caja tonta y para vengarse, cuando integró internet, pasó a llamarse televisión inteligente (smart tv). Tampoco es ya una caja, sino una pantalla plana, pero sigue siendo una herramienta de la nostalgia, y la mejor prueba de ello es la cantidad de programas (Cachitos, Viaje al centro de la tele...) y cuentas en redes sociales (@YofuiaEGB; @anuncios.vintage...) que han surgido en los últimos años para explotar ese sentimiento universal. Sería tonta, pero la tele guarda una cosa muy seria: nuestra infancia. Como un álbum de fotos y con el mismo potencial evocador de algunos olores para devolvernos a una persona, un lugar, un momento.
De las series de instituto americanas, como Sensación de vivir, me fascinaban las taquillas y, sobre todo, aquellas madres y padres que hacían de mejores amigos de sus hijos y en lugar de imponer castigos, daban charlas. Eran clases magistrales sobre algún aspecto de la vida y terminaban siempre con un abrazo en aquellas inmensas cocinas con isla o en la esquinita de la cama del adolescente de turno. El mundo se dividía entonces en carpetas forradas de Brandon o carpetas forradas de Dylan, una dicotomía que años después, ya adultos, se reencarnaría en el Jennifer o Angelina. En mi casa éramos, para todo esto, clásicos: yo más de Brandon y mis padres más de palo-zanahoria: semana sin paga-premio por buena conducta. Tampoco había isla en la cocina, pero veíamos juntos Aquellos maravillosos años, que tenía la mejor canción de cabecera de la historia —el With a Little Help from my Friends en versión de Joe Cocker— y nos ponía a todos de buen humor. Y algo bueno debieron de hacer nuestros padres para que después de aquel bombardeo machistoide y homófobo que recibíamos de la televisión de los noventa los niños no se convirtieran en Farys y las niñas en mamachichos. Vaya desde aquí mi agradecimiento a los míos que, quizá para compensar la mala educación del entretenimiento televisivo en aquella época, llevaron cada día a mi casa un periódico, este mismo.
Ojo, no todo era malo. Mi serie favorita era A muller biónica, que para mí era gallega porque la veía en la TVG, aunque luego me enteré de que en realidad era The Bionic Woman, derivada de El hombre de los seis millones de dólares. Contaba la historia de una tenista profesional a la que, después de un accidente en paracaídas, le colocaban un oído y piernas biónicas y se convertía en superagente contra el mal. Podía saltar tres pisos de un edificio y cuando usaba sus poderes se oía un soniquete muy guay —ojalá estuviera disponible para las notificaciones de WhatsApp—. A muller biónica fue la primera heroína de mi vida, después, por supuesto, de mi abuela Fina, quien, sin más tecnología que el carisma que llevaba de serie, ejercía una atracción magnética sobre todo el que se acercaba, siempre querías pasar más rato con ella.
Porque aquellos niños salvajes que metían los dedos en los enchufes y hacían viajes larguísimos sin aire acondicionado aprendíamos gallego en la televisión autonómica: primero, con Xabarín club, un programa de dibujos animados que hacía hablar a los Picapiedra en la lengua de Castelao, y más tarde, con las películas. Somos los niños que oímos a Terminator decir, muy serio: “A rañala, raparigo”, en lugar de “Sayonara, baby”. Años después, por el 25º aniversario de la televisión gallega, ganó el premio a la mejor frase de doblaje al gallego en un concurso promocionado por el propio ente. Hoy, la Xunta ha dado el visto bueno a un anteproyecto de ley que, por primera vez desde la creación de la radio y televisión autonómicas (1985), permitirá la difusión de contenidos en idiomas distintos al gallego. Quizá piensan, confundidos, que eso es lo moderno. Pero no son los únicos que andan un poco perdidos. Leo en este periódico que TVE ha decidido retirar de la noche de los martes Los Iglesias: hermanos a la obra (y reubicarlo en la madrugada de los viernes), donde dos de los hijos del cantante ayudaban a otros famosos a reformar sus casas por el módico precio de 245.000 euros por entrega. Me recuerda al viejo chiste: ¿A qué estamos? ¿A setas o a Rolex? ¿A Broncanos o a Chabelis?
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