Cuando conocimos al hijo de Mulder y Scully
Hoy tenemos problemas para decidir qué queremos ver, y olvidamos cómo de complicado era simplemente ver cualquier cosa cuando no teníamos ningún tipo de control sobre la televisión, porque, ¿acaso era posible acabar una serie en los noventa?
Hubo un tiempo en el que la mejor televisión no estaba dentro de la televisión sino fuera, encerrada en artilugios hoy retrofuturistas —propios de cualquier novela de Philip K. Dick—, artilugios que parecían libros de plástico sin una sola página y a los que llamábamos VHS, o cintas, porque era una cinta magnética la encargada de generar la ilusión de que allí dentro había una obra, y una tan magna como, por qué no, Twin Peaks, de David Lynch. Po...
Hubo un tiempo en el que la mejor televisión no estaba dentro de la televisión sino fuera, encerrada en artilugios hoy retrofuturistas —propios de cualquier novela de Philip K. Dick—, artilugios que parecían libros de plástico sin una sola página y a los que llamábamos VHS, o cintas, porque era una cinta magnética la encargada de generar la ilusión de que allí dentro había una obra, y una tan magna como, por qué no, Twin Peaks, de David Lynch. Porque hubo un tiempo en el que la televisión era algo que no podías controlar, que simplemente estaba ahí, y era ella quien decidía cuántas veces ibas a ver el capítulo en el que Bree Van de Kamp —el mítico personaje hiperperfeccionista que interpretaba Marcia Cross en Mujeres desesperadas— empezaba a servirse vino por la mañana, o aquel en el que el elenco de Friends se quedaba tirado con el coche camino de una estación de esquí.
No había orden, y todo eran lagunas, porque parecía que los programadores jugasen a apretar en días alternos el botón que enviaba el mismo episodio al centro de control y era un milagro si lo que veías no lo habías visto antes una docena de veces, por no decir tratar de mantener el sentido de una trama en aquello que veías. Y, sin embargo, ahí estaba el espectador, esperando, perdida toda esperanza de completar tramas, contentándose con avanzar en alguna dirección en algún momento. En el caso de Expediente X, nunca supimos sus seguidores que Mulder y Scully habían tenido un hijo, ¡un hijo!, ni que se habían pasado al otro lado de la cámara y el libreto, escribiendo y dirigiendo sus propios capítulos —no se pierdan el de David Duchovny, es el número 19 de la séptima temporada, se titula Hollywood A.D. y es sublime, y divertidísimo—, porque nunca se llegó tan lejos.
Y sin embargo, la solución a todos nuestros problemas ya existía. Y había quien le ponía remedio acumulando esos capítulos y tratando de darles un orden en la brumosa década de los noventa. Porque esos artilugios retrofuturistas permitían grabar los capítulos, y te permitían decidir cuándo y cómo volver a verlos. Lo que no tenías ni idea entonces, porque no existía la hiperconexión contemporánea, era en qué momento se encontraba esa serie en cuestión, es decir, cuántas temporadas se habían grabado, ni si habría más en el futuro. Ni siquiera había forma de saber de cuándo exactamente eran. La televisión tenía un control total de tu formación narrativa audiovisual y, por extensión, de tu educación sentimental. Todo era puro y forzoso zapping y, a su vez, idea de una continuidad infinita, porque nada nunca acababa en esa televisión, todo siempre se reponía.
Dicho esto, están leyendo a alguien que trabajó en un videoclub mientras estudiaba en la universidad. Por entonces aún las series de televisión eran simples apariciones. Esa cosa que no podías controlar. Aún ese videoclub, un Blockbuster, estaba repleto de VHS, o cintas, pero no había una sola serie en sus estanterías. Pero, ¿adivinan dónde acabé, de una vez por todas, con el autoritarismo televisivo? En la biblioteca de la universidad, donde existía una hoy prehistórica edición —primerísima, en todos los sentidos— de Twin Peaks en VHS. Algo que se había editado en una pequeña colección de volúmenes y que se acumulaban como ejemplares, como esos libros sin páginas, en una estantería alta, y a los que a veces tenías que esperar —pues estaban prestados— pero que podías ver como leías un libro: cuando y como tú querías.
Sí, la primera serie de televisión que pude ver con el respeto que se le da a una obra que ha sido concebida no para ser troceada y repetida a discreción —¿cuántas veces esperabas ver un nuevo capítulo porque el Teleprograma, herramienta ancestral de intento de anticipación de lo que podía llegar a ocurrir en cualquier canal, decía que debía ser un nuevo capítulo, y lo que te encontrabas era una de aquellas temidas reposiciones?— fue Twin Peaks, y solo porque no estaba dentro de la televisión, sino fuera. Me pregunto a qué creían que jugaban los programadores comprando los capítulos de una única temporada y repitiéndolos sin ningún tipo de orden para rellenar parrillas, y también si la forma que tenían las series entonces —el capítulo autoconclusivo, la casi inexistente trama— era consecuencia de esta más que esperable práctica.
Podría considerarse que lo que siguió tras la llegada de internet y la banda ancha, y el bajado masivo de episodios, fue una rebelión contra el poder totalitario e irrespetuoso de la propia televisión, contra aquello que le había hecho al espectador al considerarle poco más que un vertedero de contenido al que le traía sin cuidado qué estaba viendo. Y puede que hoy dudemos ante la multiplicidad de la oferta, pero no deberíamos olvidar que esa oferta existe porque en algún momento nos rebelamos, y que esa rebelión que en un primer momento fue vista como algún tipo de fin del mundo, ha permitido a la televisión crecer como nunca. Eso sí, parece que siempre fuera de ella. O dentro, de un modo distinto. En cualquier caso, el futuro pasaba por otro tipo de artilugios retrofuturistas, y por poder llegar a conocer al hijo de Mulder y Scully.
Porque Expediente X es un buen ejemplo de lo que ocurría con las series en los noventa. Y ocurría que no podían entregarse a ningún tipo de trama. Porque se sabían reutilizables y reutilizadas. Así, había siempre, en cada temporada, un par de episodios que fingían estar continuando algo —en el caso de los agentes Mulder y Scully siempre tenían que ver con la invasión extraterrestre que llevaba dándose desde el principio de los tiempos—, pero el resto eran pequeñas genialidades de orden intercambiable. En el caso de Expediente X, recuerden que fue donde se estrenó el creador de Breaking Bad y Better Call Saul, Vince Gilligan —su mejor capítulo es Yo deseo, el 21º de la séptima temporada—, y también, que Stephen King mandó a Scully a Maine —en Chinga, el 10º de la quinta―, y que hay al menos un especial de Navidad maravilloso con casa encantada —el sexto de la sexta—.
Revisionándola años después, primero en ese formato intermedio —la caja de DVD, en su caso, las cajas de DVD— y hace no demasiado en su nuevo formato en streaming —vía Disney+—, lo que me permite no tener que reescribir los argumentos de cada episodio —todos los que han visto la serie porque se la presté en algún momento han leído cosas como “ser de lava matacientíficos”, “animales invisibles en un zoo”, o “Mulder le pregunta a un extraterrestre por su hermana”—, me he dado cuenta de algo que era evidente desde el principio, y que quizá sea el logro de una serie de infinitos logros —empezando por el papel de la mujer, y la condición agénero de los protagonistas, casi ideas discutiendo, la fe contra la ciencia, lo desconocido contra lo controlado—, y esto es que todos los finales eran finales felices. Porque todo, en ellos, seguía siendo posible.
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