‘Julia’, o el arte de cocinar en televisión
HBO Max emite la segunda (y también perfecta) temporada de la serie en la que Sarah Lancashire da vida espectacularmente a la famosa y carismática chef que cambió para siempre la forma de concebir la comida en Estados Unidos
Cuando se convirtió en estrella de la televisión, primero, allá por 1963, estrella de un minúsculo canal de Boston al que no tardaría en hacer pasar a la historia, Julia Child, coautora por entonces de un libro de recetas editado por la prestigiosa Knopf —y Judith Jones, la editora de otras estrellas como John Updike y Jean Paul Sartre—, tenía 51 años. Era una mujer altísima —no pudo alistarse en las Fuerzas Armadas durante la Segunda Guerra Mundial porque era demasiado alta: medía cerca de un metr...
Cuando se convirtió en estrella de la televisión, primero, allá por 1963, estrella de un minúsculo canal de Boston al que no tardaría en hacer pasar a la historia, Julia Child, coautora por entonces de un libro de recetas editado por la prestigiosa Knopf —y Judith Jones, la editora de otras estrellas como John Updike y Jean Paul Sartre—, tenía 51 años. Era una mujer altísima —no pudo alistarse en las Fuerzas Armadas durante la Segunda Guerra Mundial porque era demasiado alta: medía cerca de un metro noventa—, que parecía estar sobreinterpretándose a sí misma todo el tiempo —ella era su propia y humildemente apasionante obra en marcha— y que, sabiéndose fuerza de la naturaleza y artista de la cocina, no iba a diluirse en una vida de suburbio sin más.
En su primera brillante y perfecta temporada, Julia (HBO) recompuso la figura de esta pionera de no únicamente la receta televisada sino de la propia idea de televisión —ella era pura televisión sin haber visto jamás la televisión— y de la imparable ambición que nace del deseo de ser vista. Y lo hizo sin esquivar todo aquello a lo que el personaje se enfrentó en su momento, empezando por el desprecio editorial —para un sello como Knopf era inadmisible que un libro de cocina pasase por delante de un futuro National Book Award, no podía llegar a entender el alcance de la revolución que suponía estar enseñando a cocinar y comer con y por placer a Estados Unidos—, y el machismo feroz que trató de excluirla y empequeñecerla sin llegar nunca a conseguirlo.
El éxito instantáneo de The French Chef, “nuestro pequeño programa”, como Child lo llamaba —y por el que ella pagaba, convencida de que era el hijo que jamás tuvo, y he aquí algo importante de esa primera temporada, que no rehúye sino que entiende como ninguna otra serie lo ha hecho la huella psicológica de la menopausia, la punta de un iceberg que es puro constructo social pero uno doloroso y paralizante—, le granjeó todo tipo de envidias, y un choque frontal con el feminismo de la época. Choque que a punto estuvo de derribar al gigante Child en una cena en la que se cruzó con Betty Friedan. La autora de La mística de la feminidad recriminó a la chef que, con su programa, había devuelto a la mujer a la cocina, y Child se vio a sí misma como una especie de villano.
Pero nunca lo fue. Porque su intención tenía únicamente que ver con aquello que la apasionaba y con, precisamente, eso que predicaba la propia Friedan, el ser definitivamente vista, y entendida por aquello que era: una artista, en su caso, de la cocina. La actuación de Sarah Lancashire (Happy Valley) es tan suprema —y cantarina, no era nada fácil hablar como Child, ni comportarse como ella, pues fue una especie de clown de sí misma, una caricatura arrolladoramente encantadora— que parece un pequeño milagro. El tándem que forma con David Hyde Pierce —el maridísimo, Paul Child— es otro, y uno que además sirve para construir la que probablemente sea la relación de pareja más sana que se ha dado jamás en una ficción televisiva basada en algo real.
Tal vez también lo más cerca que se ha estado, televisivamente, de contar en qué consiste ser editor lo borde aquí Fiona Glascott en su papel de Judith Jones —la infinidad de manuscritos que acarrear, la imposibilidad de tener una vida que no acabe invadida por el inconmensurable ego de sus autores—, que brilla aún más en una segunda temporada en la que Child se convierte en el epicentro de un jugoso festín de personajes —todos los que la rodearon— y una reflexión sobre las consecuencias del éxito, y la exposición, en pleno auge del macarthismo. No se la pierdan.
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