Los clichés de Spotify: frikis informáticos, inversores salvajes y futbolines de empresa
La serie ‘The Playlist’, que cuenta la historia de la aplicación que revolucionó los modos de distribuir y consumir música, reúne todos los elementos tradicionales del éxito tecnológico
Es difícil de decir si los estereotipos surgen de las regularidades de la realidad o son provocados por las generalizaciones de la ficción. Seguramente Francis Ford Coppola (y el novelista Mario Puzo) se inspiraron en la realidad de la mafia para crear El Padrino (¿una cabeza de caballo en la cama a modo de amenaza?), pero también seguramente los mafiosos de carne y hueso en adelante imitaron a los del cine a la hora de llevar a cabo su actividad delictiva. En el caso de ...
Es difícil de decir si los estereotipos surgen de las regularidades de la realidad o son provocados por las generalizaciones de la ficción. Seguramente Francis Ford Coppola (y el novelista Mario Puzo) se inspiraron en la realidad de la mafia para crear El Padrino (¿una cabeza de caballo en la cama a modo de amenaza?), pero también seguramente los mafiosos de carne y hueso en adelante imitaron a los del cine a la hora de llevar a cabo su actividad delictiva. En el caso de Los Soprano, mafiosos algo catetos, hay otra genial vuelta de tuerca: los personajes de ficción imitan a otros personajes de ficción.
La serie The Playlist (Netflix) cuenta una historia de éxito tecnológico tan asombrosamente estereotípica que no sabemos si es que se ha amoldado la creación de Spotify (que de eso va la serie) al relato ya establecido en el imaginario popular, después de años de mitología sobre la magia del emprendimiento, o si es que los protagonistas fueron estereotipos con patas, quizás influidos, como Los Soprano, por ese mismo relato mil veces repetido. Tal vez hoy en día todos los jóvenes emprendedores tecnológicos del mundo imiten en su ámbito doméstico, lejos de San Francisco, la historia arquetípica de las empresas tecnológicas, no muy diferente de la que se nos ha contado sobre Apple, Facebook o Google (y con las mismas sudaderas raídas). Una historia de la que se ocupan otros productos audiovisuales como Halt and Catch Fire o La red social, y que satiriza Silicon Valley.
En la serie (al menos en la serie) Daniel Ek, cofundador de la plataforma musical, es un freak de la programación que ingiere kebabs mientras piratea canciones en casa viendo la tele y soñando con cambiar el mundo a través del tsunami de internet. Su socio, Martin Lorentzon, es un tiburón de la inversión con elegantes trajes a medida pero rabiosamente fiestero, alocado y ambicioso. Y la oficina de la prometedora start up de color verde está llena de geeks melenudos que se tiran pelotas de papel, ponen las piernas encima de la mesa, montan un jaleo constante y, no se lo van a creer, se relajan jugando a ese futbolín que ya es un icono de la emprendeduría tecnológica de nuestro tiempo (y que en el mundo real suele ser un artefacto decorativo para proveer de coolness a la empresa de turno). A pesar de la acumulación de clichés, la serie se ve con el placer del que tararea el estribillo de una canción que conoce de sobra.
La historia arranca a mediados de la primera década de este siglo, cuando la industria discográfica se despeña por el precipicio abierto por aplicaciones de intercambio de archivos como la pionera Napster y luego otras como Audiogalaxy o la web sueca The Pirate Bay. Es precisamente en Suecia, y no en Silicon Valley, donde Ek quiere crear una versión legal y mucho más funcional y menos farragosa de esa página pirata que tiene en vilo a las disqueras. El relato, que ya es una especie de “camino del héroe” de nuestro tiempo, es el de los jóvenes visionarios que tienen que pelear contra el escepticismo de los que les rodean, conseguir licencias y financiación, para acabar alcanzando el éxito mundial, no sin antes dejar por el camino buena parte de sus convicciones y de sus relaciones. La versión digital del sueño americano.
Uno de los aspectos cruciales de esta historia, y que se deja para el último capítulo, es que, aunque Spotify no sea el pirateo en el que se inspiró, no ofrece las mejores condiciones a los artistas, que se llevan, una vez más, la peor parte dentro del tinglado montado entre las grandes empresas y la plataforma. También importante es que Spotify (y este tema, sorprendentemente, no se trata en la serie) ha cambiado completamente no solo la forma de producir y distribuir la música, sino también la forma de escucharla (o, mejor dicho, de consumirla). Lo que muchos descubrimos con la llegada de la plataforma, más allá del prodigio antes impensable de disponer de toda la música del mundo en nuestro teléfono inteligente, es que el gusto por este arte no era solo el gusto por unas notas, unos acordes, unas letras, sino que tenía mucho de extramusical: el deseo por los discos, esperar y ahorrar para conseguirlos, o imaginar canciones leyendo la prensa musical o acariciando vinilos en las tiendas. La fascinación por el objeto físico, su diseño, la pasión por el coleccionismo.
Toda esa parte cálida y tangible de la melomanía se la comieron estos emprendedores suecos para ponernos delante del llamado dilema de la elección: la parálisis ante una abrumadora oferta de contenidos, la cada vez menor satisfacción ante la cada vez mayor cantidad de posibilidades, la libertad ampliada que boicotea el preciado bien de la atención. O que el contenido se convierta, precisamente, en saltar de una canción a otra, picoteando, sin detenerse en ninguna.
Entonces, ¿la historia de Spotify es un genuino cliché, o los clichés anteriores hicieron que transcurriera así, o son los artífices de la serie (y, por ende, nosotros) los que han aprendido a verla de esa manera? No se sabe. Curiosamente, la propia producción participa de esa difusa frontera entre los hechos reales y el relato que sobre ellos se genera: cada capítulo se enfoca desde el punto de vista de un protagonista (el programador, el inversor, el representante de la industria discográfica, la artista...). Y al final de cada capítulo aparece otro personaje que nos dice mirando a cámara “eso no fue como te lo han contado” para dar su propia versión en el siguiente episodio, generando así una historia poliédrica. Aun así, si las cosas son como, al final, se cuentan en The Playlist podemos estar tranquilos: la realidad, al menos la del negocio tecnológico, es como esperamos que sea. O como nos han contado que es.
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