Tras la edad de oro de las series, llega la de la abundancia
Con la proliferación de plataformas, la televisión cambia la búsqueda de prestigio por la de espectadores
El escritor y crítico televisivo Jorge Carrión acuñó, acertadamente, el término “teleshakespeare” hace más de una década: lo hizo pensando en la relación con el gran teatro isabelino de las grandes obras con las que el streaming aterrizó en España. También, como se dijo en su momento de, por ejemplo, The Wire, con los pormenorizados universos de Charles Dickens. Partían esos uni...
El escritor y crítico televisivo Jorge Carrión acuñó, acertadamente, el término “teleshakespeare” hace más de una década: lo hizo pensando en la relación con el gran teatro isabelino de las grandes obras con las que el streaming aterrizó en España. También, como se dijo en su momento de, por ejemplo, The Wire, con los pormenorizados universos de Charles Dickens. Partían esos universos de personajes vivísimos a partir de los que se contaban historias que eran a la vez un fresco de la época y un nuevo molde ficcional.
Así, la televisión con la que nacieron HBO, Netflix, y el resto de plataformas era inigualablemente ambiciosa. Como ocurre con todo nuevo invento, se tuvieron en cuenta las posibilidades del formato, y se exprimieron al máximo para distinguirse de aquello que ofrecía la televisión convencional: los miles de capítulos de Santa Bárbara, las sitcoms con la profundidad narrativa de una piscina infantil o las estructuras calcadas de cada capítulo de Se ha escrito un crimen o Expediente X. Así nació la llamada edad de oro de la televisión. Un tiempo excepcional que, últimamente, ha dejado paso a otra época, no tan brillante (¿de plata?), en la que la búsqueda de espectadores ha ganado en importancia a la de prestigio. Un mundo superpoblado de plataformas, obligadas a surtir de contenidos sin parar, en el que la cantidad prima por encima de la calidad.
Entonces, hace ya más de una década, el prestigio era importante. Se le pedía al espectador que pagase por algo nuevo, y ese algo nuevo debía distinguirse de lo que la televisión generalista ofrecía. ¿Y qué ofrecía esta? Simplicidad. Así que se optó por producir tour de forces a la altura de A dos metros bajo tierra o Los Soprano (fruto de las cadenas de cable, que nacieron con la misma vocación que las plataformas). Eran auténticas virguerías narrativas que partían, a la manera de Dickens, de sus personajes para crear mundos, a diferencia de la televisión que se había visto hasta entonces, en la que la trama —Colombo, Bonanza— primaba por encima de todo. Al hacerlo, inventaron una nueva forma de televisión.
Y puesto que se vio que eso era lo que, en términos mercantilistas, funcionaba en ese nuevo modelo, todo lo que se producía —o buena parte de ello— tendía a buscar esa excelencia. Fueron los años de Mad Men, de Breaking Bad, de The Wire, incluso de Perdidos, que siendo una producción centrada en el entretenimiento, ponía a los personajes en el centro y ambicionaba cambiar también, a su manera, la propia idea del entretenimiento televisivo. Luego el tiempo pasó, y el mundo se acostumbró tanto al invento, que el invento tuvo que reinventarse.
¿Y qué pasó entonces? Que la televisión es hoy una enorme cantidad de plataformas contenedoras de cada vez más y más contenido necesariamente variado. Así se inició el camino inverso, y se empezó a ofrecer al espectador aquello que creyó que esperaba y deseaba. Las plataformas parecen inmersas en una carrera imparable en la que la mejor forma de distinguirse es estrenando cada vez más, a la caza de un producto fenómeno que puede encontrarse en cualquier parte, porque si algo ha provocado la atomización de la audiencia es desorientación. Así, a la llamada televisión de prestigio la está sustituyendo otra cosa.
Como matizaba la crítica de televisión Kathryn VanArendonk en Vulture, la pandemia y el mundo real, con esa cada vez más molesta que útil clase política actual, no ayudan en absoluto a una vuelta a ese pasado intermedio en el que el guilty pleasure aún no había sustituido al tour de force —VanArendonk señala títulos como El club de las niñeras, Yo nunca, Tiger King e incluso Lo que hacemos en las sombras como lo que ella llama comfort TV es decir, una televisión que resulta cómoda al espectador—, sino que fomentan la necesidad de entretenimiento banal que, sin embargo, no lo parece, porque, como bien dice VanArendonk, “la televisión está hoy en la cima de la jerarquía cultural audiovisual”. Lo que sirve, por el momento, de excusa.
Pero lo que puede ocurrir si la caza de espectadores sigue creciendo es que ese concepto desaparezca y reaparezca el estigma de “la caja tonta” reinante desde la década de los sesenta. “Todo ese prestigio se basa en unos productos que no se están produciendo”, alerta VanArendonk. La única esperanza es que, en medio de semejante diversificación, las plataformas tomen en algún momento partido, y se distingan no solo por la cantidad sino, otra vez, por la calidad de aquello que no solo producen sino listan entre lo que ofertan. En cualquier caso, parece que la edad de oro de la televisión, es, hoy por hoy, historia.
Al menos, la historia siempre se repite.