Por qué Deepseek y Bluesky son las primeras grietas en el poder de la tecnocasta

Quienes han tenido el monopolio de la complejidad ahora han ganado también la legitimidad que les faltaba

Elon Musk sostiene una motosierra durante la Conferencia Política de Acción Conservadora en Maryland, Estados Unidos.Nathan Howard (REUTERS)

Hace falta sosiego para entender lo que nos pasa. Pero el sosiego es un lujo que no se nos permite. La ausencia de tiempo y de reflexión se crea de manera artificial, como los debates y los pensamientos preprocesados envasados en un plástico argumental que todo lo contamina. El ciclo de noticias de este comienzo de 2025 se parece más a un Iron Man que a la vida serena de una vaca viendo pasar el tren. No sabemos si Donald Trump es un erudito en la doctrina del shock, desarrol...

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Hace falta sosiego para entender lo que nos pasa. Pero el sosiego es un lujo que no se nos permite. La ausencia de tiempo y de reflexión se crea de manera artificial, como los debates y los pensamientos preprocesados envasados en un plástico argumental que todo lo contamina. El ciclo de noticias de este comienzo de 2025 se parece más a un Iron Man que a la vida serena de una vaca viendo pasar el tren. No sabemos si Donald Trump es un erudito en la doctrina del shock, desarrollada por la CIA y entrenada en el Chile de Pinochet, pero no nos ha dado un segundo de tranquilidad desde que juró el cargo sin poner, por cierto, la mano sobre la biblia que una hierática Melania, vestida de esposa del Cuento de la Criada, sujetaba indiferente.

A pesar de lo difícil que nos lo está poniendo Musk con sus altibajos químicos y sus saludos nazis, hay que intentar ser esa vaca paciente que rumia la realidad para entender lo que nos pasa. Y lo que nos pasa no es otra cosa que quienes han tenido el monopolio de la complejidad ahora han ganado también la legitimidad que les faltaba, autorregulándose o dejando de regularse desde los parlamentos y administraciones que han tomado al asalto. Durante años, las corporaciones tecnológicas han mantenido su hegemonía cultivando una complejidad aparentemente inexpugnable, un laberinto de innovaciones y sistemas que solo ellos podían navegar.

Los gigantes del sector han perfeccionado, a lo largo de años de dominio incontestado, el arte de crear ecosistemas herméticos y altamente integrados que generan una dependencia tecnológica profunda, tejiendo una red donde el coste de transición resulta prohibitivo para la mayoría de los usuarios. Esta estrategia no es solo técnica: representa una arquitectura deliberada de poder que hace virtualmente imposible la emigración de los usuarios, atrapados en un laberinto digital del que cada vez es más difícil escapar.

La asimetría informativa que resulta de este modelo de control tecnológico ha alcanzado dimensiones sin precedentes en la historia económica. Mientras los monopolios industriales clásicos basaban su poder en el control de recursos físicos o redes de distribución, las corporaciones tecnológicas han conseguido algo mucho más valioso: el monopolio del conocimiento técnico necesario para comprender sus propios sistemas. Esta ventaja cognitiva les permite moldear el debate público sobre la tecnología a su conveniencia, presentando cada decisión corporativa como una inevitabilidad técnica y cada crítica como una amenaza a la innovación.

Cuando enfrentan escrutinio regulatorio, despliegan una estrategia de defensa basada en la complejidad: inundan a los reguladores con documentación técnica impenetrable, argumentan que cualquier cambio en sus sistemas podría tener consecuencias catastróficas imprevisibles, y presentan sus prácticas monopolísticas como requisitos técnicos ineludibles para mantener la seguridad y eficiencia de sus servicios. El resultado es un sistema donde el conocimiento técnico se ha convertido en la última frontera del poder corporativo, una barrera más efectiva que cualquier patente o regulación.

Esta instrumentalización de la complejidad técnica ha producido una transformación fundamental en la naturaleza misma de la regulación corporativa. El modelo tradicional de supervisión estatal, diseñado para controlar empresas con operaciones físicas definidas y procesos empresariales transparentes, se ha vuelto obsoleto frente a corporaciones que operan en un plano de abstracción técnica prácticamente inaccesible para los reguladores. Las grandes tecnológicas han perfeccionado el arte de la ubicuidad regulatoria: pueden prestar servicios simultáneamente en múltiples jurisdicciones sin presencia física significativa, multiplicando su capacidad de influencia mientras minimizan su exposición a la supervisión legal.

Esta deslocalización tecnológica no es un accidente, sino el resultado natural de una arquitectura empresarial diseñada específicamente para evadir los mecanismos tradicionales de control estatal. El resultado es un nuevo tipo de entidad corporativa que existe simultáneamente en todos lados y en ninguno, capaz de acumular un poder sin precedentes mientras elude sistemáticamente cualquier intento significativo de regulación.

Esta estrategia les ha permitido resistir regulaciones, disuadir competidores y mantener cautiva a su base de usuarios, pero nunca les ha proporcionado la legitimidad que dan las urnas. Los últimos años han ido llegando la crítica legítima, las llamadas a la transparencia y los intentos de regulación, no solo desde la vieja Europa sino desde el corazón de su propio país: fiscales iniciando acciones contra tecnológicas por adicción de los usuarios, leyes de privacidad, control de acceso a menores a las plataformas y prohibición de las de porno en algunos estados, y modelos de moderación cuasi-editorial costosos y peligrosos, primer paso para establecer una responsabilidad por contenidos. La economía de romper cosas e ir deprisa, del fake it ‘til you make it habían pasado a mejor vida. Los hombres blancos al frente de estas corporaciones empezaron una mutación física hacia la musculación, el pelazo y la misoginia.

Esta deslocalización tecnológica no es un accidente, sino el resultado de una arquitectura empresarial

La llegada de Trump al poder representa su intento más audaz por resolver esta contradicción: la alianza entre el poder surgido de la complejidad tecnológica y la legitimidad emanada de las urnas, aunque estas hayan sido sistemáticamente manipuladas por los mismos algoritmos que ahora buscan su bendición democrática. No estamos ante un simple pacto de conveniencia, sino ante una transformación profunda en la naturaleza misma del poder: la fusión entre una arquitectura de control meticulosamente diseñada para consolidar el dominio digital y un populismo tecnológico que promete convertir la opacidad técnica en virtud política.

Este hito marca un cambio fundamental en las relaciones entre verdad, poder y tecnología. Por primera vez, presenciamos una alianza explícita entre el poder político y las corporaciones tecnológicas que controlan el flujo de información global. Esta simbiosis ha legitimado prácticas de manipulación informativa que antes se realizaban de manera encubierta, normalizando la intervención directa de las plataformas tecnológicas en el debate público y los procesos democráticos.

El apoyo de Peter Thiel, la adhesión carnavalesca de Elon Musk, la timidez cómplice de Bezos desde el Wall Street Journal y el alineamiento posterior del resto de magnates digitales, desde el CEO de Google hasta el siempre discreto Tim Cook, revelan una nueva realidad: los dueños de la complejidad han encontrado por fin la legitimidad que les faltaba en las urnas, prometiendo un retorno al lejano oeste normativo donde las regulaciones se disuelven en el horizonte de la impunidad digital.

El presidente del gobierno en Davos, primero, y en la presentación del Observatorio de Derechos Digitales, promete más regulación sin dar la más mínima pista de cómo vamos a resolver la cuestión de la complejidad. Abrazarse al boletín oficial del estado es el reflejo esperado de un gobierno que ha crecido bajo el paradigma de los sistemas legales nacidos en el siglo XIX, pero solo es fuente de frustración. No puedes regular sin entender. No puedes regular para perjudicar solo a los tuyos y no a los que querías atar en corto.

No hay nada más desactivante que la distopía, y nada más ilusionante que crear utopías que funcionen como faro de acción y esperanza. Hay dos ejemplos recientes que demuestran que no estamos condenados a sufrir a la tecnocasta, que la solución es la transparencia en el código y la descentralización de la infraestructura. En volver a los orígenes fundacionales de Internet. DeepSeek ha demostrado que los resultados técnicos más avanzados son alcanzables con una fracción de la inversión que las grandes corporaciones tecnológicas han estado exigiendo, sugiriendo que sus modelos de negocio podrían estar más fundamentados en la especulación financiera que en la verdadera innovación tecnológica.

El éxodo masivo de usuarios desde Twitter hacia Bluesky demuestra que existen alternativas viables al monopolio de la complejidad cuando se prioriza la transparencia sobre la opacidad y las medidas de antitoxicidad frente a la bronca. En ambos casos, su código está disponible para ser usado y replicado, y sus infraestructuras permiten la descentralización. Cualquiera podría montar un DeepSeek o un Bluesky.

La verdadera emancipación digital no vendrá de la mano de pactos entre el poder político y las corporaciones tecnológicas, sino de una revolución silenciosa que ya está en marcha: la del conocimiento técnico democratizado, la transparencia radical y el control efectivo por parte de los usuarios. DeepSeek y Bluesky no son meras alternativas técnicas; representan las primeras grietas en el muro de la complejidad artificial, demostrando que la supuesta inexpugnabilidad de los sistemas complejos se desmorona cuando la innovación real desplaza a la especulación financiera, cuando la apertura vence a la opacidad, y cuando los usuarios recuperan el control que nunca debieron perder. En esta nueva batalla por la libertad digital, la simplicidad se revela como el arma más poderosa contra la tiranía de la falsa complejidad.

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