Los talibanes tienen que rendir cuentas
La comunidad internacional no puede condonar el ‘apartheid’ de género que han impuesto en Afganistán
Hemos fallado a Afganistán, pero sobre todo a las afganas. La ONU y las diplomacias occidentales han condenado las últimas leyes del régimen talibán que prohíben a las mujeres hablar en público o mostrar sus rostros fuera de casa. Pero tras la vergonzosa retirada de las tropas de Estados Unidos y sus aliados hace tres años, las condenas suenan huecas. Las afganas se sienten abandonadas. Por ellas, hay que exigir que los gobernantes talibanes rindan cuentas.
Después del espejismo de promesas que supusieron las dos décadas de tutela occidental, muchas niñas y jóvenes no dan crédito a lo que les está pasando. Aún con todas las penurias y violencia que sacudía su país, un número creciente de ellas pudo ir a la escuela, y la televisión y las redes sociales les abrieron una ventana al mundo. Quienes ya han superado la treintena tienen la sensación de haber vuelto a la casilla de salida, al quinquenio del primer régimen talibán derribado por EEUU en venganza por haber albergado a los responsables del 11-S.
Muchas activistas ya lo advirtieron cuando Washington empezó a negociar su retirada con la Oficina Política de los Talibán en Doha. Los políticos occidentales prefirieron creer que aquel puñado de barbudos cuyas hijas estudiaban en la capital catarí y cuyas familias se paseaban por sus ostentosos centros comerciales se mostrarían menos intransigentes a su regreso al poder.
Además, a diferencia de la primera vez cuando incluso prohibieron la televisión, ahora se prodigaban en las redes sociales. Algún ingenioso los describió como Talibán 2.0, una versión más moderada del grupo abierta a la coexistencia con otras fuerzas políticas afganas y a la educación de las mujeres. Su toma de Kabul desmintió enseguida esa imagen. El Gobierno que anunciaron, todos hombres y todos pastunes (la etnia mayoritaria en el país), casaba mal con la pluralidad de la sociedad afgana.
Las mujeres llevaron la peor parte. Ya en los primeros días les prohibieron trabajar fuera de casa y estudiar a partir de los doce años. Desde entonces, la lista de restricciones se ha ampliado: no pueden entrar en los parques públicos, acudir al gimnasio o a un salón de belleza. Quieren borrar su presencia en el espacio público. También han reintroducido la lapidación y la flagelación para las adúlteras.
¿Cómo ayudar a las afganas? La comunidad internacional intentó vincular reconocimiento del régimen (y su consiguiente acceso a las reservas de divisas, unos 9.000 millones de dólares depositados en EEUU) a la educación de las niñas y las mujeres. No ha funcionado a pesar del golpe que ha supuesto para el país perder la financiación extranjera (que cubría un 75% del gasto público). Para la ONU y las ONG, el dilema es enorme: 24 de los 45 millones de afganos necesitan asistencia para sobrevivir, pero facilitarla exige aceptar las reglas de los talibanes (no permiten la contratación de mujeres locales, por ejemplo).
Al mismo tiempo, las activistas afganas denuncian que la normalización del trato con los extremistas blanquea al régimen. China, Irán y Rusia ya mantienen relaciones diplomáticas con los talibanes. De Occidente, esperan algo más. “Tienen que rendir cuentas”, piden horrorizadas ante el apartheid de género y las violaciones de derechos humanos. ¿Cómo lograrlo? Soledad Gallego-Díaz ha propuesto en estas páginas llevar a los talibanes ante el Tribunal Penal Internacional. En España, ya hay una recogida de firmas en marcha para que el Gobierno tome la iniciativa. Por algo se empieza.