Los niños que regresan de los márgenes de una crónica
Cinco periodistas de EL PAÍS que han cubierto las historias de menores a los que les fue arrebatada su infancia en diferentes partes del mundo los recuerdan en un acto con suscriptores
Casi siempre, cuando se cierra un texto, queda demasiada historia en los márgenes. Testimonios, relatos, miradas, olores que se almacenan necesariamente en la recámara de quien escribe, por la imperante necesidad de ordenar lo que uno ha visto, ha oído y ha sentido. No siempre la resignación con la que raspa la tierra una niña de 11 años con brazos de alambre y manos de agricultor viejo cabe en unas líneas. Ni la aceptación radical de un adolescente de 14 de que, después de siete días sin galletas y bebiendo solo agua de mar, se ha acabado su vida, que va a morirse. Pero este domingo esos rela...
Casi siempre, cuando se cierra un texto, queda demasiada historia en los márgenes. Testimonios, relatos, miradas, olores que se almacenan necesariamente en la recámara de quien escribe, por la imperante necesidad de ordenar lo que uno ha visto, ha oído y ha sentido. No siempre la resignación con la que raspa la tierra una niña de 11 años con brazos de alambre y manos de agricultor viejo cabe en unas líneas. Ni la aceptación radical de un adolescente de 14 de que, después de siete días sin galletas y bebiendo solo agua de mar, se ha acabado su vida, que va a morirse. Pero este domingo esos relatos que se escapan del texto han resucitado en un acto de EL PAÍS con sus suscriptores en el auditorio del Caixaforum de Madrid. Porque cinco periodistas, que guardaron con mimo sus historias, se han vuelto a convertir en un canal para llevar al público a las minas de oro de Camerún, a un colegio bombardeado a las afueras de Kiev, al mercado turístico de niñas en las calles de Santo Domingo (en República Dominicana), a la tierra de nadie de una niña venezolana refugiada en Perú, al terror de una guerra a través de los ojos y los gritos de los niños de Gaza, al timón de un barco mercante rumbo a Canarias.
Esos lugares, físicos o mentales, que nunca debería pisar un niño, que han atravesado a estos cinco reporteros, se han plantado sobre las tablas de un escenario sobrio, con apenas unas bolsas de basura y algunos juguetes, con los que los protagonistas (ausentes) nunca jugaron. La obra Aquí no se juega: historias de niños y niñas, organizada por EL PAÍS y Unicef España, ha contado con la dirección artística del actor Raúl Fernández de Pablo y la batuta editorial de Mónica Ceberio. “Escucharán los detalles que se quedaron para siempre en la memoria de los periodistas”, ha anunciado la directora de EL PAÍS, Pepa Bueno, al presentar ante un auditorio de unos 200 lectores un acto que supone una segunda entrega a los suscriptores después del éxito de Historias de una guerra, sobre los relatos de siete periodistas del diario que cubrieron el conflicto en Ucrania. Al acto han asistido autoridades como la vicepresidenta segunda del Gobierno en funciones, Yolanda Díaz, y la ministra de Defensa en funciones, Margarita Robles.
Se apagan las luces. El violín y la guitarra, de Teresa Gamaza Acuña y Rigel Garce, marcan los primeros acordes de canciones de cuna de los países de origen de los niños. De fondo, se les escucha a ellos: “No me gusta. Me da mucho frío. Quiero volver a mi Venezuela”. Los que hablarán en su nombre se sientan, poco a poco, sobre las tablas. Lola Hierro, María Martín, Pablo Linde, Óscar Gutiérrez y Virginia López Enano, tan acostumbrados a hacerlo a menudo solos, frente a un ordenador y no ante quienes pasan las páginas del periódico. Y Luis de Vega, presente a través de un vídeo desde Israel.
Uno a uno, sosteniendo unos muñecos de trapo, un libro, un tiovivo, un avión de peluche, una pelota, los reporteros se levantan para contar en forma de monólogo las historias que no siempre pudieron contar como hasta ahora. Miran al frente, como si no estuvieran en el centro de Madrid, sino mucho más lejos. Y hasta esos rincones llega también el público. Una manera empírica de demostrar que el periodismo sigue vivo más allá del texto, del audio o de cualquier vídeo. También se puede tocar y se puede oler.
Porque Amina huele a polvo, a sudor, más del que se merece una niña de su edad: 13 años. Vive con su familia en un pueblo remoto del este de Camerún, Yassa, y se dedica a escarbar la tierra para encontrar unas finísimas trazas de oro de las que sacan como mucho 60 euros al mes para todos. Lola Hierro reconoce, con esa capacidad que permite la distancia, que lo más difícil para ella fue aceptar que no existía un villano, un empresario minero que explotara a tantos como Amina (un millón que trabajan en minas en todo el mundo). Y cuando no existe un malo, “no hay rescate” posible, cuenta. “Su propia realidad es el villano de la historia. Si no trabaja, no come”.
A María Martín le tiembla el mentón. No lo puede evitar. Y una cosa es hacerlo en su casa cuando escribe y otra no poder aguantar las lágrimas ante tanta gente. Pero se resiste, de nuevo, ellas no serán las protagonistas, sino él, Prince, de 14 años. Porque es imposible imaginarse qué puede sentir un niño de esa edad para esconderse como polizón una noche en el timón de un barco que navegará 15 días desde Nigeria hasta Canarias, sin comida, ni agua. Cómo es posible que toda la tripulación del barco supiera que él viajaba ahí y estaba a punto de morir y que nadie hiciera nada para impedirlo. Cómo, ahora que se encuentra milagrosamente sano y salvo en un centro de menores, no sabe nada de su amigo, que pretendía seguir sus pasos.
A Virginia López Enano le removió una frase que la pronunció una niña de 11 años: “Te obligan a irte de un lugar al que siempre quieres volver”. Es Alix, venezolana refugiada en Lima (Perú). Y sus palabras resumen el dolor de tantos adultos en el exilio, de los que se ven obligados a migrar y se convierten de repente en unos parias. Un sentimiento que quiebra la identidad de cualquiera, pero que definirá para siempre el destino de niños como Alix, que no se sentirán nunca de ningún sitio. “Ya no es de allí ni es de acá”, sentencia la reportera.
En las calles de Boca Chica, en Santo Domingo, República Dominicana, la prostitución infantil “no es evidente”, cuenta Pablo Linde. Hay que saber verla entre los susurros de los masajistas, entre el catálogo de fotos de las chicas que les hacen trenzas a los turistas para los que violar a una niña a cambio de dinero supone solo una parada más del viaje. “Clientes que en sus países ni se les ocurriría hacerlo”, cuenta Linde. Gabriela, a los 14 años, fue una de ellas. Años después sentó a sus hijos para contarles a lo que se dedicó durante mucho tiempo: “Nunca fue una salida fácil, un ingreso fácil. Nunca, lo es. Para nada”, les explicó.
“Quizá una de las preguntas más torpes que he hecho como periodista sea la que le planteé a una niña ucraniana el pasado 9 de agosto”, arranca así Óscar Gutiérrez. Le preguntó a Sasha, de 13 años, en una escuela bombardeada al oeste de Kiev, si conservaba amigos de su tierra natal, en Bajmut. Su traductora le dio un codazo: “Ahí no queda nadie”. Sasha está viva y no está herida, al menos, no aparentemente, y se sigue escribiendo cartas con una niña que ahora vive en Rusia y las dos se comparten algo bueno cada día. La fachada del colegio, pintada con estrellas, es un símbolo del arrojo de unos padres y profesores por maquillar los destrozos de la guerra: “La imaginación cubrió para los niños los balazos”.
Poco antes de terminar y de abrir el coloquio con los suscriptores, la directora de EL PAÍS, Pepa Bueno, ha presentado un vídeo del enviado especial Luis de Vega a un infierno actual: “No queríamos dejar de hacer mención a lo que está ocurriendo en estos momentos en Gaza, donde están muriendo niños cada día a causa de la guerra”, ha señalado. De repente, en una pantalla, una niña llora desconsolada porque acaba de perder a su madre. “¿Por qué me ha dejado? No puedo vivir sin ella”, se lamenta a lágrima viva. Unos segundos después, aparece esa misma niña junto a un adulto. Y ya no habla como una niña, la rabia que le sale de las tripas mientras enumera la cantidad de familiares asesinados destroza al hombre que tiene al lado, que se lleva la mano izquierda al ceño, que mientras ella grita, él llora desconsoladamente, como un niño.
Durante un coloquio con el público, en el que ha estado también presente José María Vera, director ejecutivo de Unicef España, ha querido hacer un reconocimiento especial a los periodistas asesinados en la franja de Gaza, además de “la trituradora de derechos humanitarios” que está suponiendo este conflicto para todas las víctimas. “Me ha gustado mucho, pero creo que no hay que olvidar que hay muchos niños también en este país con sufrimientos parecidos”, ha comentado Rosa Velasco, de 67 años, que además de suscriptora es pediatra y estas realidades le han tocado en su trabajo “muy de cerca”.
“Salgo con el corazón encogido”, comenta Rosa Bermejo, de 66 años, suscriptora de EL PAÍS. Para ella, como para muchos de los que han asistido, el acto ha supuesto “una forma diferente de acercarte a una realidad”. “Genial, absolutamente genial”, ha repetido su marido, José Manuel Gutiérrez Ortega, de 65 años, que no se ha perdido casi ninguno de los actos desde que se estrenó el Historias de una guerra. Inés, de 64 años, se va a casa con la imagen en la cabeza de Prince, el niño que llegó a España como polizón en el barco: “No dejo de pensarlo. Cómo es posible que un niño se someta a ese riesgo tan extremo”.