Empiezan a salir a la luz los abusos más ocultos en la Iglesia: cuando el agresor es una monja
Solo en 13 casos de los más de mil conocidos en España la acusada es una mujer: “Es muy difícil reconocerse como víctimas al ser experiencias menos compartidas”
EL PAÍS puso en marcha en 2018 una investigación de la pederastia en la Iglesia española y tiene una base de datos actualizada con todos los casos conocidos. Si conoce algún caso que no haya visto la luz, nos puede escribir a: abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, la dirección es: ...
EL PAÍS puso en marcha en 2018 una investigación de la pederastia en la Iglesia española y tiene una base de datos actualizada con todos los casos conocidos. Si conoce algún caso que no haya visto la luz, nos puede escribir a: abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, la dirección es: abusosamerica@elpais.es.
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“Era un colegio de monjas alcoholizadas, sucias y maltratadoras”. Así describe Edurne (nombre ficticio), de 70 años, el centro en el que estuvo interna entre 1963 y 1969, cuando tenía entre 9 y 15 años. Eran las Teresianas de Pamplona, acoplado entonces en el palacio de Ezpeleta, un edificio del siglo XVIII. “La arquitectura era preciosa, y el colegio en principio de élite, pero el ambiente era horrible y muy frío, durísimo. Inhóspito. Y lo peor eran las monjas. Concretamente una, Francisca. Ella y una religiosa lega [las que sirven a la comunidad en los trabajos caseros] se inflaban a pan con vino, aceite y azúcar a la hora de cenar. Al terminar, Francisca me obligaba a limpiar el lío que habían dejado. Luego me reñía, me insultaba y me mandaba a unas escaleras que llevaban a un sótano. Toda ebria, se sentaba en un escalón, me agarraba de las orejas, se levantaba las faldas y colocaba mi cara en su sexo”, relata. Seis décadas después, Edurne sigue sin poder soportar el olor a alcohol y a grasa.
Su testimonio está incluido en el cuarto informe sobre los abusos de menores en la Iglesia española que ha elaborado EL PAÍS. En total, este diario contabiliza ya 2.104 víctimas y 1.014 acusados. En todos estos casos, las mujeres representan una mínima parte de los investigados: son 13 (12 religiosas y una seglar), es decir, un 1,1% del total de personas acusadas. “Según las cifras de los estudios sobre abusos sexuales en contextos institucionales, religiosos o no, que se manejan a nivel internacional, el porcentaje de victimarios varones es muy superior al de victimarias mujeres, pero la pregunta es siempre la misma: ¿cuánta victimización oculta hay?”, reflexiona Teresa Compte, presidenta de la asociación Betania de asistencia a víctimas de abuso sexual en contexto religioso.
“La perspectiva siempre ha sido que esta es una cuestión fundamentalmente masculina, de víctimas y victimarios varones. Pero ¿cuánta victimización oculta hay en niñas y adolescentes, y en adultos, tanto hombres como mujeres? Son cuestiones abiertas que merecen una investigación intensa”, continúa la experta. Entre mujeres, señala, “hay más tabú”. “Si has sufrido un abuso sexual por parte de una religiosa, es muy difícil reconocerse como víctima de tal cosa, porque al ser casos menos conocidos y experiencias menos compartidas, no puedes reconocerte en las experiencias de otras mujeres”. Así, es muy complicado que estos abusos por parte de monjas salgan a la luz. Por ejemplo, la primera sentencia fue en 2018, de un caso en torno a 2013 en un convento de Valencia, y el primer caso desvelado en prensa fue en 2019, en Pamplona, ciudad donde han ocurrido la mitad de los casos que se conocen, cinco en las Ursulinas y uno en las Teresianas.
Los abusos que denuncia Edurne, acompañados de manoseos constantes, se produjeron durante varios cursos. Y un día, cuando tenía 10 años, explica que fueron a más. “Se le ocurrió intentar penetrarme con una botella de Calcio 20, de envase pequeño y morro muy alargado. En las escaleras yo no decía nada, pero ahí me revolví, porque me dolía, me hacía daño. Y porque no entendía nada”, comparte. La agarraba tan fuerte de las orejas, recuerda, clavándole las uñas en la cabeza, que le salió un eccema. “Me sangraba la piel, me picaba. Las religiosas me diagnosticaron sarna. Me echaban sal directamente y no me dejaban salir a la calle. Luego, un médico me diagnosticó dermatitis atópica a raíz de un contacto extraño. El contacto extraño era lo que me hacía la monja”, afirma Edurne.
¿Cuánta victimización oculta hay en niñas y adolescentes, y en adultos, tanto hombres como mujeres? Son cuestiones abiertas que merecen una investigación intensa”Teresa Compte, presidenta de la asociación Betania
A partir de entonces, dice, la hermana dejó de abusar de ella. Pero los abusos físicos no pararon. “Era la violencia por la violencia”, define. “En una ocasión, me dejó toda una noche de enero en una galería exterior, pasando muchísimo frío. Heló y todo. Otra vez, me desnudó en el portón que daba a la calle y me dejó medio desnuda delante de la gente que pasaba. Cuando me permitió entrar, ella y otra monja me dieron una paliza monumental”. Es la primera vez que Edurne cuenta lo que sufrió en aquel lugar. Alguna vez ha preguntado a sus excompañeras, y le han dicho que sí, que recuerdan los abusos sexuales y físicos. “Pero les quitan importancia”. Una de ellas, cuenta, le respondió: “Chica, sí, nos metían los dedos. Pero era lo normal, ¿no? Tampoco es para tanto”.
Un exjesuita, luego profesor universitario, José Rafael Rodríguez de Rivera, aporta un testimonio muy insólito: el de un cura que confesaba a otros sacerdotes y religiosas. Recuerda un caso que le impresionó, al confesar a las monjas de un colegio femenino con internado en Granada, un convento en el centro de la ciudad, considerado uno de los más exclusivos, del que no recuerda el nombre. Fue en 1964. “Daba ejercicios espirituales a las monjas y una, que no fue la única, se acusó de abusar de algunas alumnas. Y era la superiora. Se arrepentía de que así era infiel a su divino esposo Jesús, y me señaló un grueso cirio encendido junto al sagrario, que usaba para penetrarlas. Le dije que eso debía de ser muy doloroso para una niña y su respuesta fue: ‘¿Pero a usted, padre, le importa más el dolor humano que el sacrilegio de mi infidelidad al hijo de Dios?’. Y me pidió que le pusiera penitencia. Entonces le dije que fuera a un psiquiatra, pues ese abuso compulsivo de menores solo podía estar causado, no por el demonio, sino por una patología psíquica. Y me volvió a decir: ‘Usted no es un padre digno de la Iglesia, solo ve lo natural, y lo que vale es lo sobrenatural’. Y se marchó sin absolución”.
No acabó ahí. A la hora de comer, relata, le llamó su superior y le dijo muy sorprendido que el obispo le había suspendido en la diócesis, denunciado por la superiora del internado. Tuvo que interrumpir los ejercicios e irse. “Luego mi superior me preguntó si podía darle alguna explicación, pero le respondí que era secreto de confesión. Entonces me preguntó qué convento era. Se lo dije y se le escapó una sonrisa. Entonces carraspeó y me dijo que me tomara libre el resto de los meses que me quedaban allí. Los pasé haciendo excursiones a Sierra Nevada. No fue el único caso de abusos de menores que tuve que tratar en el confesionario. Diría que había más abuso en los colegios femeninos que en los de chicos”.
“Su hábito me rodeó como una tienda negra”
Otra víctima, que pide permanecer en el anonimato, cuenta una historia parecida a la de Edurne, pero en el internado del colegio de las Jesuitinas en Segovia, a finales de los años cincuenta: “Tenía entre cinco y siete años cuando una monja, no sé con qué excusa, me llevó a su cuarto, que estaba en un extremo del dormitorio. Mientras me acariciaba la cabeza, me tumbó boca arriba. Se alzó el hábito negro, sin bragas, me puso su sexo en la cara y su hábito me rodeó como una tienda negra. Yo no veía nada”. Como Edurne, solo se acuerda del nombre de la monja, Inmaculada. Y del olor. Pero ella sí que lo contó. “Cuando se lo dije, mi madre me dio un bofetón que me robó la memoria, luego supongo que habló con alguien, porque lo siguiente que supe es que a la monja la retiraron de la enseñanza. La pusieron en administración. Me sentí culpable, avergonzada y tenía miedo de encontrármela. Un día me la encontré, me zarandeó y me dijo que por qué lo había contado”.
Este caso figuraba en el primer informe sobre pederastia de EL PAÍS, de diciembre de 2021, y la congregación de las Hijas de Jesús pidió a este diario contactar con la víctima. Aseguraban que era “una sorpresa”: “Nunca hemos recibido ninguna noticia de hechos semejantes en nuestra institución”, decían. “A nosotras nos repugna cualquier abuso y hemos abierto ya una investigación para poder reparar el daño causado a quien sea”, explicó una responsable. La víctima accedió a una reunión, en la que le querían pedir perdón. Pero les dijo que no era suficiente. “Lo que me ayudaría sería escuchar a otras afectadas y ver cómo les ha condicionado la vida”, explicó. Les pidió que la Iglesia hiciera pública “una ventana, un lugar, aunque sea virtual, neutro, donde poder expresar todo lo vivido porque los psicólogos cuestan dinero”. No le ofrecieron ninguna compensación económica.
Por su parte, Maria Àngels Rodríguez acusa de abusos sexuales a Alejandra Torroba, que fue su profesora de bachillerato en el Colegio Escolàpies de Igualada, en Barcelona. Cuando ella tenía entre 10 y 14 años, a mediados de los sesenta. “Me llamaba muy a menudo. Al acabar la clase, a mediodía, o por la tarde, decía: ‘Te esperas’. Y luego, cuando se iban todas, decía: ‘Vamos a probar collares’. Me encerraba al final de la clase en el cuarto del retrete, que era un cuarto estrecho y largo, a los lados las batas verdes colgadas. Tengo la imagen clavada. Me hacía sacar la ropa y me probaba collares. Eran de colores y me decía que ella los hacía y los enviaba a África. Yo tenía ya entonces mucho pecho y me tocaba, me probaba los collares y me iba tocando. Yo no entendía nada”. Duró cuatro años, dice Rodríguez. No se lo contó a nadie, pensó que sus padres no la iban a creer. “No quiero recordarlo, porque me pongo a llorar”, afirma. También contactó con la orden del colegio. Explica que las escolapias fueron muy amables, pero que hicieron “poco”. La llamó la madre superiora por si deseaba verla, pero ella no quiso, y en ningún momento le hablaron de indemnización de ningún tipo. Este caso está incluido en el segundo informe sobre la pederastia elaborado por este periódico.
Dos casos en los que la víctima fue un niño: “Se sentó encima de mí y se restregaba contra mi pene”
No todas las víctimas de religiosas son mujeres. Entre las registradas por este periódico hay dos hombres. Fernando García cuenta que sufrió abusos sexuales por parte de la madre Victoriana (o Vitoriana, no lo recuerda con exactitud) en el colegio Nuestra Señora del Pilar de Bilbao, dirigido por las Religiosas Franciscanas del Espíritu Santo, conocidas como Franciscanas de Montpellier. Sucedió entre 1963 y 1964, cuando él tenía entre seis y ocho años. “Aunque han transcurrido más de seis décadas de los hechos y, afortunadamente, no me supusieron ningún trauma, sí es verdad que es algo que queda perenne en tu memoria”, reconoce. Su testimonio forma parte del cuarto informe elaborado por EL PAÍS.
“Un día, a la hora del recreo, esta monja me retuvo en clase y me llevó a un cuartito que había a la entrada de la escuela, donde se guardaba material escolar. Era un cuarto muy estrecho, con la escalera encima y el techo inclinado. Allí me bajó los pantalones, me tumbó boca arriba, se subió los faldones, se sentó encima de mí y empezó a restregarse contra mi pene. Fuerte, fuerte. Duró unos minutos, y cuando terminó me dijo que eso no se lo podía decir a nadie. Recuerdo salir al recreo con un dolor de testículos que me duró toda la mañana, y estar en una esquina del patio, a ver si me pasaba el dolor”, relata. En aquel momento, no se lo contó a nadie, “era un secreto y te metían mucho miedo con ir al infierno y esas cosas”.
El segundo caso es el de Ángel, nombre ficticio de quien fue un niño abandonado en el Hospicio Provincial de Valladolid, donde vivió de 1968 a 1985, cuando cumplió 18 años. Estaba en un palacio ruinoso, que ahora es una biblioteca pública. En democracia le cambiaron el nombre por Don Juan de Austria. Lo gestionaba la Diputación de Valladolid, pero lo llevaban las monjas de las Hijas de la Caridad. La historia de Ángel está incluida en el cuarto informe de EL PAÍS, para que lo investigue esta orden y la diócesis de Valladolid. La víctima describe aquel lugar, por el que pasaron miles de niños, como una casa de los horrores, con abusos físicos, psicológicos y sexuales de todo tipo, empezando por otros alumnos y luego, dos sacerdotes.
También acusa a una de las monjas. “Eran muy violentas. Con ocho años me hice pis en la cama, era diciembre, hacía mucho frío y una monja me llevó a la piscina, que estaba medio helada, y me metió cabeza abajo en el agua. Me sacaba y me metía, mientras me decía si pensaba hacerlo más veces. También te dejaban toda la noche en la terraza, desnudo, en invierno, como castigo”, relata. Acusa de abusos a una monja que cree recordar que se llamaba María Jesús y provenía del País Vasco. “Un día me mandó a la ducha y luego me hizo salir desnudo, empezó a tocarme y a la vez empezó a darme tortazos. Esto pasó dos o tres veces, por lo menos, entre 1977 y 1981, cuando yo tenía entre 11 y 14 años”, rememora, y describe una imagen que no consigue quitarse de la cabeza: “Un sábado, abrí una puerta y estaba ella de rodillas con un chaval pequeñín, como de siete años, haciéndole algo. El niño se giró y me miró muy asustado. Nunca olvidaré su cara”.