Alejandro Palomas: “Ha muerto el hombre que me mató”

El escritor habla del religioso y profesor Jesús Linares, denunciado por abusos a alumnos de la Salle, que ha fallecido a los 90 años en la residencia de Cambrils (Tarragona) donde vivía

Alejandro Palomas, en febrero de 2022 en Barcelona.MASSIMILIANO MINOCRI

Ha muerto el hombre que me mató. Bastan siete palabras —siete, ese número mágico que no siempre lo es— para contarlo. Se llamaba Jesús, como el Cristo, cuya obra y herencia él veneraba sin descanso y a todo pulmón, salvo cuando, como hizo conmigo, abusaba de los niños que poblaban el colegio. Abuso, agresión... Violación. Él pescaba en aguas propias y a mí me tocó la peor parte: ...

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Ha muerto el hombre que me mató. Bastan siete palabras —siete, ese número mágico que no siempre lo es— para contarlo. Se llamaba Jesús, como el Cristo, cuya obra y herencia él veneraba sin descanso y a todo pulmón, salvo cuando, como hizo conmigo, abusaba de los niños que poblaban el colegio. Abuso, agresión... Violación. Él pescaba en aguas propias y a mí me tocó la peor parte: viví la serie de horrores al completo. “Un hombre Dios”, así se anunciaba el Hermano Jesús, y su entorno —que éramos todos— asentía y aplaudía, como lo hacen los vecinos que comparten rellano con esos hombres educados y afables que, al traspasar el umbral de su casa, crucifican a su pareja, usándola como un saco de boxeo en el que descargan sin remordimientos rabia y amargura.

A sus noventa años, se ha ido el hombre y ha quedado el niño que ahora escribe, aparcado en la acera de su propia infancia como uno de esos perros que los desalmados dejan atados a un poste en la carretera, temblando a la vista de todos, falto de comida y agua y esperando que algún coche pare y que quien se acerque no lo haga para rematarlo. Mi vida ha sido esa tensa espera en el arcén, demasiado asustado para confiar en quien se detenía a ayudarme, demasiado sediento de cariño para no conformarme con una caricia mal dada, migajas de algún amor que nadie más quería pero que a mí me bastaban para seguir confiando en que la vida no dolería siempre.

Ellos mueren. Quedamos los niños.

Yo no soy más que uno entre miles y hoy, con estas mil palabras, tengo el privilegio y la responsabilidad de ser su voz. Para todos nosotros, para los de la infancia quebrada, van estas líneas con las que cuento lo que tanto cuesta oír ahí fuera a los que mandan y a los que juzgan, a los que condenan y a los que perdonan, a los que se niegan a ver y a los que se empeñan en no oír. Hombres y mujeres de este país nuestro, miradnos. Si prestáis atención, alcanzaréis a ver en cada poste, en cada señal de tráfico y en cada cruce de nuestras carreteras el alma de un niño o de una niña con los que compartisteis juegos e infancia, atada todavía con una cuerda a su pena, los pulmones encogidos por la vergüenza, las uñas rotas de querer arrancarnos ese olor horrible con el que un hombre nos asfixió la niñez. Miradnos bien, podríamos haber sido vuestros hermanos, vuestras esposas, vuestros hijos… Y recordad que no por no mirarnos vamos a dejar de estar. Somos memoria histórica viva, el registro de lo que nadie quiso o se atrevió a impedir. Nuestras cabezas están lúcidas y recuerdan nombres, fechas, lugares, imágenes, violencia, el horror… Tenemos el recuerdo grabado en la piel y nos reconocemos entre la gente sin esfuerzo, siempre a la espera de que ocurra algo que cambie algo, imaginando un país que sepa abrazarnos y darnos ese calor que todavía nos falta.

A algunos, como a mí, nos ha salvado la imaginación. Otros no han tenido tanta suerte y se han quedado por el camino. No pudieron más. Se sentaron a descansar y ya no se levantaron, porque vivir así —callando durante años lo que el abuelo, el tío, el vecino o el propio padre hizo con él o con ella— no era vivir, no era familia y, para lo demás, estaban demasiado solos. Eligieron irse porque borrar no se puede.

Quienes lavan su conciencia dicen que “son las víctimas las que tienen miedo a hablar”, proyectando así la culpa sobre el más frágil.

No es cierto. La gran muralla no es el miedo de las víctimas a hablar, sino el miedo de quienes no han querido ni quieren escuchar, porque prefieren no saber.

Éramos niños. Lo éramos entonces y lo son ahora quienes siguen expuestos a lo que yo viví. Al niño que fui lo mató un hombre que ha muerto en su cama, libre, en paz y perdonado por su iglesia, la misma que encubrió sus actos hasta el final. Yo no puedo ya resucitar a ese niño, pero sí puedo evitar que el horror se prolongue y siga enquistado entre nuestros tejidos más íntimos, porque si no lo hago ahora me estaré traicionando a mí y a quienes necesitan la luz que yo no alcancé a ver. Uno de cada cinco niños y niñas —hablo de hoy, de 2022— es víctima de abusos sexuales a manos de un adulto. Tememos oír que los niños y las niñas son las balas de una ruleta rusa que pueden impactar en cualquier hogar de nuestros pueblos y ciudades. Le puede tocar a cualquiera. Y toca. Uno de cada cinco. Las noticias son diarias y no son más que la punta del iceberg, cuya base es el silencio y la falta de una voluntad política real para sanar esa gran herida social que siempre se arrincona porque es tan crónica que nunca es actualidad.

Ese es el error.

La salud y el bienestar emocional de nuestros niños debería ser actualidad a diario, todas las horas, todos los minutos, todos los segundos. Si como sociedad no somos capaces de velar por las personas del mañana, el futuro seguirá sembrado de pequeños cuya infancia dejamos morir en manos de desalmados como el que acaba de dejarnos.

No podemos seguir tratándonos tan mal.

Este, nuestro país, pide a gritos que dejemos de pisotearle el alma.

El escritor Alejandro Palomas, en enero de 2022. Foto: Massimiliano Minocri

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