El Supremo rebaja la pena a un hombre condenado por matar a su pareja al “no acreditarse” que sus hijas sufrieron
Los jueces reducen la condena de 37 a 29 años de cárcel al considerar que no ha quedado claro que la perturbación psíquica de las niñas, de 2 y 4 años, se debiese “a la agresión mortal o al hecho de encontrarse abandonadas”
Ocho años. Eso es lo que el Tribunal Supremo ha rebajado la condena de Bara Ndiaye por matar a su pareja, Maguette Mbeugou. De 37 a 29 años. El 25 de septiembre de 2018, en un piso de la calle de Ollerías de Bilbao, Ndiaye fue hasta la habitación donde Mbeugou dormía con sus hijas, de 2 y 4 años, y la atacó. Aunque ella se despertó y opuso resistencia, relata la sentencia, resultó “inútil” dada la “violenc...
Ocho años. Eso es lo que el Tribunal Supremo ha rebajado la condena de Bara Ndiaye por matar a su pareja, Maguette Mbeugou. De 37 a 29 años. El 25 de septiembre de 2018, en un piso de la calle de Ollerías de Bilbao, Ndiaye fue hasta la habitación donde Mbeugou dormía con sus hijas, de 2 y 4 años, y la atacó. Aunque ella se despertó y opuso resistencia, relata la sentencia, resultó “inútil” dada la “violencia” desplegada y su “superioridad física”. Le dio al menos 83 cuchilladas en la cara y el tórax —según dijo el perito forense en el juicio, “con el fin de aumentar su dolor físico”—, después la degolló, delante de las niñas, salió de la casa y las dejó allí. Estuvieron solas con el cadáver de su madre durante más de siete horas.
El motivo de la disminución de la pena es que el alto tribunal le ha retirado el delito de lesiones psíquicas hacia las menores. Considera que no ha quedado suficientemente acreditado que la perturbación psíquica que ambas sufrieron se debiese “a la percepción de los sonidos procedentes de la agresión mortal o al hecho de encontrarse abandonadas” y solas en el domicilio.
Octavio Salazar, jurista experto en género, afirma que “una vez más, los jueces se apoyan en una interpretación formalista del derecho y de las reglas procesales, no teniendo en cuenta la perspectiva de género ni la consideración de las menores de edad como víctimas de violencia de género”, según el Convenio de Estambul, ratificado por España en 2014 y, por tanto, norma de obligado cumplimiento para la ciudadanía y los poderes públicos.
Tampoco cree que se haya hecho “la valoración” de las circunstancias concretas de este caso: “En las que entiendo que queda más que acreditado el daño psicológico sufrido por las menores”. Y asegura que “cuando están en juego derechos fundamentales, en este caso, la integridad física y mental de las menores (artículo 15 de la Constitución), entiendo que debe primar el principio de interés superior del menor y hacer una lectura de los hechos, y del contexto de los hechos, para valorar las consecuencias”.
Algunas de esas consecuencias fueron que, tras el crimen, el reconocimiento médico de las dos niñas reflejaba afecciones psicológicas, emocionales, cognitivas y conductuales, e incluso mutismo en una de ellas, con un pronóstico “incierto” o “malo”. Cuando se dictó la sentencia de la Audiencia de Bizkaia —confirmada después por el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco—, en diciembre de 2021, seguían recibiendo terapia, tres años después de los hechos.
Ndiaye recurrió ese último, el delito de lesiones psíquicas. Y la Sala de lo Penal estimó ese recurso. El Supremo entiende ahora que “la ausencia de otros datos más concluyentes conduce a admitir” que estos daños “bien pudieron tener su origen en el abandono sufrido” y, en ese caso, esas lesiones quedarían consumidas en los delitos de abandono de menores por los que también fue condenado el agresor “como un efecto de la conducta delictiva”. Esto impide, dicen los jueces, “una condena autónoma por delitos de lesiones”.
El Supremo también señala que la sentencia no declaró probado que “se prescribiera un tratamiento determinado por parte de un médico, recogiéndose exclusivamente que las menores recibieron terapia”, de modo que falta “uno de los requisitos exigidos” para condenarle por ese delito. Aquí, Salazar apunta a una “barbaridad interpretativa”. “Si no se prescribe un tratamiento, pero se ha recibido terapia, ¿no queda probado? Cualquier menor que es testigo de la violencia machista sobre su madre queda dañado psicológicamente de por vida, no creo que haga falta tratamiento médico que avale eso y cualquier juez con una mínima formación y sensibilidad desde la perspectiva de género lo sabe”.
La sentencia, cuyos hechos probados no rebate el Supremo, sí le condena por asesinato con la agravante de parentesco y género, abandono de menores y maltrato habitual. Se le impuso la privación de la patria potestad respecto a sus hijas y la prohibición de acercarse a menos de 500 metros de sus domicilios o cualquier lugar que frecuenten, o comunicarse con ellas en 35 años. La resolución también fijó las indemnizaciones al hermano de la víctima y a las dos hijas de la pareja. En el primero de los casos, 110.000 euros, mientras que a las dos niñas se les deberá abonar 392.000 euros y 390.000 euros.
Pero la historia de cómo Ndiaye, de origen senegalés, asesinó a su mujer, de 25 años y también senegalesa, empieza antes. En diciembre de 2017. Entonces, la joven presentó una denuncia contra su marido ante la Policía Municipal de Bilbao y solicitó una orden de protección en el juzgado. Fue denegada al día siguiente de acuerdo con lo solicitado por el fiscal. Días después, el juzgado absolvió a Ndiaye del delito de amenazas continuadas en el ámbito familiar. Un fallo que, en su momento, reconoció la propia justicia vasca.
“Esto es un fracaso de la justicia con mayúsculas. Mbeugou había solicitado la tutela de la justicia y no la obtuvo”. Esas palabras, inusuales en altas instancias judiciales, fueron del presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, Juan Luis Ibarra, que pidió perdón a la familia de Maguette Mbeugou, y a la sociedad en general, por la deficiente valoración del riesgo que se hizo desde las distintas áreas del juzgado.
En aquel momento, juristas, abogados y expertos estuvieron de acuerdo en que el sistema no estaba funcionando. Las cuestiones claves, el dónde y el porqué, tuvieron respuestas múltiples que fueron desde los aspectos técnicos hasta los sociales: falta de recursos humanos y materiales, sobrecarga de trabajo, ausencia de perspectiva de género y poca coordinación entre los agentes que intervienen desde las distintas áreas, entre otras.
Salazar, el jurista, explicó en aquel momento que las herramientas existían, existen, pero no siempre se usan. Y apuntó hacia el primer error, “técnico”, que reside en los mecanismos de detección del riesgo en situaciones de violencia de género. Ahora, explica que son “justo” casos como este para los que se reclama la perspectiva de género: “Que implica tener presente el contexto de relaciones de poder, los sujetos que se hallan en posición de vulnerabilidad, la debida contextualización de los hechos en el marco de esas relaciones y la aplicación de las disposiciones vigentes en la materia, también en lo previsto en los Tratados internacionales”.
Desde que Ndiaye asesinó a Mbeugou han pasado cuatro años y ha habido algunos avances sobre el papel que ahora han de ponerse en práctica para ser efectivos. Entre ellos, y uno de los últimos, de este pasado lunes, la actualización de la Guía de buenas prácticas para la toma de declaración de víctimas de violencia de género del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del Consejo General del Poder Judicial para evitar “la revictimización secundaria”, entendida como “las consecuencias psicológicas, sociales, jurídicas y económicas negativas que dejan las relaciones de la víctima con el sistema jurídico penal” por el “choque frustrante” entre sus legítimas expectativas y la realidad.
Esta revictimización, dice el Observatorio, “deja a las víctimas ‘desoladas e inseguras’ y genera en ellas una pérdida de confianza en las instituciones y en la capacidad de éstas de dar una respuesta a su situación”.