Un taller virtual para romper el aislamiento de las cuidadoras: “Veo la calle a través de los vídeos”

Un proyecto artístico trata de acabar con la invisibilidad de quienes atienden en casa a familiares con gran dependencia

De izquierda a derecha, Marta Fernández Calvo, Pilar Lozano, Verónica Carro y Daniela Ruiz Moreno, este verano en Madrid.Jaime Villanueva

De siete de la mañana a siete de la tarde van 12 horas en las que Eva Gallardo no ha parado. “Recién me siento, es increíble”, dice por teléfono esta argentina de 72 años, afincada en Madrid desde hace dos décadas. Su tarea, como cada día, ha sido cuidar de su madre, que tiene 91 y vive con ella y su familia. “Siempre estoy con ella, siempre”. Le satisface verla bien, pensar en lo atendida que está, aunque ella se canse, sufra dolores y ni se acuerde de lo que era salir tranquilamente a tomar un café o “hacer un mandado”. Verónica Carro, también argentina emigrada a España, conoce esa misma se...

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De siete de la mañana a siete de la tarde van 12 horas en las que Eva Gallardo no ha parado. “Recién me siento, es increíble”, dice por teléfono esta argentina de 72 años, afincada en Madrid desde hace dos décadas. Su tarea, como cada día, ha sido cuidar de su madre, que tiene 91 y vive con ella y su familia. “Siempre estoy con ella, siempre”. Le satisface verla bien, pensar en lo atendida que está, aunque ella se canse, sufra dolores y ni se acuerde de lo que era salir tranquilamente a tomar un café o “hacer un mandado”. Verónica Carro, también argentina emigrada a España, conoce esa misma sensación. Durante casi dos años cuidó a su madre, hasta que hace unos meses falleció. “La tarea es enorme. Sientes mucho miedo. La persona es tan vulnerable…”. Eva y Verónica no se conocían hasta que un proyecto artístico las conectó.

“Cuidadorxs invisibles” se llama el taller en el que coincidieron, dirigido a cuidadores no profesionales de personas con gran dependencia. En ese camino, el de cuidar, es fácil que las necesidades propias se desdibujen, acostumbradas como están a acabar en el último lugar de la lista. Y centrarse tanto en el cuerpo del otro que el propio se olvide. Marta Fernández Calvo, artista visual de 44 años y autora del proyecto, lo ha vivido de cerca: su padre cuidó a su madre, enferma durante 40 años de esclerosis múltiple. “El taller es virtual porque difícilmente pueden dejar el espacio del hogar”, apunta.

Los grupos son pequeños, para generar intimidad y crear vínculo, explica Daniela Ruiz (31 años), coordinadora del taller. El grupo de WhatsApp de cada edición es el cordón que une a los participantes. Entre 2021 y 2022 ya son 16, la gran mayoría mujeres. El proyecto es una vía de escape, una forma de conectar con las cuidadoras a través de actividades artísticas que se reparten a lo largo de cuatro meses, en distintos microtalleres, que imparten Paz Martín (arquitectura), María Jerez (artes escénicas) y Su Garrido Pombo (voz). “No hay iniciativas como esta en la que el cuidado se afronta desde el espacio de la imaginación”, afirma Daniela. Con todo el material se crea un archivo sonoro, con piezas elaboradas por el artista Javier Aquilué. Este sábado se publicó el de la segunda edición.

El apoyo a las cuidadoras está poco desarrollado y hay grandes diferencias territoriales. En España, más de 1,8 millones de personas mayores de cinco años tienen como cuidador principal a un familiar, según una reciente encuesta del INE. Entre las prestaciones a las que se pueden optar a través de la ley de dependencia está la destinada a los cuidados en el entorno familiar, que el año pasado fue de 236,49 euros al mes, de media, según la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales. Medio millón de personas la perciben. Pero más allá de eso, los expertos reclaman más servicios, además de formación y apoyo psicológico. Quienes cuidan también necesitan ser cuidados.

Eva convive con su madre desde hace 30 años. Rosita, como le gusta que la llamen, tiene esquizofrenia y vivió durante décadas en un psiquiátrico. Creció pensando que había muerto, hasta que descubrió la verdad. “Le habían hecho una lobotomía”, afirma Eva. Así que ya adulta fue a buscar a su madre y se la llevó a casa. Con los años, cada vez es más dependiente. “Tiene incontinencia, problemas de corazón, de tensión, perdió un ojo tras tener un glaucoma, camina mal, muy lentamente y nunca sale sola a la calle porque se pierde, no sabe”, enumera. Reciben el servicio de ayuda a domicilio, pero el gran peso de los cuidados recae sobre Eva, que en 2019 tuvo un accidente mientras la atendía y se rompió los dos brazos. “Sola no la puedo sacar [a la calle], tengo que hacerlo con mi marido, que tiene dos trabajos. Veo la calle a través de los vídeos”.

Así las cosas, el año pasado entró en el taller. La primera edición la financió la Fundación La Caixa y la segunda la Fundación Once, en colaboración con La Casa Encendida, ambas en Madrid. Hay actividades semanales, se realizan siempre desde las propias casas y no son muy largas. El tiempo escasea para las cuidadoras, por ello no hay una hora fija para realizar las tareas, cada una elige el momento que mejor le venga. Luego van mostrando resultados y el grupo de WhatsApp es un recurso al que acudir para compartir experiencias, preocupaciones y, por qué no, también alegrías.

Para Eva, una de esas alegrías fue cantar junto a su madre en el taller de voz. Rosita recordó mejor que ella la letra de Caminito, el tango de Gardel.

Marta Fernández Calvo, artista visual y autora del proyecto Cuidadorxs Invisibles, en una imagen promocional del taller.

También había un taller de artes escénicas, y otro de arquitectura. En el primero, Verónica, que tiene 59 años, cubierta completamente por telas y sin poder asomar a la superficie, tomó “más consciencia” de las necesidades del cuerpo de su madre, a la hora de acomodarla en la cama, por ejemplo. La mujer había sufrido dos ictus y, además de problemas de movilidad, tenía deterioro cognitivo.

Verónica recuerda su experiencia sentada en una cafetería de Madrid, una calurosa mañana. A su lado está Pilar Lozano, de 74 años. Coincidieron en el curso y aseguran que desde entonces, en cierta forma, se rompió ese aislamiento que sentían y se forjó una pequeña red. Gente que pasaba por lo mismo que ellas contaba cosas muy parecidas a las que experimentaban.

Cada mañana se dan los buenos días, cuando Pilar le envía un mensaje. Esta madrileña, con sus gafas rosas y sus ojos pintados, enviudó en la primera ola de la pandemia. Su marido y ella se contagiaron, los dos fueron hospitalizados. Él no lo superó. “Lo cogí muy leve”, dice restando importancia a un ingreso de 10 días. Ya no volvió a verlo. Pilar, que cuidó a su tía y se quedó sin marido, dice que aquellas sesiones del taller eran una manera de quitar los problemas. “No se te olvida, porque eso no se te olvida nunca en la vida”, matiza. Pero le dieron un respiro.

Verónica coincide. “Cuando te pasaba algo, el primer sitio al que escribías era al grupo de Whatsapp”, recuerda la argentina. Pasó de la tensión a sentir “cierta liberación”. Aunque no desapareciera la sensación de estar siempre alerta. Ella cuidó a su madre desde el 6 de marzo de 2020, cuando la llamó por teléfono desde la residencia en la que vivía. Quería que la recogiera y eso hizo, apenas unos días antes del primer estado de alarma. Para ella, lo peor eran las comidas. Su madre, que murió con 88 años, tenía disfagia, dificultad para tragar, por lo que tenía que echar espesante. “Cocinar para mí era una carga, me agobiaba porque quería que comiera bien, las cantidades adecuadas, y que supiera que era mi comida”, dice esta mujer de pelo rizado y canoso. Al año siguiente se apuntó al taller. “A partir de ahí, le fui encontrando una cosa distinta”.

La primera actividad en la que participó fue la de presentarse, debían hacerlo cocinando una receta que fuera importante para la persona a la que cuidaban. Verónica eligió la sopa de ajo que tantas veces había preparado su madre. Así empezó una andadura que la llevó a conectar con el cuidado de otra forma. Dice que las actividades no tenían nada que ver con otros cursos para cuidadoras, muy útiles porque le aportaban conocimientos prácticos, como jurídicos o sanitarios. A través de este taller, por ejemplo, pudo encontrar en su casa un sitio en el que se sentía cómoda. Hasta ese momento, ensimismada como estaba entre tantas obligaciones, no había caído. Un rincón en el sofá. “Fue una maravilla”.

Una participante en el taller de este año, que prefiere no dar su nombre, explica que se ven tantas realidades, tan distintas pero a la vez tan parecidas, que muestran que hay diferentes formas de cuidar y de ser cuidado. Como ella, por ejemplo, hay quienes atienden a familiares que no quieren que nadie les asista. “Ves que hay personas que también se frustran, que aportan sus experiencias, que valen más de lo que crees”, dice. “No te sientes un bicho raro”.

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