La historia de Mika C., de un centro de menores hasta la universidad: “Creces sin referentes”
Con 16 años, la joven pasó a ser tutelada por la Comunidad de Madrid. Dice que su tránsito a la edad adulta está plagado de golpes de suerte, aunque le ha pesado no tener un hogar: “A los 18 te das cuenta de que estás sola”
Cuando Mika C. salió de su casa, solo llevaba el móvil, cien euros que tenía ahorrados, unos bollos y los apuntes de Filosofía. Una fuerte discusión con su madre, que llegó a las manos, la empujó a marcharse con su novio en aquel entonces. Tenía 16 años. Su madre la denunció y, cuando estaba en el instituto, la policía fue a buscarla. “Pasé la noche en el calabozo”. De ahí, a un centro de menores. “No sabía siquiera lo que era aquello”, explica. Está convencida de que ese tiempo que pasó “por la resi”, como llama a la residencia para niños tutelados por la Comunidad de Madrid en la que vivió, ...
Cuando Mika C. salió de su casa, solo llevaba el móvil, cien euros que tenía ahorrados, unos bollos y los apuntes de Filosofía. Una fuerte discusión con su madre, que llegó a las manos, la empujó a marcharse con su novio en aquel entonces. Tenía 16 años. Su madre la denunció y, cuando estaba en el instituto, la policía fue a buscarla. “Pasé la noche en el calabozo”. De ahí, a un centro de menores. “No sabía siquiera lo que era aquello”, explica. Está convencida de que ese tiempo que pasó “por la resi”, como llama a la residencia para niños tutelados por la Comunidad de Madrid en la que vivió, la convirtió en quien es hoy: una mujer de 21 años que este curso ha sacado tres matrículas de honor en tercero de Periodismo, trabaja en una tienda de tatuajes, asiste a un curso de cine y quiere comerse el mundo. Pero llegar hasta aquí no ha sido fácil. “Creces sin referentes, sin tener a nadie a quien querer parecerte”, explica, “sin un hogar al que volver”. Lo que tiene se lo ha ganado por su cuenta, a pulso.
A Mika no le gusta su apellido, por eso prefiere no darlo. Vive en España desde que tenía dos años, cuando sus padres vinieron para que ella se operara del corazón. “Nunca he vuelto a Filipinas”, afirma sentada en una terraza en Madrid. Es una chica menuda y sonriente, las puntas de su cabello oscuro están teñidas de rubio, lleva dilataciones en las orejas, piercings en la nariz y varios tatuajes que cuentan su historia. En la barbilla luce un pequeño corazón que también tienen sus amigas de la resi. En el brazo, su “palabra favorita”: resiliencia. No hay cifras sobre cuántos menores tutelados por la Administración terminan con educación superior, pero son la minoría. Si en España la emancipación ronda los 30 años, ellos tienen que buscarse la vida según soplan las 18 velas. No hay recursos para todos. Sí los hubo para Mika. Cuando lo recuerda, vuelve a repetir la suerte que ha tenido. Pero esta historia empieza mucho antes.
Es la mayor de tres hermanas. Sus padres se separaron y la relación con su madre era muy conflictiva, con constantes discusiones y desencuentros. Hasta aquella bronca. Mika estaba dispuesta a no volver, pero entonces no se imaginaba lo que estaba por venir. “Me llevaron a Hortaleza, un centro de primera acogida”. Lo primero que vio fue a un vigilante de seguridad corriendo tras unos chicos. “Me parece metafórico porque es la imagen que la sociedad tiene, pero los centros son mucho más que eso”. Le han permitido “conocer a tanta gente, tantas historias, aprender tanto”. Aunque los comienzos fueron muy duros. Lloraba tanto por las noches que iba al instituto con gafas de sol. “Y con el chándal que nos daban en el centro, de un azul horroroso, estaba tan triste que me daba igual”. Así se convirtió en “la rarita” en su anterior entorno. “Ya no me hablo con nadie del instituto”.
Móviles prohibidos
Allí pasó dos meses en los que aprendió a esconder el móvil para que no se lo quitaran, aún hoy tiene la manía de ocultarlo. “Estaban prohibidos y solo entendí el motivo cuando una mañana vi a una chica que había venido de Vietnam hablando por teléfono. Me pidió que no se lo contara a nadie. Por la tarde, pregunté por ella y una educadora me dijo que se había ido, no sabían dónde estaba, probablemente con una red de trata de niñas. Cuando le conté que la había visto hablando, me dijeron que tendría que haberles avisado. Me sentí súper culpable”.
Tras Hortaleza, su destino fue una pequeña residencia. De nuevo, alude a su suerte. Era un centro que no llegaba a las 20 plazas, en la misma calle “había otros dos muy grandes, como un instituto”. “El mío era un piso”. A Mika le tocó la única habitación individual. “Estaba centrada en mis estudios, quería sacarme el bachillerato y estudiar una carrera, por eso me la dieron”, cuenta. “Allí podían vivir menores de cero a 17 años. Coincidí con niños de siete u ocho”. Gran parte del tiempo habla de la “aventura tan genial” que fue aquello. De las charlas nocturnas con sus compañeras y con las educadoras. Especialmente con una, “la mejor del mundo”. “Con ella aprendí cosas que con mi propia madre nunca hubiera aprendido. Hablábamos abiertamente de sexo, de relaciones de pareja, de la menstruación, de los cuernos, del futuro, de todo”, afirma.
En su residencia, cuatro personas iban al mismo instituto. Luego comían juntos, después tocaba la hora de la siesta, hasta las cinco. “En ese tiempo aprendí realmente a tocar la guitarra”. Recuerda que las chicas normalmente estaban juntas por la tarde en el pasillo, salían a ver tiendas. Ella, sobre todo, estudiaba. En verano sí hacían más planes juntos. Reconoce que alguna vez se fugó para salir de fiesta. Le daban “8,60 euros a la semana” para sus gastos, que en su mayoría trataba de ahorrar.
No siempre se hace “un buen proceso”
Su primera noche allí, la niña más pequeña, que tenía 11 años, animó a que se contaran su historia unas a otras. Abusos en la familia, orfandad. “A mí me daba vergüenza contar mis problemas con lo que estaba escuchando”. Mika dice que el proceso funcionó en su caso, aunque en aquel momento no lo entendiese. “Las normas y yo no nos llevamos muy bien. Y había cosas que no comprendía, como por ejemplo no poder usar el móvil o que no pudiéramos tumbarnos en el sofá. Si no había nadie más, ¿por qué no podíamos hacerlo si supuestamente es nuestra casa?” Dice que fue al salir del centro y echar la vista atrás cuando procesó todo lo bueno que le trajo aquella época. Pero sabe que hay chicos que no tienen tanta suerte. “Hay tantos niños y tan pocos profesionales, que no siempre se puede hacer un buen proceso”.
La ley establece que debe priorizarse el acogimiento familiar sobre el residencial. A finales de 2020 había 35.883 menores tutelados por la Administración, el 47% en centros. Ese año, 3.929 personas salieron de una de estas residencias para menores tras haber alcanzado la mayoría de edad. “A día de hoy no es posible saber cuál ha sido el impacto de la protección brindada en las niñas y los niños, ni si se ha logrado que desarrollen vidas autónomas. Desconocemos la prevalencia de jóvenes provenientes del sistema de tutela entre el colectivo de personas en situación de sinhogarismo, cuántas personas menores de edad logran estudios superiores o cuántas carecen de educación básica”, se lee en el plan contra la explotación sexual de menores en el sistema de protección, aprobado en mayo por el Ministerio de Derechos Sociales y las comunidades autónomas. El ministerio está financiando un proyecto piloto para desarrollar este sistema de monitoreo.
Estos niños, muchos de los cuales han sufrido situaciones durísimas en sus casas, se enfrentan a “procesos de transición a la vida adulta muy diferentes a sus pares”, continúa el documento. No solo más acelerado, sino que “en muchas ocasiones” sufren “barreras adicionales”, vinculadas “con la falta de redes de apoyo, el bajo nivel educativo y la discriminación por motivos de género”. Carlos Chana, responsable de políticas de Infancia de Cruz Roja, confirma que los apoyos públicos no siempre son suficientes. Critica la gran disparidad territorial en los recursos para el momento en que alcanzan la mayoría de edad, y señala que muchos recurren a entidades sin ánimo de lucro. De los más de 1.500 jóvenes que participan en su programa de inserción, la gran mayoría han sido tutelados. Ninguno está cursando educación superior. En los centros, añade Chana, se les orienta a la inserción laboral.
Una beca y trabajos precarios
“Con 18 años te tienes que ir de allí, y si no tienes un colchón ni a nadie que te respalde, ¿qué haces?”, dice Mika. Ella estudia gracias a una beca de la Fundación Soñar Despierto, que cubre su matrícula y costes como libros o fotocopias. Pero además trabaja. “Empecé a hacerlo con 18 años, primero sin papeles, en negro. Fui niñera, fue una explotación, eran 40 horas a la semana por 300 euros al mes. He sido camarera, limpiadora. En una casa me dijeron que me pagarían bien, pero era un hombre que quería tocarse mientras yo limpiaba”. Hasta que encontró el estudio de tatuajes y de piercings.
El día de la madre envía siempre tres mensajes: a la suya, con quien ahora tiene una buena relación, a su educadora, y a su jefa, fue ella quien regularizó su situación, gracias a la cual pudo lograr un permiso de trabajo y un contrato. Tiene amigas que han acabado prostituyéndose. “En mi experiencia, quienes peor lo pasan son quienes han sufrido abusos. Creo que en todos los centros debería haber psicólogos”.
Relata lo malo y lo bueno con el mismo tono pausado, quitando hierro a lo primero y destacando lo segundo. Así se toma la vida. “Hay gente que dice que es de calle, yo soy de resi, soy de centro”, suelta orgullosa. Aunque reconoce que nunca llegó a sentirlo del todo como su casa: “Podrás tener un millón de compañeras que te entiendan, conocer a gente increíble con historias de superación muy fuertes, pero al final estando en la resi estás tú sola con tu vida, con tu maleta. No puedes decir: aquí puedo dejar mis cosas porque esta es mi casa, aquí puedo volver. Si te tienes que ir, te tienes que ir con todo. Cuando cumples 18 años te das cuenta de que estás tú sola, por mucha ayuda que tengas”.
Así le pasó. A los 18 años y dos días, Mika salió de la residencia que la había acogido durante un año y dos meses y se mudó a otra “para mujeres víctimas de violencia de género que tenía un ala para universitarias”. Recuerda el vértigo. La ilusión porque por fin era adulta, pero a la vez el miedo de tener que valerse por sí misma. “Me hicieron una entrevista y me cogieron, de nuevo tuve suerte porque estaba cerca de mi universidad”. Allí pasó la pandemia. “Me habían contratado en enero, afortunadamente, y pude cobrar el ERTE”. Habla con cariño del confinamiento, que le permitió conocer a sus compañeras, jugar al escondite en un centro inmenso, volver un poco a la infancia.
“No se puede suplir a un padre o una madre”
Mika estudia Periodismo porque quiere contar “historias” con las que “cambiar el mundo”. Su primer reportaje, en un trabajo para clase, fue precisamente sobre los centros de menores. Para escribirlo habló con otros chicos tutelados. “Todos coincidían conmigo en la falta de referentes”. “No salía de mí querer ser como alguien. El día que hice la selectividad, me dieron la nota y podía escoger una carrera, estaba perdida, no sabía a quién preguntarle qué hacer. Es una de las mayores carencias, pero no es un problema de los educadores sociales, sino que no se puede suplir a un padre o a una madre”, añade. “O quizás de la sociedad, que enseña que lo normal es una familia convencional”, cuando también hay otras formas de crecer.
En junio de 2020, decidió independizarse. Se mudó a un piso compartido del que ahora está, nuevamente, en plena mudanza. Las paredes de su casa acogen aún sus dibujos y fotos. Un ukelele rosa, una guitarra y un teclado van con ella. La acompaña también Hannah, una perrita de 11 años. Han estado siempre juntas, menos cuando vivió en residencias. “Lo primero que hice al independizarme fue ir a recogerla”.
Ha perdido la pista de bastantes compañeras. Algún día, le gustaría contar la historia de muchas. Con las que sigue en contacto, “están todas trabajando como unas campeonas, dueñas de su propia vida y siempre con aspiraciones de retomar el estudio”. Eso es lo que quiere destacar. “No somos chavales y chavalas que vienen a liarla, ni gente sin futuro, ni niños y niñas perdidas. Somos personas con realidades diferentes, como todo el mundo, con sus taras y sus virtudes”, explica. “Pese a todo lo malo, conseguimos adaptarnos a la normalidad de la vida, estudiar una carrera, tener un empleo… sin que nadie nos haya dado nada. Todo de nuestro propio esfuerzo y trabajo”. Mika lucha cada día por su futuro. Cuando mira hacia atrás, se siente orgullosa. Mientras, vuelve a meter toda su vida en cajas, buscando un nuevo destino. Quizás ella sea el referente que tanta falta hace a algunos chicos.